jueves, 3 de marzo de 2011

Edificar sobre roca o edificar sobre arena, esta es la cuestión.

Mt.2: 21-27

Es importante tener en cuenta el contexto del párrafo del evangelio de Mt que acabamos de escuchar. Estamos en el final del sermón del monte que empieza con las bienaventuranzas y continúa a lo largo de los capítulos cinco, seis y siete. En estos tres capítulos encontramos resumida toda la enseñanza de Jesús; por eso tiene pleno sentido que termine con la advertencia de que no basta con escuchar y aceptar sus propuestas. Ni siquiera es suficiente el cumplimiento de las normas si no va acompañada de la vivencia y de una actitud interior semejante a la de Jesús. Jesús exige a sus seguidores una nueva manera de estar en el mundo, no la externa adhesión a unas normas religiosas.

Aparentemente, lo que nos dice el evangelio está en contradicción con lo que nos dice Pablo. Pero si tratamos de descubrir el sentido profundo, resulta que ambos están diciendo exactamente lo mismo. El confiar en nuestras obras para alcanzar la salvación, queda excluido radicalmente con las palabras de Pablo. Pero también la fe como simple aceptación teórica de unas verdades, salta hecha añicos con la parábola de evangelio. En el mensaje de Jesús, la teoría y la práctica son inseparables. La cosa más práctica que existe es una buena teoría, siempre que no se quede en teoría. Hay que dejar muy claro, que lo que salva es la actitud interior; pero si esa actitud no se manifiesta en obras, es que no existe. Las obras son la única garantía de una correcta actitud vital. Podemos llegar a creer que somos nosotros los que vamos a edificar el edificio espiritual. Ya dice el salmo: “si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles”. Mis obras lo que tienen que manifestar es que me estoy dejando edificar, que me dejo llevar por la fuerza de Dios que actúa en mí.

No el que dice ¡Señor!, ¡Señor! ... No basta con oír, ni basta con hablar. Hay que vivir lo que hemos escuchado o lo que vamos proclamando en alta voz. La advertencia tiene hoy tanta vigencia como en tiempo de la primera comunidad. Es significativa la frase que tanto se repite hoy: “soy creyente pero no practicante”. Si por practicar la religión entendemos ir a misa, confesar y comulgar, es que no nos hemos enterado de nada. Practicar la religión cristiana es actuar desde el respeto, la comprensión y el amor al otro.

Sino el que cumple la voluntad de mi Padre. La voluntad de Dios no le llegó a Jesús ni nos llegará a nosotros desde fuera. Es nuestro propio ser el que exige una manera determinada de vivir. En lo más hondo de mi ser tengo que descubrir lo que Dios espera de mí, gravado en el centro de mi propio ser. Es verdad que se dice que la roca es Cristo, pero dejando bien claro que él mismo tuvo que fundamentar su vida humana en lo que había de divino en él. Es decir, Jesús es la roca porque nos lleva al fundamente, que es Dios-Amor.

Si nos damos cuenta de que nuestra existencia es un proceso que tenemos que llevar a cabo cada uno, descubriremos que la principal tarea de todo ser humano está siempre por hacer. La principal tarea de todo ser humano es la construcción de un sí mismo. Para ello necesita unos planos, pero no puede quedarse contemplándolos. Es necesario que los ejecute. Somos un proyecto que hay que realizar. Ese proyecto está en lo más hondo de mi ser; sólo tengo que descubrirlo y hacerlo vida. La gran tentación es creer que la casa está ya construida y pretender meternos dentro a disfrutar...

La plenitud humana sólo llegará si desarrollamos lo específicamente humano. Lo propio del hombre es su capacidad de conocer y de amar. Si edificamos sobre los sentidos, los apetitos, las pasiones, estaremos edificando sobre arena. Si nos movemos por el hedonismo, es decir, buscando lo que me pide el cuerpo, lo que me apetece, lo que me gusta, lo más fácil, estaré edificando sobre arena. Mi verdadero ser exige de mí algo más. Lo que hace crecer nuestro verdadero ser no es aprovecharme de todos y utilizarlos para conseguir placer, sea del tipo que sea, sino el ponerme al servicio del otro para que él sea más. La paradoja está en que cuando parece que pierdo, gano; y mientras más me pierda en beneficio del otro, más me gano. Mientras más me doy, más seré yo mismo.

La doble parábola no necesita ninguna explicación. Lo único que habría que dilucidar sería lo que significa para nosotros la roca y la arena. Es relativamente fácil descubrir que si uno se dedica a satisfacer sus sentidos, sus apetitos, sus pasiones, etc., poniendo la parte superior de su ser al servicio de la inferior, no desarrolla lo que es específico del hombre. Es mucho más difícil descubrir que, siendo una persona muy cumplidora de las normas religiosas, se puede equivocar y arruinar igualmente su vida. Buscar en la religión las seguridades que no podemos alcanzar con nuestro esfuerzo, es la mejor manera de fracasar. Empeñarse en que Dios mantenga a toda costa lo que en nosotros hay de terreno, de caduco, de contingente, de limitado, es una falsa ilusión. La pretendida perfección de nuestra parte sensible es imposible porque todo lo que es contingente no puede ser eterno, y todo lo que es compuesto termina descomponiéndose.

No se trata de dejar de edificar tu propia casa para construir la del prójimo. Este error nos puede costar muy caro, pues nos lleva a considerar el amor como renuncia. Se trata de que mi humanidad esté edificada sobre la auténtica relación con el otro. Pero el amor no se puede conseguir directamente, es consecuencia del conocimiento. Del conocimiento puramente sensitivo nace el egoísmo y la defensa a ultranza de la individualidad. Del conocimiento intuitivo, que nos hace descubrir nuestro verdadero ser, nace el amor-unidad. Es el amor que te convierte en roca. Ese es el amor del que nos habla Jesús.

Hay un dato que nos puede ayudar a buscar este simbolismo comunitario. En casi todas las lenguas, la palabra “casa” significa, además del edificio donde el hombre habita, familia, estirpe. En la Biblia encontramos más de mil veces la palabra “casa”, casi todas ellas con este último sentido (casa de Jacob, casa de Israel). La casa de cada uno no se podrá construir nunca al margen de los demás. La arena no es más que roca descompuesta. Los granos de arena desintegrados no ofrecen ninguna consistencia. Cuando están integrados formando roca, no hay quien los mueva. Ese concepto de unidad es la mejor imagen de lo que llamamos el verdadero amor. Lo importante es descubrir el aglutinante que haga de la arena, roca. Ese aglutinante es el amor. El salmo 127 lo indica con toda claridad: “Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles”.

Está claro que seguir a Jesús no es cosa de un momento de euforia. Adherirse a Jesús es iniciar un camino que no va a terminar nunca. Es verdad que desde el primer paso ya está disfrutando de la meta, pero si se detiene, pierde todo el sentido de la marcha. Esto no lo hemos tenido claro los cristianos que hemos creído que lo importante es el bautismo y el permanecer dentro de la Iglesia. Incluso nos hemos creído seguros por el hecho de pertenecer a ella. No, lo importante sería estar en todo momento construyendo la propia casa, sin pretender haberla terminado por haber trabajado mucho. La plenitud humana es nuestra meta y lo más bonito de esa posibilidad de plenitud es que no tiene límite.

También este mensaje tiene una trampa. Después de dos mil años de cristianismo, es muy difícil distinguir entre un verdadero seguimiento de Cristo y la acomodación de su mensaje a nuestros intereses y caprichos. Al contrario de Jesús, que estuvo preocupado por lo que Dios quería del él, nosotros andamos mucho más preocupados por lo que queremos o esperamos de Dios. La principal preocupación de nuestra religión es asegurar que Dios esté de nuestra parte para sacarnos las castañas del fuego cuando nuestras limitaciones no nos permitan alcanzar nuestros deseos. Incluimos en estos deseos, el más fuerte de todos, el deseo de inmortalidad. Tergiver¬sando el mensaje de Jesús hemos terminando asegurando nuestra supervi¬vencia individual, incluso más allá de la muerte.

La religión tiene que ayudar a hombre a conseguir su objetivo último: ser cada día más humano. Dios no puede querer para el ser humano más que su plenitud. Ahora bien, esa plenitud tiene que llegarle por lo que es específicamente humano, su inteligencia. No digo su razón, porque esa palabra puede equivocarnos. La capacidad de razonar puede estar completamente al servicio de la parte animal del hombre. Cundo la toma de decisiones se basa en un conocimiento deficiente, le llevará más bajo que los mismos animales. Por eso el evangelio no habla de voluntad sino de conocimiento (prudente, necio).

Todo lo dicho es válido para cualquier cristiano, pero para algunos es, si cave, más preocupante. Me refiero a aquellos que tenemos la obligación de predicar. Podemos escuchar la palabra, estudiar el mensaje, entenderlo racionalmente y predicarlo a los demás, sin vivir nosotros mismos eso que predicamos. En mi opinión, esa es la causa de tanto fracaso a la hora de trasmitir nuestra fe. Sobre todo los jóvenes, no aceptan hoy unas propuestas que no ven reflejadas en la vida de los que se las proponen como excelentes.

José A. Pagola.

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