viernes, 23 de agosto de 2013

Confianza, si. Frivolidad, no.



Lucas 13: 23-24
           
La sociedad moderna va imponiendo cada vez con más fuerza un estilo de vida marcado por el pragmatismo de lo inmediato. Apenas interesan las grandes cuestiones de la existencia. Ya no tenemos certezas firmes ni convicciones profundas. Poco a poco, nos vamos convirtiendo en seres triviales, cargados de tópicos, sin consistencia interior ni ideales que alienten nuestro vivir diario, más allá del bienestar y la seguridad del momento.
Es muy significativo observar la actitud generalizada de no pocos cristianos ante la cuestión de la salvación eterna que tanto preocupaba solo hace pocos años: bastantes la han borrado sin más de su conciencia; algunos, no se sabe bien por qué, se sienten con derecho a un final feliz; otros no quieren recordar experiencias religiosas que les han hecho mucho daño.
Según el relato de Lucas, un desconocido hace a Jesús una pregunta frecuente en aquella sociedad religiosa: ¿Serán pocos los que se salven? Jesús no responde directamente a su pregunta. No le interesa especular sobre ese tipo de cuestiones estériles, tan queridas por algunos maestros de la época. Va directamente a lo esencial y decisivo: ¿cómo hemos de actuar para no quedar excluidos de la salvación que Dios ofrece a todos?
Esforzaos en entrar por la puerta estrecha. Estas son sus primeras palabras. Dios nos abre a todos la puerta de la vida eterna, pero hemos de esforzarnos y trabajar para entrar por ella. Esta es la actitud sana. Confianza en Dios, sí; frivolidad, despreocupación y falsas seguridades, no.
Jesús insiste, sobre todo, en no engañarnos con falsas seguridades. No basta pertenecer al pueblo de Israel; no es suficiente haber conocido personalmente a Jesús por los caminos de Galilea. Lo decisivo es entrar desde ahora en el reino Dios y su justicia. De hecho, los que quedan fuera del banquete final son, literalmente, “los que practican la injusticia”.
Jesús invita a la confianza y la responsabilidad. En el banquete final del reino de Dios no se sentarán solo los patriarcas y profetas de Israel. Estarán también paganos venidos de todos los rincones del mundo. Estar dentro o estar fuera depende de cómo responde cada uno a la salvación que Dios ofrece a todos.
Jesús termina con un proverbio que resume su mensaje. En relación al reino de Dios, hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos. Su advertencia es clara. Algunos que se sienten seguros de ser admitidos pueden quedar fuera. Otros que parecen excluidos de antemano pueden quedar dentro.

José Antonio Pagola

miércoles, 14 de agosto de 2013

El que trae el fuego.



                                                                                                                                   
 Lucas 12: 49-53

En un estilo claramente profético, Jesús resume su vida entera con unas palabras insólitas: Yo he venido a prender fuego en el mundo, y ojala estuviera ya ardiendo ¿De qué está hablando Jesús? El carácter enigmático de su lenguaje conduce a los exegetas a buscar la respuesta en diferentes direcciones. En cualquier caso, la imagen del “fuego” nos está invitando a acercarnos a su misterio de manera más ardiente y apasionada.
El fuego que arde en su interior es la pasión por Dios y la compasión por los que sufren. Jamás podrá ser desvelado ese amor insondable que anima su vida entera. Su misterio no quedará nunca encerrado en fórmulas dogmáticas ni en libros de sabios. Nadie escribirá un libro definitivo sobre él. Jesús atrae y quema, turba y purifica. Nadie podrá seguirlo con el corazón apagado o con piedad aburrida.
Su palabra hace arder los corazones. Se ofrece amistosamente a los más excluidos, despierta la esperanza en las prostitutas y la confianza en los pecadores más despreciados, lucha contra todo lo que hace daño al ser humano. Combate los formalismos religiosos, los rigorismos inhumanos y las interpretaciones estrechas de la ley. Nada ni nadie puede encadenar su libertad para hacer el bien. Nunca podremos seguirlo viviendo en la rutina religiosa o el convencionalismo de “lo correcto”.
Jesús enciende los conflictos, no los apaga. No ha venido a traer falsa tranquilidad, sino tensiones, enfrentamiento y divisiones. En realidad, introduce el conflicto en nuestro propio corazón. No es posible defenderse de su llamada tras el escudo de ritos religiosos o prácticas sociales. Ninguna religión nos protegerá de su mirada. Ningún agnosticismo nos librará de su desafío. Jesús nos está llamando a vivir en verdad y a amar sin egoísmos.
Su fuego no ha quedado apagado al sumergirse en las aguas profundas de la muerte. Resucitado a una vida nueva, su Espíritu sigue ardiendo a lo largo de la historia. Los primeros seguidores lo sienten arder en sus corazones cuando escuchan sus palabras mientras camina junto a ellos.
¿Dónde es posible sentir hoy ese fuego de Jesús? ¿Dónde podemos experimentar la fuerza de su libertad creadora? ¿Cuándo arden nuestros corazones al acoger su Evangelio? ¿Dónde se vive de manera apasionada siguiendo sus pasos? Aunque la fe cristiana parece extinguirse hoy entre nosotros, el fuego traído por Jesús al mundo sigue ardiendo bajo las cenizas. No podemos dejar que se apague. Sin fuego en el corazón no es posible seguir a Jesús.

José Antonio Pagola

lunes, 12 de agosto de 2013

La tarea inacabada.

La tarea inacabada es la de nuestra vida. Eso no es una novedad. Todos los sabemos. Llegará el día en el que nuestros ojos se cierren para siempre y nuestro cuerpo vuelva al polvo del que fue tomado. Entonces, todo se habrá acabado. Nuestra vida aquí en la tierra habrá quedado fijada para siempre, un recuerdo a olvidar. Antes de que pase una generación sólo seremos un nombre en un registro que nadie lee. Pero –y esta es nuestra esperanza- estaremos en la memoria y en la realidad de Dios.
Ahora bien, este momento final de la vida todavía no ha llegado y no tenemos ninguna prisa en que llegue. Estamos aquí y la tarea inacabada no es esperar el fin de la vida, sino perfeccionarla, sacarle todo el jugo posible, gozarla, hacerla plena y gozosa. Es vida de Dios y mientras El nos la dé, hemos de vivirla en el gozo y la libertad de los hijos de Dios.Esto no es siempre posible. La vida, la gozamos y la padecemos al mismo tiempo. Tiene luces y sombras, sonrisas y lágrimas. Cada uno de nosotros sube al tren de la vida en lugares diferentes y la vivimos de manera diferente. Unos tienen todas las comodidades de los pasajeros de primera y otros viajan agarrados a los estribos, a punto de caer. Aquí no valen leyes ni derechos. Las cosas con como son y no encontramos ninguna explicación a todo ello.
Pero, lo que Pablo nos dice en su carta a los Romanos capítulo5 es que, para el creyente, hay un ahora que está marcado por el amor de Cristo. Es un ahora en la debilidad y en el dolor, pero que está lleno de oportunidades. La vida es una tarea que nunca se acaba, un esfuerzo que nunca se ha de dar por inútil. Es la tarea de dar contenido y sentido a la vida. Pablo empieza con su realidad: la aflicción y la tribulación. Pero no las ve como cosas negativas, sino como oportunidades de crecimiento. E, incluso, puede encontrar en ello motivos de gloria. La tribulación lo fortalece en la paciencia, sabiendo que, pase lo que pase, la victoria final será suya. Y esta seguridad le da fuerzas, calidad de vida, para vivir la esperanza en plenitud. Es toda una tarea de formación de una persona en la que todo es aprovechable. Una tarea que incluye tratar de ayudar a los que comparten su vida a su alrededor. Todo un programa de acción.
La tarea inacabada es la de mi vida. Mientras estoy aquí, tanto si las cosas son fáciles como si son difíciles, tanto si mi esperanza de vida es corta o larga, he de continuar la tarea, he de perfeccionar la vida, he de luchar para hacerla llena y que sirva de ayuda y de bendición a los que viven junto a mi, aprovechando todos sus recursos. Y estoy seguro que, en el momento en que El me la pida y la tenga inacabada, El mismo la perfeccionará y le dará un final en plenitud.

Pastor Enric Capó

viernes, 9 de agosto de 2013

La edificación de la iglesia.

Nunca diremos que nuestra iglesia es la única verdadera. Hay demasiadas que lo dicen. Hay demasiada gente que pretende ser poseedora de la verdad absoluta para que nosotros también lo hagamos. Esta es una característica de las sectas o de las actitudes sectarias, de la que hay tantas en nuestra sociedad. Nuestras cosas, por ser nuestras, nunca son totalmente verdaderas. Sólo podemos aspirar a ser aproximaciones a la verdad, sin ir más allá. Por tanto, cuando hablamos de nuestra iglesia, hablamos de aquellos que hemos sido llamados, en esta comunidad, a ser seguidores de Aquel que sí es la verdad y, todavía más, el Camino y la Vida.
La verdad nunca la poseemos. Podríamos decir que ella nos posee, en el sentido de que nos cautiva y nos invita a buscarla con todo el corazón. En nuestra comunidad, como en aquellas tan conocidas del Apocalípsis, El, Jesús, es el Testigo fiel y verdadero. Seguirlo a El es nuestra tarea y nuestra voluntad, aunque en este camino no todo son rosas ni victorias y, a veces, las tentaciones y las tribulaciones del mundo presente nos hacen tambalear.
La Iglesia es, pues, la comunidad de aquellos que han sido llamados por Jesucristo. Algunas denominaciones tratan de evitar la palabra iglesia, que es una transliteración de la palabra griega ekklesia que es la que usa el Nuevo Testamento. Hablan de la Asamblea, que es la traducción de la palabra mencionada, y esto parece correcto porque el rasgo a enfatizar es que hemos sido convocados. Cristo nos ha convocado, uno a uno, paso a paso, con aquella forma personal que tenía de hacerlo cuando estaba entre nosotros: Sígueme. Y lo hemos hecho. Hemos decidido hacerlo. El nos ha dado los medios y las fuerzas para decir sí y amen a su mensaje salvador.
Ahora somos discípulos. Los cristianos viejos y antiguos y los nuevos que entran en la comunión de la Iglesia. Todos nosotros. Unos tendrán más experiencias que otros, ocuparán lugares de mayor responsabilidad, tendrán ministerios a desarrollar o habrán descubierto dones del Señor  en su vida que ponen a su servicio. Pero, fundamentalmente, todos somos iguales: seguidores de Jesús. No somos sus mejores seguidores, pero queremos serlo. Nuestra tarea es simplemente esforzarnos en el seguimiento de Jesús y pedirle día tras día la fuerza para hacerlo. Ninguno de nosotros es verdaderamente importante en la comunidad, aunque, por otro lado, todos lo somos. Nuestro centro es Cristo, el que nos precede y nos enseña a vivir.
Ahora bien, ser iglesia –recordémoslo- es ser comunidad. No somos cristianos aislados que van por su cuenta y se reúnen el domingo o entre semana para el culto. Hemos sido convocados por Cristo –ya lo hemos dicho- para que creemos un espacio de amor y de libertad. Y esto es importante recordarlo. La Iglesia es, aquí y ahora, el proyecto de Dios para este mundo. No es su proyecto final. Cuando llegue el fin, se acabe la historia y haya pasado este mundo, veremos el Reino de Dios: la nueva sociedad presidida por la justicia y la solidaridad. Es, y será, su Reino. El libro del Apocalipsis lo llama la Nueva Jerusalén, que baja del cielo. Pero ahora, en este tiempo presente de lucha, tiempo provisional de la paciencia de Dios que nos invita al arrepentimiento y a la fe, su proyecto es la iglesia. No tanto una gran iglesia estructurada universalmente presidida por jerarquías y con un gran aparato burocrático. El proyecto de Dios es la comunidad cristiana, la iglesia local, donde primero han de aparecer los signos distintivos de toda iglesia que tenga a Cristo como centro y cabeza. Una iglesia católica en el sentido de universal que tiene esta palabra, es decir, abierta a todo el mundo. Una iglesia apostólica, en el sentido de que en su seno se conserva con fidelidad la doctrina que ellos, los apóstoles, nos transmitieron y tenemos en la Biblia. Una iglesia santa. No en el sentido de perfección humana, sino en el hecho de hacer punto y aparte del camino del mundo para inaugurar uno de nuevo. Empezar a caminar el camino de Cristo y hacer del seguimiento un espacio, un camino, una realidad en la que se ponga de manifiesto la obra transformadora de Cristo en el corazón de los hombres.
Por tanto, la iglesia y los que la formamos, hemos de tener muy claro que nos es preciso encarnar el evangelio en la realidad de cada día y que una comunidad cristiana sólo tiene sentido si en su vida diaria refleja de alguna forma la realidad hoy intangible, pero segura y cierta, del Reino de Dios.

Enric Capó

viernes, 2 de agosto de 2013

Allá afuera, en los campos, con Dios.

                                 Allá afuera, en los campos, con Dios.
                                 Las pequeñas preocupaciones que me inquietaban                        
                                 las olvidé ayer,
                                 entre los campos, por encima del mar,
                                 entre la brisa juguetona
                                 y el rumor de los rebaños,
                                 el murmullo de los árboles
                                 el canto de los pájaros
                                 y el zumbido de las abejas.

                                 Los temores ridículos de lo que podía pasar
                                 se me olvidaron también
                                 entre el césped lleno de trébol
                                 y el heno recién segado,
                                 entre el susurro del trigo
                                 donde se mecen las amapolas,
                                 donde mueren los malos pensamientos y nacen los nuevos,

                                 ¡allá fuera, en los campos, con Dios!