viernes, 29 de marzo de 2013

La sangre de Cristo.

Mis contactos con la enseñanza religiosa fueron efímeros y no puedo por tanto alardear de traumas psicológicos. Nunca supe en primera persona de ejercicios espirituales, por ejemplo. Una idea tengo, sin embargo, y esa idea me permite decir que, al ver la película La pasión de Cristo de Mel Gibson, tuve la impresión de haber hecho de una vez y a la vejez todos los ejercicios espirituales que tenía que haber hecho en la niñez y en la juventud.
Esa película dista mucho de ser complaciente y va dirigida a los cristianos en general y a los católicos muy en particular. Yo entiendo que a muchos de ellos les moleste el que se les recuerde que ser cristiano no es tan fácil y que la Eucaristía es un banquete, sí, pero seguido de un sacrificio. Hace muchos años, siendo yo estudiante en Inglaterra, asistí a alguna misa anglicana, pero no podía saber hasta qué punto el sacrificio se eclipsaba ante el banquete. Esto no lo supe hasta muchos años después, a comienzos de los 70, y quien me lo enseñó fue el entonces P. Jesús Aguirre, en una discusión pública, que la policía trató de reventar, con el P. Venancio Marcos. El P. Aguirre, vestido de yé-yé, con blazer azul marino y pantalón de campana, le contrapuso al P. Marcos, vestido por lo menos de clergyman, la noción de la misa como banquete, que él propugnaba, frente al concepto tradicional de la misa como sacrificio. Ya entonces empezaba Occidente a invertir sus valores, y a esa inversión no escaparían las iglesias cristianas, de suerte que ha sido en templos anglicanos o episcopalianos en los que he vuelto a asistir a las misas tridentinas de mi niñez y mi juventud, mientras en las iglesias católicas, por precepto posconciliar, la mesa del banquete sustituía al ara del sacrificio.
En lo que al sacrificio se refiere, ha llegado a ser insoslayable el pensamiento de René Girard en el que justamente la Pasión de Cristo desempeña un papel fundamental. Y es que, según Girard, el Hijo del Hombre se constituye en víctima propiciatoria de una vez por todas, y es la evocación incruenta de ese sacrificio en la misa la que exime a la humanidad redimida de expiar sus pecados periódicamente en los cruentos rituales de las religiones primitivas. Hay quien sostiene que esto no es así, aun siguiendo el razonamiento de Girard, pero quien lo sostiene lo hace porque en primer lugar le niega a Cristo su condición de Mesías. Es triste en efecto que los hombres, incluso los que se tienen por cristianos, dejados de la mano de Dios, necesiten tener alguien que encarne todos los pecados de la época para odiarlo y exterminarlo si es posible. Antaño el judío, hoy el nazi, concitan el rechazo colectivo, por más que el nazi tenga ya sus antecedentes en el prusiano vencido de la Primera Guerra Mundial. Dije bien “cristianos” y “dejados de la mano de Dios”, pues nadie que sea incapaz de dejar de odiar puede en justicia llamarse cristiano. La gran aportación del cristianismo es el perdón y es la caridad. El cristiano, para ser quien es y como es, no necesita o no necesitaría odiar al que no es como él o al que es todo lo contrario. El ateo, en cambio, tiene bula para odiar a quien esté de moda odiar, sea en los campos de fútbol o en las campañas electorales, y esa bula se la dio aquel personaje de Dostoyevski cuando dijo que si Dios no existe, todo está permitido.
Dice con harta razón Francisco Bejarano que en la sociedad laica ya no hay pecadores, sino delincuentes. Un delincuente es un hombre que lleva a sus últimas consecuencias el precepto de la vida entendida como lucha permanente, sea de clases, de razas, de sexos, de intereses o de sucedáneos de la religión. El delincuente no tiene temor de Dios y tampoco debe de temer mucho a las leyes de una sociedad sin valores que proclama la neutralidad ética y se niega a distinguir entre el bien y el mal. Su mayor castigo es la impunidad de su transgresión, o lo difícil que le resulta que esa sociedad se dé por transgredida.
Uno de los méritos de Mel Gibson es el de haberse valido de la estética de esta sociedad dejada de la mano de Dios para devolverle la víctima expiatoria sin la que su vida carece de sentido, el Dios Hombre al que le encantaría odiar. Para ello se arriesga nada menos a que se le aplique aquel dicho antiguo de “a mal Cristo, mucha sangre” de nuestra imaginería barroca. Yo vi la película en vísperas de Semana Santa en un cine muy próximo al templo del Gran Poder, y hubo momentos en que me parecía estar contemplando la imagen de Juan de Mesa. La imaginería barroca no es muy complaciente, que digamos, y no nos sutiliza precisamente la muerte ni el sufrimiento, pero no por ello podemos decir que su Cristo sea un mal Cristo. Tampoco lo es uno que está en Colmar: el del Retablo de Issenheim, de Matías Grünewald, ante el que si quieren pueden meditar sobre la Pasión los europeos desmemoriados a quienes horroriza el film de Mel Gibson.
 
Aquilino Duque.
Escritor y Premio Nacional de Literatura.

lunes, 25 de marzo de 2013

Encontrar al Resucitado.



Juan 20: 1-9

Según el relato de Juan, María de Magdala es la primera que va al sepulcro, cuando todavía está oscuro, y descubre desconsolada que está vacío. Le falta Jesús. El Maestro que la había comprendido y curado. El Profeta al que había seguido fielmente hasta el final. ¿A quién seguirá ahora? Así se lamenta ante los discípulos: "Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto".
Estas palabras de María podrían expresar la experiencia que viven hoy no pocos cristianos: ¿Qué hemos hecho de Jesús resucitado? ¿Quién se lo ha llevado? ¿Dónde lo hemos puesto? El Señor en quien creemos, ¿es un Cristo lleno de vida o un Cristo cuyo recuerdo se va apagando poco a poco en los corazones?
Es un error que busquemos pruebas para creer con más firmeza. No basta acudir al magisterio de la Iglesia. Es inútil indagar en las exposiciones de los teólogos. Para encontrarnos con el Resucitado es necesario, ante todo, hacer un recorrido interior. Si no lo encontramos dentro de nosotros, no lo encontraremos en ninguna parte.
Juan describe, un poco más tarde, a María corriendo de una parte a otra para buscar alguna información. Y, cuando ve a Jesús, cegada por el dolor y las lágrimas, no logra reconocerlo. Piensa que es el encargado del huerto. Jesús solo le hace una pregunta: Mujer, ¿por qué lloras? ¿a quién buscas?.
Tal vez hemos de preguntarnos también nosotros algo semejante. ¿Por qué nuestra fe es a veces tan triste? ¿Cuál es la causa última de esa falta de alegría entre nosotros? ¿Qué buscamos los cristianos de hoy? ¿Qué añoramos? ¿Andamos buscando a un Jesús al que necesitamos sentir lleno de vida en nuestras comunidades?
Según el relato, Jesús está hablando con María, pero ella no sabe que es Jesús. Es entonces cuando Jesús la llama por su nombre, con la misma ternura que ponía en su voz cuando caminaban por Galilea: "¡María!". Ella se vuelve rápida:  Maestro.
María se encuentra con el Resucitado cuando se siente llamada personalmente por él. Es así. Jesús se nos muestra lleno de vida, cuando nos sentimos llamados por nuestro propio nombre, y escuchamos la invitación que nos hace a cada uno. Es entonces cuando nuestra fe crece.
No reavivaremos nuestra fe en Cristo resucitado alimentándola solo desde fuera. No nos encontraremos con él, si no buscamos el contacto vivo con su persona. Probablemente, es el amor a Jesús conocido por los evangelios y buscado personalmente en el fondo de nuestro corazón, el que mejor puede conducirnos al encuentro con el Resucitado.

Juan A. Pagola. 

domingo, 24 de marzo de 2013

Pagola absuelto: oprobio a los inquisidores

Tras un largo calvario de varios años, la Congregación para la Doctrina de la Fe ha sentenciado sobre el libro de José Antonio Pagola 'Jesús. Aproximación histórica'. Y la sentencia ha sido absolutamente absolutoria. En fondo y forma. El dicasterio vaticano asegura que, en la obra, "no hay nada contrario a la fe" y ni siquiera le pide revisión del enfoque o de la metodología. Blanco, absolutamente blanco. La noticia, amén de alegrarnos profundamente, deja en evidencia a los "inquisidores" del teólogo vasco y honra a sus "defensores".
Oprobio, pues, a los inqisuidores. Que tienen nombres y apellidos. El obispo de Córdoba, Demetrio Fernández, el primero en tirar la piedra, con acusaciones terrible sy sin argumentar. El propio de San Sebastián, José Ignacio Munilla, por no defender a su cura-teólogo y quitarse de en medio con disculpas vanas. El ahora auxiliar de Getafe, monseñor Rico Pavés, uno de los máximos instigadores de la persecución. El teólogo José María Iraburu, con descalificaciones groseras de la obra de Pagola. Y, por supuesto, las terminales mediáticas, que no nombramos para no hacerles un favor, que instigaron a la "pedrea" y al fuego de la hoguera.
Vergüenza para los que, sin tirar directamente piedras, se hicieron el sueco o se lavaron las manos: el cardenal Rouco Varela (sin cuyo permiso no se mueve un dossier en España), el portavoz del episcopado, Martínez Camino, o el presidente y los miembros de la comisión episcopal de Doctrina de la Fe de aquella época.
Gloria y alabanza por los siglos a sus "defensores". El primero y principal, que se dejó mucho en el empeño, el obispo emérito de San Sebastián, Juan María Uriarte: le puso su nihil obstat y con razón. El prefecto emérito de Doctrina de la Fe, Levada, y el actual, Müller. Y, por supuesto, el secretario de la CDF, el jesuita Ladaria. Y, por último, el papable ministro emérito de Cultura del Papa, cardenal Ravasi, que no sólo defendió públicamente la obra de Pagola, sino que la alabó como una de las mejore sobras de Cristología de los últimos años. Y recibió por ello incontables "palos" de los tira-piedras habituales.
Gloria y alabanza a muchos teólogos, que defendieron a su colega encarnizadamente. Con especial mención a Xabier Pikaza, Andrés Torres Queiruga, José María castillo, Juan Antonio Estrada, Jose Arregi, Javier Vitoria, Jesús Martínez, José Ignacio Calleja, Felicísimo Martínez...y tantos otros, a los que pido perdón por olvidarme de sus nombres en medio del "fragor" papal romano de estos días.
Los del oprobio deberían tener la suficiente humildad como, para pedir perdón públicamente. Sólo así repararían el daño causado. Porque causaron mucho daño a un teólogo excelente, que sufrió sus ataques en su corazón de pastor y en su propia salud. No hay derecho a que se vayan de rositas. Esperamos que, cuanto antes, se disculpen. Y, por supuesto, públicamente. Porque pública fue su condena.
A los que se lavaron las manos, su propia conciencia les pasará la cuenta.
¡Enhorabuena, José Antonio! Y a seguir iluminando el camino de los que queremos seguir (aunque sea de lejos) al Señor del Reino. Sin tirar piedras a los demás. Sin encender hogueras. 

José Manuel Vidal

martes, 12 de marzo de 2013

Todos necesitamos perdón.



Juan 8: 1-11

Según su costumbre, Jesús ha pasado la noche a solas con su Padre querido en el Monte de los Olivos. Comienza el nuevo día, lleno del Espíritu de Dios que lo envía a "proclamar la liberación de los cautivos...y dar libertad a los oprimidos. Pronto se verá rodeado por un gentío que acude a la explanada del templo para escucharlo.
De pronto, un grupo de escribas y fariseos irrumpe trayendo a "una mujer sorprendida en adulterio". No les preocupa el destino terrible de la mujer. Nadie le interroga de nada. Está ya condenada. Los acusadores lo dejan muy claro: "La Ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras. Tú, ¿qué dices?
La situación es dramática: los fariseos están tensos, la mujer angustiada, la gente expectante. Jesús guarda un silencio sorprendente. Tiene ante sí a aquella mujer humillada, condenada por todos. Pronto será ejecutada. ¿Es esta la última palabra de Dios sobre esta hija suya?
Jesús, que está sentado, se inclina hacia el suelo y comienza a escribir algunos trazos en tierra. Seguramente busca luz. Los acusadores le piden una respuesta en nombre de la Ley. Él les responderá desde su experiencia de la misericordia de Dios: aquella mujer y sus acusadores, todos ellos, están necesitados del perdón de Dios.
Los acusadores sólo están pensando en el pecado de la mujer y en la condena de la Ley. Jesús cambiará la perspectiva. Pondrá a los acusadores ante su propio pecado. Ante Dios, todos han de reconocerse pecadores. Todos necesitan su perdón.
Como le siguen insistiendo cada vez más, Jesús se incorpora y les dice: "El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra". ¿Quiénes sois vosotros para condenar a muerte a esa mujer, olvidando vuestros propio pecados y vuestra necesidad del perdón y de la misericordia de Dios?
Los acusadores "se van retirando uno tras otro". Jesús apunta hacia una convivencia donde la pena de muerte no puede ser la última palabra sobre un ser humano. Más adelante, Jesús dirá solemnemente: "Yo no he venido para juzgar al mundo sino para salvarlo".
El diálogo de Jesús con la mujer arroja nueva luz sobre su actuación. Los acusadores se han retirado, pero la mujer no se ha movido. Parece que necesita escuchar una última palabra de Jesús. No se siente todavía liberada. Jesús le dice "Tampoco yo te condeno. Vete y, en adelante no peques más".
Le ofrece su perdón, y, al mismo tiempo, le invita a no pecar más. El perdón de Dios no anula la responsabilidad, sino que exige conversión. Jesús sabe que "Dios no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva".

José Antonio Pagola

sábado, 9 de marzo de 2013

Fuí extranjero y me acogistes.



Mateo 25:35

Jesús no excluye a nadie, a todos anuncia la Buena Noticia de Dios, y esta Buena Noticia nos está urgiendo antes que nada a que se haga justicia a los más pobres y humillados. Por eso la venida de Dios es una suerte para los que viven explotados, y muchas veces una amenaza para los causantes de esa explotación.

Jesús declara de manera rotunda que el reino de Dios es para los pobres. Tiene ante sus ojos a aquellas gentes que viven humilladas en sus aldeas; conoce bien el hambre de los niños desnutridos; ha visto llorar de rabia a los campesinos cuando los recaudadores se llevan lo mejor de sus cosechas. Son ellos los que necesitan escuchar antes que nadie la noticia del Reino: “dichosos los que ahora tenéis hambre, porque seréis saciados; dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis”

Jesús los declara dichosos, incluso en esa situación injusta que padecen, no porque pronto serán ricos como los grandes propietarios, sino porque Dios esta ya viniendo para suprimir la miseria, terminar con el hambre y aflorar una sonrisa en sus labios. El se alegra ya con ellos. No les invita a la resignación, sino a la esperanza. No quiere que se hagan falsas ilusiones, quiere que recuperen su dignidad. Todos tienen que saber que Dios es el defensor de los pobres, de los excluidos, que ellos son sus preferidos.

Cuando Jesús nos habla de pobreza y exclusión no lo hace  en abstracto, habla de los pobres con los que trata mientras recorre las aldeas y ve familias que sobreviven malamente, gentes que luchan por defender su honor, su dignidad, gentes sin hogar, marginados por la sociedad y la religión.Hombres y mujeres sin posibilidades de un futuro mejor.

Y Dios se pone de su parte, Dios defiende a los que nadie defiende. Para Dios, lo primero es hacer justicia a los pobres,  "Él hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos, libera a los condenados, el Señor protege a los inmigrantes, sostiene a la viuda y al huérfano".

Y nosotros, ¿qué hacemos?

Dios nos está pidiendo un cambio profundo. Su anuncio del Reino es para despertar esperanza y llamarnos a todos a cambiar de manera de pensar y de manera de actuar. Hay que "entrar" en el reino de Dios dejándonos  transformar por su dinámica y empezar a construir la vida tal como Dios la quiere.
Y lo que Dios quiere es un pueblo libre de toda esclavitud extranjera, donde TODOS puedan disfrutar de una manera pacífica y justa de la tierra, de una casa, de un trabajo justo y digno, sin ser explotados por nadie.

Para entrar en su Reino primero necesitamos salir de nuestro egocentrismo, de creernos superiores a los demás, necesitamos salir del imperio  que tratan de imponernos los jefes de las naciones, los poderosos del dinero.

No se trata solo de una conversión personal, individual de cada persona. Necesitamos introducir un nuevo modelo de comportamiento social, un cambio de comportamiento que nos lleve a todos a una vida más digna y segura.Que nos lleve a construir la gran familia que Dios quiere ver crecer en el mundo.

Una familia en la que no estamos unidos por lazos de sangre ni de intereses económicos, donde no defendemos un status social, donde no cabe la marginación y sí tiene cabida la acogida al OTRO con su diversidad cultural , su idioma diferente, sus costumbres y tradiciones de su lugar de origen.
           
La familia que Dios quiere es una familia abierta y acogedora, en la que hay igualdad para todos y una acogida servicial a los últimos. Donde nadie se hace  llamar padre ni maestro porque sólo hay un Padre y un Maestro cercano al que seguir y que nos hace a todos hermanos y hermanas. Nadie está sobre los demás, nadie es señor de nadie.

¡Si el otro se convirtiera realmente en mi hermano!
¡Y si el otro se convirtiera realmente en mi hermano!

¿No es esta la cuestión que hay que plantearse ante el debate que circula en los medios?
Si el otro se convirtiera realmente en mi hermano, ¿podría yo poner en cuestión la fe que le hace vivir?
¿Podría yo burlarme de una manera u otra de sus creencias?
Si el otro se convirtiera realmente en mi hermano, ¿podría yo hablar de libertad sin vivir el respeto? ¿Podría yo rechazarle con actos de violencia contra su persona o sus bienes?
Si el otro se convirtiera realmente en mi hermano, ¿podría yo permitirme hablar de él negativamente a sus espaldas? ¿Podría yo permitirme destruir incluso hasta su intimidad?

Si el otro se convirtiera realmente en mi hermano, le podría encontrar en verdad, podríamos hablar simplemente, incluso sin estar de acuerdo en todo.
Si el otro se convirtiera realmente en mi hermano, su encuentro me haría crecer; y estoy seguro que él también crecería. Si el otro se convirtiera en mi hermano, nuestras miradas podrían cruzarse y una sonrisa verdadera iluminaría nuestros rostros. Si el otro se convirtiera realmente en mi hermano, ¡qué mundo tan apasionante podríamos construir!

Jesús no pudo ni quiso poner en marcha una sociedad fuerte, organizada, sin fisuras, solo quiso poner en marcha  un movimiento sanador que fuera transformando el mundo en actitud de SERVICIO Y AMOR.
Un movimiento de hermanos y hermanas capaces de vivir sirviendo a los últimos, a los excluidos, a los que no tienen nada, capaces de acoger y dar la bienvenida,  con los brazos abiertos, con respeto y dignidad, a los que con nosotros desean vivir.

Fui forastero y me acogiste. Ellos, nosotros, vosotros, todos unidos, somos el mejor símbolo y la semilla más eficaz del reino de Dios, semilla de amor y acogida, de fraternidad sincera y serena. Así sea.

Mercedes Arias.

viernes, 8 de marzo de 2013

Con los brazos siempre abiertos.



Lucas 15, 1-3. 11- 32

Para no pocos, Dios es cualquier cosa menos alguien capaz de poner alegría en su vida. Pensar en él les trae malos recuerdos: en su interior se despierta la idea de un ser amenazador y exigente, que hace la vida más fastidiosa, incómoda y peligrosa.
Poco a poco han prescindido de él. La fe ha quedado "reprimida" en su interior. Hoy no saben si creen o no creen. Se han quedado sin caminos hacia Dios. Algunos recuerdan todavía "la parábola del hijo pródigo", pero nunca la han escuchado en su corazón.
El verdadero protagonista de esa parábola es el padre. Por dos veces repite el mismo grito de alegría: "Este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y lo hemos encontrado". Este grito revela lo que hay en su corazón de padre.
A este padre no le preocupa su honor, sus intereses, ni el trato que le dan sus hijos. No emplea nunca un lenguaje moral. Solo piensa en la vida de su hijo: que no quede destruido, que no siga muerto, que no viva perdido sin conocer la alegría de la vida.
El relato describe con todo detalle el encuentro sorprendente del padre con el hijo que abandonó el hogar. Estando todavía lejos, el padre "lo vio" venir hambriento y humillado, y "se conmovió" hasta las entrañas. Esta mirada buena, llena de bondad y compasión es la que nos salva. Solo Dios nos mira así.
Enseguida "echa a correr". No es el hijo quien vuelve a casa. Es el padre el que sale corriendo y busca el abrazo con más ardor que su mismo hijo. "Se le echó al cuello y se puso a besarlo". Así está siempre Dios. Corriendo con los brazos abiertos hacia quienes vuelven a él.
El hijo comienza su confesión: la ha preparado largamente en su interior. El padre le interrumpe para ahorrarle más humillaciones. No le impone castigo alguno, no le exige ningún rito de expiación; no le pone condición alguna para acogerlo en casa. Sólo Dios acoge y protege así a los pecadores.
 El padre solo piensa en la dignidad de su hijo. Hay que actuar de prisa. Manda traer el mejor vestido, el anillo de hijo y las sandalias para entrar en casa. Así será recibido en un banquete que se celebra en su honor. El hijo ha de conocer junto a su padre la vida digna y dichosa que no ha podido disfrutar lejos de él.
Quien oiga esta parábola desde fuera, no entenderá nada. Seguirá caminando por la vida sin Dios. Quien la escuche en su corazón, tal vez llorará de alegría y agradecimiento. Sentirá por vez primera que en el misterio último de la vida hay Alguien que nos acoge y nos perdona porque solo quiere nuestra alegría.

José Antonio Pagola

martes, 5 de marzo de 2013

Antes que sea tarde.

Lucas 13: 1-9

Había pasado ya bastante tiempo desde que Jesús se había presentado en su pueblo de Nazaret como Profeta, enviado por el Espíritu de Dios para anunciar a los pobres la Buena Noticia. Sigue repitiendo incansable su mensaje: Dios está ya cerca, abriéndose camino para hacer un mundo más humano para todos.
Pero es realista. Jesús sabe bien que Dios no puede cambiar el mundo sin que nosotros cambiemos. Por eso se esfuerza en despertar en la gente la conversión: "Convertíos y creed en esta Buena Noticia". Ese empeño de Dios en hacer un mundo más humano será posible si respondemos acogiendo su proyecto.
Va pasando el tiempo y Jesús ve que la gente no reacciona a su llamada como sería su deseo. Son muchos los que vienen a escucharlo, pero no acaban de abrirse al "Reino de Dios". Jesús va a insistir. Es urgente cambiar antes que sea tarde.
En cierta ocasión cuenta una pequeña parábola. Un propietario de un terreno tiene plantada una higuera en medio de su viña. Año tras año, viene a buscar fruto en ella y no lo encuentra. Su decisión parece la más sensata: la higuera no da fruto y está ocupando inútilmente un terreno, lo más razonable es cortarla.
Pero el encargado de la viña reacciona de manera inesperada. ¿Por qué no dejarla todavía? Él conoce aquella higuera, la ha visto crecer, la ha cuidado, no la quiere ver morir. Él mismo le dedicará más tiempo y más cuidados, a ver si da fruto.
El relato se interrumpe bruscamente. La parábola queda abierta. El dueño de la viña y su encargado desaparecen de escena. Es la higuera la que decidirá su suerte final. Mientras tanto, recibirá más cuidados que nunca de ese viñador que nos hace pensar en Jesús, "el que ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido".
Lo que necesitamos hoy en la Iglesia no es solo introducir pequeñas reformas, promover el "aggiornamento" o cuidar la adaptación a nuestros tiempos. Necesitamos una conversión a nivel más profundo, un "corazón nuevo", una respuesta responsable y decidida a la llamada de Jesús a entrar en la dinámica del Reino de Dios.
Hemos de reaccionar antes que sea tarde. Jesús está vivo en medio de nosotros. Como el encargado de la viña, él cuida de nuestras comunidades cristianas, cada vez más frágiles y vulnerables. Él nos alimenta con su Evangelio, nos sostiene con su Espíritu.
Hemos de mirar el futuro con esperanza, al mismo tiempo que vamos creando ese clima nuevo de conversión y renovación que necesitamos tanto y que los decretos del Concilio Vaticano no han podido hasta hora consolidar en la Iglesia.

José Antonio Pagola