jueves, 28 de octubre de 2010

Creer en Dios.

Si un día me encontrara con uno de estos periodistas o sociólogos que van por la calle haciendo encuestas religiosas a la gente y me preguntaran si creo en Dios, me parece que me gustaría contestar que, a pesar de ser pastor protestante, no creo en él. Y al hacerlo, estoy convencido de que diría la verdad como creyente y como cristiano, porque cada día estoy más lejos de esta imagen estereotipada de Dios que se esconde detrás de las encuestas y que anida en la mente de la gente. También me gustaría dar un respuesta parecida sobre la existencia del diablo. Tengo muy claro que hay un dios en el que no creo. Es el Dios explicación, o el Dios proyección de nuestros deseos, o la máquina eterna que lo puso todo en movimiento, o el dios castigador que, a través de los siglos, ha sido el tormento de los hombres, o el dios manipulado que justifica la religión. No es realmente que no crea en él, ya que puede haber –y los hay- elementos válidos en todo esto. Mi respuesta sería como una especia de protesta para decir que la imagen que el mundo no creyente en general -y también muchos creyentes- tienen de Dios no se corresponde con la imagen que Cristo me ha enseñado a amar.


Hoy es difícil hablar de Dios porque, al hacerlo, en seguida te clasifican y te sitúan en un fichero en el que no te encuentras cómodo. Cuando hace muchos años leí el libro de Gironella “100 españoles y Dios”, recuerdo que me identifiqué mucho más con buen número de los que decían no creer en él que con el teísmo estéril de una mayoría que se confesaban creyentes. A la hora de tener que escoger uno de los bandos quizás me situaría en el de los clasificados como no creyentes que se toman la vida en serio que en el de los que, al mismo tiempo que dicen que creen en Dios, se han hecho de él una imagen idolátrica. Y quizás, al hacerlo así, me acercaría a aquellos cristianos de los primeros tiempos del cristianismo a los que los paganos acusaban de ser ateos.

Hay una imagen folclórica de Dios de la que me siento muy alejado. Sobre todo del Dios religioso, preocupado por si mismo, celoso de culte y enamorado de su gloria; el dios doctrinario y cruel, que tiene amigos y enemigos, que determina el futuro de los hombres según “la sana doctrina” y menosprecia la vida presente para centrarlo todo en un futuro más allá de la muerte; el dios simplista, el del cielo y el infierno, el del blanco o negro, el de religioso o ateo; el dios que no distingue, que es incapaz de ir más allá de los atributos que le otorgamos y que son como un corsé que le impide moverse con libertad, que le impide, incluso, ejercer su misericordia. No creo que este dios sea el Dios de los profetas, que amaba más la justicia que la fastuosidad del culto, ni el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo que recibe con un abrazo sin fin al hijo perdido, ni el del apóstol Pablo que perdona al culpable. Me gusta más el Dios de las prostitutas del evangelio que se adelantan a las grandes figuras del mundo religioso; el Dios de la mala fama, amigos de publicanos y pecadores; el Dios clavado en la cruz, indefenso e impotente; el Dios cuya grandeza es su capacidad de amar, de sacrificarse, de darse por nosotros; el Dios que ha querido estar presente en el mundo bajo la imagen del pan partido y el vino derramado, la imagen de la entrega total y absoluta que nos habla de la imptoencia del crucificado y de la fuerza del amor.

¿Quién es mi Dios? Me es muy difícil definirlo. Está muy por encima de mis capacidades de síntesis. Pero puedo decir que es el Dios ligado a la vida, a mi vida, a aquella vida que él creó y me ha dado. Creer en él, pues, es creer en la vida, en sus infinitas posibilidades, en su sentido de presente y de futuro, de inmanencia y trascendencia. Y también a la inversa: creer en la vida es creer en Él. No tenemos apenas herramientas a nuestro alcance para hablar con El con propiedad y exactitud. Estamos demasiado limitados. Pero Dios no es para ser definido mucho más allá de la definición de Juan:”Dios es amor”. El lenguaje propio en el contexto de Dios no es el de las definiciones, ni el que tiene necesidad de usar la tercera persona singular. Dios no habría de ser jamás El. Es siempre un Tú que nos confronta y del que no deberíamos hablar, sino hablarle. El lenguaje adecuado para Dios es finalmente, esencialmente, el de la oración, que es el lenguaje de la comunión, de la amistad, de la armonía. La persona humana que investiga en la profundidad de su vida, no encuentra allí un vacío, sino que encuentra a Dios, a pesar de que no lo conozca ni lo reconozca. Dios, como sentido de la vida, está escrito en cada una de las fibras de nuestro ser, sólo hay que dejarlo florecer, que salga fuera e ilumine la vida.

Día a día, en el mundo del evangelio, allí donde encontramos a Cristo, crecemos en el conocimiento de Dios. Día a día somos llamados a hacer nuestra su vida, en todo aquello que tiene de solidaridad con los más pequeños de nuestro mundo y en todo aquello que nos habla de esperanza y de eternidad. Dios es la presencia de un amor eterno e invisible que en Cristo se ha hecho visible y accesible a todos nosotros. En su compañía, siguiendo sus caminos, lo encontraremos como “el paracleto” (Jn 14,16), el consolador, el que siempre nos acompaña y nos salva del nihilismo de un mundo sin alma para mostrarnos que “la vida es más que el alimento y el cuerpo que el vestido”. Que más allá de comer y beber, llorar y reír, nacer y morir, crecer y envejecer, hay un sentido profundo de la vida que Cristo nos ha descubierto y que llamamos Dios. En Él, y sólo en Él, el mundo y la vida reencuentran su sentido,

Enric Capo

jueves, 21 de octubre de 2010

¿Qué imagen tenemos de Dios?

Las parábolas de Jesús
Tema 11

31 ¿A qué compararé la gente de este tiempo? ¿A qué se parece? 32 Se parece a los niños que se sientan a jugar en la plaza y gritan a sus compañeros: Tocamos la flauta y no bailasteis; cantamos canciones tristes y no llorasteis. 33 Porque vino Juan el Bautista, que ni come pan ni bebe vino y decís que tiene un demonio. 34 Luego ha venido el Hijo del hombre, que come y bebe, y decís que es un glotón y bebedor, amigo de gente de mala fama y de los que cobran los impuestos para Roma. 35 Pero la sabiduría de Dios se demuestra por todos sus resultados. Lc.15

I. Introducción.

A Jesús le gustan los niños. Los niños en sus juegos imitan a los mayores y a sus profesiones. Jesús utiliza la imagen de un niño cuando quiere explicar lo sencillo y primordial. Jesús muchas veces los contrapone a la figura de los fariseos y los doctores de la Ley cuando pone ejemplos de los que rechazan los propósitos de Dios para ellos. Lc.7: 2. Pretendiendo ser religiosos se otorgan el derecho de hacer danzar a los demás al son de su música. Actuando como niños caprichosos que ni juegan ni dejan jugar.

La arrogancia de tales personas es tal que no sólo rechazan al precursor del Mesías; sino al propio Mesías. Al primero por los reproches que hace, al segundo por las noticias de gracias que trae. Juan es demasiado severo. Jesús demasiado tolerante. Juan es un intransigente. Jesús es un indulgente. Juan es un fanático. Jesús un amigo de la gentuza.

¿Qué imagen tenían los contemporáneos sobre Jesús? Para los adversarios intelectuales era un sentimental. Para los judíos un soñador. Para los zelotes era prudente. Para los saduceos un revolucionario. Para los fariseos un liberal. Para los tibios un atrevido.

Estos niños de los cuales habla la parábola representan a todos aquellos que no quieren escuchar a Jesús, los que no aceptan sus críticas, sus desafíos. Juan era molesto por su llamada al arrepentimiento. Jesús molesta porque promete la salvación. Porque invita a no quedarse inmóvil. Porque invita a crecer.

II. ¿Qué mundo describe la parábola?

En el entorno de Jesús, como en cualquier comunidad, hay personas descontentas, inconformes, o personas que sufren el mal de Laodicea, Ap. 3:15-16; o sea la tibieza espiritual. Esa gente que no se compromete con nada. Hay gente que siempre está diciendo a los demás lo que han de hacer; pero ellos nunca lo hacen. Hay doctores de la Ley, jueces implacables que denigran todo lo que los demás hacen; pero que no ofrecen otra alternativa. Están los descontentos eternos, los que nunca se hace nada bien.

Jesús está viendo adultos y niños a su alrededor llenos de posibilidades si se atreviesen a llegar hasta el final de sus sueños. Pues Jesús sabe que cuando se pierde la ilusión y los ideales el fervor se desvanece. Cuando la gente está cansada de lidiar lo único que hace es proyectar su amargura sobre los demás para hacer su vida más llevadera. A gente así Jesús les dice: Venid a mí los que estáis fatigados y cansados y yo os haré descansar. Mt. 11: 28.

III. ¿Qué juego propone Dios?

La propuesta de Dios es que participemos en su juego. Un juego donde hay un programa de iniciativas capaces de transformar nuestra existencia y nuestro mundo. Pero hay que responder a esta invitación.

La tentación a inhibirse es muy general. De hecho la mayoría de las veces preferimos no entrar en el juego y para ello nos inventamos miles de excusas. Jesús sabe que el mayor enemigo del progreso personal, de todo gran entusiasmo, es el virus de la apatía.

La frase con la que acaba la parábola está hecha en un tono enigmático: Pero la sabiduría de Dios se demuestra por todos sus resultados. O sea, que la madurez se demuestra con resultados. Son los sensatos los que demuestran coherencia con sus actos. Si queremos mostrar lo acertado de nuestra posición hay que hacer tangible los hechos, no basta con argumentaciones teóricas.

El juego que propone esta parábola es un juego doble: fiesta y funeral. Hay amor, perdón, entusiasmo; pero también hay reflexión, arrepentimiento, disciplina. La sabiduría es saber reaccionar positivamente ante ambas. Es saber disfrutar de las bendiciones de cada día a la vez que saber sepultar lo que no nos convenga. Hay que saber soportar la bronca de Juan y el abrazo de Jesús. hay que saber enterrar el viejo hombre que llevamos dentro y alegrarse con la buena noticia de ser invitado a la boda del Cordero.

miércoles, 20 de octubre de 2010

¿Dónde está la patria?

Queriendo yo un día
saber qué es la Patria,
me dijo un anciano
que mucho la amaba:
la Patria se siente,
no tiene palabras
que claro la expliquen
las lenguas humanas.
Allí donde todas
las cosas nos hablan,
con voz que hasta el fondo
penetra del alma;
allí, donde están
los parques, las plazas
lugares amados
desde nuestra infancia.
Allí donde empieza
la breve jornada
que al hombre en el mundo
los cielos señalan.
Allí donde el canto
materno arrullaba
la cuna, del hijo
velado hasta el alba.
Allí, donde en tierra
bendita y sagrada,
de abuelos y padres
los restos descansan.
Allí donde eleva
su techo la casa
de nuestros mayores,
¡Allí está la Patria!

martes, 19 de octubre de 2010

Los caminos que recorremos.

14 Cuando ya no le quedaba nada, vino sobre aquella tierra una época de hambre terrible y él comenzó a pasar necesidad. 15 Fue a pedirle trabajo a uno del lugar, que le mandó a sus campos a cuidar cerdos. 16 Y él deseaba llenar el estómago de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie se las daba.17 Al fin se puso a pensar: ¡Cuántos trabajadores en la casa de mi padre tienen comida de sobra, mientras que aquí yo me muero de hambre! 18 Volveré a la casa de mi padre y le diré: Padre, he pecado contra Dios y contra ti, 19 y ya no merezco llamarme tu hijo: trátame como a uno de tus trabajadores. 20 Así que se puso en camino… Lc.15

I. Introducción

El hermano menor de nuestra historia es un pobre hombre. Dejó su casa lleno de orgullo y de dinero y se fue a vivir su propia vida. Ahora está sin nada: dinero, salud, honor, dignidad, reputación. No le queda nada. Sólo puede hacer un viaje humillante. De regreso a casa.

II. Cuando nos perdemos

Dice el Diccionario que “perderse” es no hallar el camino, extraviarse. Generalmente cuando estamos perdidos o desorientado volvemos atrás para recordar, para recobrar el rumbo. Volvemos a nuestra casa cuando estamos perdidos, cuando nuestros planes no han funcionado, cuando nos ha ido mal.

En el plano espiritual podemos darnos cuenta que en medida que nos alejamos del lugar donde habita Dios, menos soy capaz d oír su voz. Y entre menos escucho su voz más me enredo en las manipulaciones y juegos de poder de la cultura imperante.

Algunas personas suelen pensar que tienen un hogar, nadie que les quiera o estime y ven que otros parecen estar mejor que ellos. Entonces nos preguntamos: ¿Qué puedo hacer para llegar a dónde están ellos?. Las repuestas son muy variadas: Nos empeñamos en agradar, en tener éxito, en ser reconocidos. Y es que cuando me siento fracasado mi vida se llena de celos y remordimientos. Me pongo a la defensiva, estoy en guardia siempre, susceptible, y el miedo se apodera de mí, porque temo no alcanzar lo que quiero o perderé lo que tengo. Estamos perdidos cuando estamos enredados entre los deseos y las necesidades y se nos olvidan nuestras motivaciones. Estoy perdido cuando busco culpables a mi situación, cuando rebusco argumentos para justificar mi desconfianza. Estoy perdido cuando uso con mucha ligereza la frase: No me fío. El no fiarse es lo contrario a tener fe.
Es medio de mi falta de rumbo cotidiano cuando me pregunto: ¿Alguien me quiere?.Y es que el mundo que conozco se ha vuelto oscuro. Mi corazón está endurecido. Mi cuerpo lleno de tristezas. Y me he convertido en un alma perdida.

¿Cómo sabemos que estamos perdidos? Cuando nadie a nuestro alrededor muestra interés en nosotros. Cuando nadie nos busca. Cuando nadie pregunta por mí. Cuando falto a la Iglesia y nadie me llama.

III. Reclamar nuestra infancia

Aunque el joven de nuestra historia lo ha perdido todo sigue siendo el hijo de su padre. Quizás la mejor manera de expresar el regreso del hijo menor de nuestra historia sea: y ya no merezco llamarme tu hijo. El regreso ocurre en el mismo instante que el muchacho reclama el vínculo filial. Cuando perdemos todo podemos ver nuestra identidad tal cual es. Sin adornos. Parece ser que cuando lo perdemos todo es cuando nos encontramos con nosotros mismos. Parece ser que cuando somos tratados como un cerdo, es que recordamos que somos un ser humano, un hijo de nuestro padre.
Escuchar nuestra voz no es una tarea fácil. Las otras voces que escucho me dicen que no soy bueno y que sólo lo seré si tengo éxito. Pero ser hijo no tiene nada que ver con hacer algo por merecerlo. Tenemos que recordar nuestra infancia.

Pero abandonar el lugar donde estamos y regresar a casa no es fácil. Tenemos que preparar un escenario. Pensar en lo que vamos a decir. Buscando excusas. Generalmente los cristianos cuando regresan a Dios caminan hacia El con la cabeza baja cómo si El les exigiera una explicación de antemano. Y es que seguimos considerando el amor de Dios como algo condicional. Como el amor a la familia, a la pareja, a la tierra, a la Iglesia.

Mientras caminamos a casa me pregunto una y mil veces: ¿Me recibirán bien? Pero en realidad nuestros caminos de regreso están llenos de culpabilidad por nuestro pasado y de preocupación por el futuro.

Tener fe en que nos quieren y nos perdonan no llega tan fácil. Mi experiencia me dice que somos perdonados cuando el otro ha renunciado a la venganza y me muestra cariño.

Los cristianos y la Verdad.

Me doy cuenta de que en mis artículos me repito. Me siento tan a menudo descalificado por mis convicciones teológicas, que me obsesiona todo aquello que tiene que ver con la confesión de la fe y la verdad religiosa. Normalmente, mis críticos me acusan de pretender tener la verdad y de descalificar a los demás, cosa que me niego a aceptar. Yo no tengo, y no he pretendido tener jamás, la verdad religiosa absoluta. Trato de encontrar mi camino entre los caminos que otros han seguido antes de mí, sin descalificar a los demás. Pero también me niego a comulgar con ruedas de molino. Hay cosas, en nuestro pequeño mundo religioso, que son imposibles de tragar. Y esto hay que decirlo. La fe cristiana no es siempre racional ni razonable. Pablo nos dirá que para el mundo es locura o absurda, y esto es así; pero no hay por qué defender nuestras formulaciones doctrinales contra toda evidencia. Hay que buscar caminos de reconciliación entre la fe y el pensamiento del mundo moderno, entre fe y razón, o entre fe y ciencia. Si alguno dice que el relato de la creación del Génesis tiene un sentido literal e histórico, hay que decirle que está equivocado y que debe rectificar. La evidencia está totalmente en contra.

Estos últimos días he estado leyendo el libro Por qué soy cristiano1 del filósofo español José Antonio Marina, un cristiano atípico pero que se mantiene en el ámbito de la fe cristiana, aunque muchos creyentes no lo aceptarían. En este libro, este filósofo propone la teoría de la doble verdad o de los dos niveles de verdad: la verdad privada, aquella que es propia y personal, pero que no recibe el refrendo de la evidencia, y la verdad universal, es decir, aquella otra que tiene validez general y que viene avalada por el consenso de todos. Si aceptamos esta teoría, debemos concluir que todo lo que se refiere a la religión, sea cual fuere, cae dentro del ámbito de la verdad privada. Pueden darse en su seno verdades absolutas, como lo afirmamos los cristianos, pero éstas no tienen el respaldo de la evidencia y, por tanto, las hemos de vivir en el marco de la verdad privada. Son nuestras verdades, pero no son necesariamente las del vecino. Por tanto, no podemos exigir la aceptación de los demás.

La Iglesia Católica que, durante el franquismo, elevó las verdades privadas a verdades absolutas (es decir, pretendió hacerlo), se ha dado cuenta de la debilidad de su argumentación y ahora, en sus relaciones con el estado y con la sociedad, trata de mantener posturas parecidas, pero defendiéndolas desde la ley natural, algo que difícilmente puede concretarse. Así, a partir de esta premisa, se defiende la oposición al aborto, a la homosexualidad, a la eutanasia, etc. Dice no defender dogmas religiosos, como en el pasado, sino la ley natural. Posturas parecidas encontramos actualmente en cristianos conservadores y fundamentalistas.

La confusión entre verdades privadas y verdades absolutas es algo que los cristianos deberíamos evitar siempre. Debemos hacerlo en el marco de la sociedad en general, donde no podemos exigir que los no creyentes acepten nuestras verdades, pero también en al ámbito de las relaciones entre nosotros mismos. Incluso en el caso en que todos estuviéramos de acuerdo en conceder a la Biblia un carácter normativo absoluto –cosa que está lejos de ser una realidad- de ninguna manera tendríamos derecho a atribuirlo a nuestras interpretaciones, que son muchas y variadas. Y esto está sucediendo, especialmente en los círculos conservadores y fundamentalistas. Parece que los que no pertenecemos a estos círculos estemos siempre obsesionados en atribuirles actitudes intolerantes, pero creo que es un hecho que los liberales, si así queremos denominarlos, no niegan el pan y la sal a los conservadores, es decir, no ponen en duda su fe cristiana, pero es una realidad que éstos sí niegan, a los que no piensan como ellos, la autenticidad de su fe.

Otra idea que preside el libro de José Antonio Marina es lo que él considera un error de la Iglesia al poner, en el centro de su reflexión y de su práctica, la ortodoxia doctrinal. La historia de la Iglesia es un impresentable espectáculo de luchas fratricidas en nombre de la doctrina correcta. Desde el Concilio de Nicea con sus discusiones cristológicas, de donde surgió el dicho popular “armar la de Dios es Cristo”, hasta las actuales descalificaciones de creyentes por cuestiones doctrinales, pasando por la Inquisición, las cruzadas y las guerras de religión, no ha cesado la lucha, a menudo feroz, por la verdad doctrinal. No se ha tratado de la búsqueda de Aquel que nos dijo “yo soy… la Verdad”, sino de la búsqueda de definiciones. No sólo las iglesias tienen sumo cuidado en redactar sus confesiones de fe, sino que nos encontramos con el hecho de que cualquier organismo nuevo que se cree, se siente en la obligación de poner delante de sus estatutos un credo que, no solamente los identifique, sino que impida la entrada a los que no son como ellos. Así lo hizo la llamada Agrupación de Escritores y Comunicadores Evangélicos, en la que sólo los conservadores son aceptados, y así lo van haciendo otros organismos. Ante mi tengo, en mi mesa de despacho, la propuesta de estatutos de la Asociación de Ministros del Evangelio de Catalunya en la que (¿Cómo no?) figura una estrecha confesión de fe que, suponemos, se nos exigirá aceptar si queremos pertenecer a ella.

Desde la publicación de The Fundamentals, a finales del siglos XIX, estamos viviendo entre nosotros una “dogmatitits” aguda, una enfermedad que se ha hecho crónica en la Iglesia Católica y que, en los últimos tiempos, está afectando peligrosamente a las iglesias evangélicas. Y esto es muy dañino para ellas mismas, que ponen la letra por encima del espíritu, y sobre todo para las relaciones entre los cristianos. De alguna forma es como si estuviéramos volviendo al gnosticismo para el que el conocimiento era prioritario. Parece que lo más importante en la iglesia es la doctrina, una formulación perfecta de las bases doctrinales. Sin ellas parece que no hay ninguna posibilidad de ser cristiano. Estamos muy lejos de aquella confesión primitiva que se exigía a los candidatos al bautismo: “Jesucristo es el Señor”. Ahora, según algunos, hay que afirmar esto y un montón de cosas más. Imprescindibles para la salvación.

Quisiera terminar este artículo mencionando una propuesta del mismo filósofo citado anteriormente. Propone que las iglesias y las religiones no deberían poner como meta de sus esfuerzos el logos, sino el ágape. Si lo hiciéramos así, empezaríamos un camino en el que todos podríamos encontrarnos. Valdría la pena explorar en el futuro los pros y los contras de esta propuesta que consiste en sustituir el concepto de Verdad, que es inalcanzable, por el de Bien. En el logos no hay posibilidad de entendimiento, pero en el ágape todos, incluso los ateos, podríamos coincidir plenamente, porque el ágape es lo más cercano posible a una verdad universal y todas las religiones están de acuerdo en el resumen de la ley que nos hizo Cristo: “Amarás al Señor tu Dios…amarás a tu prójimo…”

Enric Capó

1 Por qué soy cristiano. José Antonio Marina. Editorial Anagrama. Barcelona 2006

lunes, 18 de octubre de 2010

Actitudes correctas.

Me lo dijo un pastor francés haciendo referencia al control de la velocidad de los coches: “Superar los límites de velocidad en la carretera o en las calles de la ciudad, sólo es pecado si te cogen”. Evidentemente, era una broma. Primero, porque la frase no se aviene con nuestro talante protestante y, segundo, porque hablar de pecado en este contexto –y también en otros muchos en que los hacemos- no tiene apenas sentido. Eso del pecado es un concepto a revisar y una palabra quizás a evitar. Va tan cargada de ideas falsas y tiene un contenido tan marcadamente religioso, que prácticamente ya no nos sirve. Tipifica conductas y actos que no se avienen con la forma de hacer de nuestra sociedad y que se desprecian como escrúpulos de sacristía.

Sin embargo, la desobediencia civil al Código de Circulación, o a la normativa municipal, o a cualquier otra de las disposiciones que regulan la convivencia, forma parte de un planteamiento erróneo de la vida. Y esto sí que el “pecado”. En nuestra tradición protestante, enraizada en la Biblia, el pecado no es un acto aislado que podamos cuantificar y definir en grados de mayor o menor gravedad. Hablado teológicamente, el pecado no es tanto un acto como una actitud. Se refiere no tanto a los errores o acciones malas que podamos cometer, como a una actitud global de la vida delante de Dios y de los hombres. Se trata especialmente de direcciones, tendencia, objetivos.

Si alguien me dice que ir a 120 km/h en lugar del límite establecido de 90 Km/h es pecado, esto me hace sonreír. Introduce en la vida de la fe un elemento que no le es propio. Reduce mi religiosidad a cuestiones puntuales y, entonces, a partir de este postulado, se puede discutir, como se hace a menudo en la Iglesia Católica, si es un pecado venial o mortal. Mi relación con Dios, aquella que rompió el pecado, no puede quedar afectada por actos de esta naturaleza, porque sólo tiene que ver con el planteamiento fundamental que yo he dado a mi vida en relación a la exigencia de Dios y sus repercusiones en el marco de la vida humana.

Y esto sí que tiene que ver con mis actitudes delante del Código de Circulación. En un momento dado, puedo desobedecer una señal de circulación, pero esto no lo pondré en el apartado “pecado”. Será un acto negativo que habré realizado en el marco de mis obligaciones ciudadanas y basta. Pero, de todas formas, no dejara de tener connotaciones humanas y, por tanto, religiosas. Porque toda nuestra vida está determinada por nuestras decisiones fundamentales. Y esto es el que, en el contexto de la circulación, exige nuestra fe.

Nuestra fe no nos obliga a la obediencia de normas que nos vienen de fuera. Lo que es permitido o prohibido en el ámbito, por ejemplo, de la ciudad, no tiene por qué tener nada que ver con mis obligaciones religiosas, si las tuviera. Pero el que sí importa es la actitud fundamental de mi vida: qué es lo que me motiva, hacia donde voy, cual es la relación que sigo con respecto a los demás y cuales son mis obligaciones hacia ellos. El pecado no serán las acciones individuales y concretas cometidas, sino la orientación de la vida.

La dirección correcta es orientar la vida hacia el servicio, la solidaridad y el amor. Esto nos marcará pautas de conducta, sin tener que recorrer a una contabilidad de pecados.

Enric Capó

jueves, 14 de octubre de 2010

Estoy enfermo, pero no maldito.

A los dos años de la primera quimioterapía por cáncer de estómago el médico me dá la noticia que hay metástasis. Que la enfermedad avanza ahora en los pulmones. Cuando los procesos se aceleran y el tiempo se acorta, se aprovechan horas de dormir sin sueño para pensar y reflexionar.
Primeramente quiero decir que en un mundo enfermo no es fácil estar sano. También quiero decir que el cáncer es una enfermedad, pero no es una maldición. Muchas personas se curan y con los años será una enfermedad crónica como otras. Así que no hay que temer a decir la palabra cáncer.
En mi caso ha sido un reto. Una especie de lucha para mirar hacia el futuro. Ya sé que es una lección dura; pero peor sería estar enfermo y no haber aprendido nada de la vida. Sería como haber perdido el tiempo. La primera cosa que he aprendido es a ser agradecido. Así que doy gracias a Dios por mostrarme la otra cara de mi humanidad: la de la enfermedad.
Mucha gente no sabe que he llevado una vida díficil, peleona, tensa, polémica. De hecho no me he reservado nada para mí y siempre me fui a la cama cansado. Si de algún pecado he de arrepentirme ahora es el de haber intentado imponer mis criterios y visión de la vida a los demás. Así que también he aprendido a pedir perdón a todos aquellos a quienes cause mal por mi actitud.
He aprendido que una cosa es evangelizar y otra religiosizar. Así que le pediría a la Iglesia, con humildad, que retome el evangelio, que lo vuelva a leer; porque sin duda alguna en algo nos hemos equivocado.
He aprendido a que soy frágil. A que soy débil. Y que no hay error en confesarlo. Que también los pastores nos enfermamos y morimos como las ovejas. Pero es en medio de este estado de agotamiento físico que Dios se hace patente. En los amigos, en la familia, en los desconocidos, en todos estos he visto la mano de Dios y la sombra de su compañía. Cuando tienes personas tan válidas así, entonces despedirse es más soportable.
Y por último he aprendido que no vale la pena quejarme tanto de mi suerte y sí mirar mi experiencia en este mundo como un regalo. Que ya solo aspiro a estar unido a Dios. Que esto y no otra cosa es la salvación que nos habían prometido.
Cuando hableís de mí o me recordeís no lo hagaís como alguien que ha muerto, sino como alguien que ha hecho un viaje con fe.
Les abrazo.

Jesús Santamaría.

sábado, 9 de octubre de 2010

Nuestra oración: entre la tradición y la reflexión.

Mt. 6: 7-8

Querida iglesia:

Hemos llegado a una parte del Sermón de la Montaña donde comienzan a darse instrucciones sobre lo que no deben hacer los cristianos. Pero esta vez referidos a la oración. Si hace algunos domingos tratábamos de entender porque Jesús nos pide que no seamos hipócritas en nuestra manera de orar, hoy, el asunto va de las “vanas repeticiones” o de las expresiones mecánicas y sin significados.

De las vanas repeticiones se está refiriendo a los fariseos. En las expresiones mecánicas a los paganos. ¿Hay algún fariseo entre nosotros? ¿Hay algún pagano hoy aquí?

¿Por qué ora el cristiano? Pablo sugiere que para dar gloria a Dios. Pero esta es una sugerencia poco pragmática para nosotros. La cruda realidad es que oramos para pedirle cosas a Dios. Y a veces usas un lenguaje muy adornado, pero es solo un lenguaje que acaba en peticiones personales.

Si miran el texto, Jesús lo que hace es contrastar dos opciones para esclarecer el camino. Un camino que recorre el fariseo y el pagano; y otro que ha de recorrer el cristiano.

Veamos el v.7. ¿Cómo es la oración de los paganos? Aquí se hace uso de un verbo en griego que no se conoce mucho battologeo. Que viene a significar en el castellano que se habla en este valle algo así como balbucear o tartamudear o repetir una sílaba constantemente. Por eso la VRV de la cual tanto uso hemos venido haciendo es engañosa al menos en este versículo. La crítica de Jesús no es tanta a la repetición como a la banalidad de las palabras. Jesús no puede estar en contra de toda repetición puesto que él mismo oro repetidamente en Getsemaní. Pueden verlo en Mt.26:44. Sospecho que la crítica es hacia los que oran sin pensar usando palabrerías, a los que van de cuenta en cuenta del rosario de manera irreflexiva, a los que recitan una oración que alguien les escribió con los labios, mientras su corazón está lejos de Dios.

La gente que ora así, cree que mientras más palabras dice, Dios le oirá mejor. Y yo me preguntó: ¿Qué tipo de Dios es ese que se deja impresionar por tantas palabras o por tantas oraciones mecánicas?¿En qué tipo de Dios yo he creído que lleva un registro de cuantas oraciones hago al día para concederme lo que le pido?

Quizás ahora podemos ver el v.8. ¿Por qué Jesús no quiere que seamos como esas personas? Quizás la respuesta está en que los cristianos no creemos en Dios de ese tipo. No nos hacemos como ellos porque no pensamos como ellos. Dice Jesús que Dios sabe de antemano lo que necesitamos. No es un ignorante. No es un indeciso. ¿Entonces si Dios sabe lo que necesitamos por qué oramos? La mejor respuesta la he encontrado en Calvino. Jean Calvino. “los creyentes no oran para informar a Dios de las cosas que necesitan…oran para que sean movidos a buscarlas, oran para que ejerciten su fe en las promesas”

Si la oración de los fariseos era hipócrita y la de los paganos era mecánica, entonces la oración de los cristianos ha de ser real, sincera, reflexiva. Jesús pretendía que nuestras mentes y corazones estuviesen involucrados en lo que dijéramos. Que fuera el camino para mantener iniciar y mantener una comunión verdadera con nuestro Padre celestial.

Nuestra manera de orar dice a qué Dios oramos. Por eso Jesús propone que comencemos nuestra oración diciendo: Padre nuestro que estás…..

Amén

domingo, 3 de octubre de 2010

¿Protestantes? Si, protestantes.

En la sección Vivir el Evangelio Hoy, del número 20 de Cristianismo Protestante, Alfredo Abad hace una reflexión muy acertada, bajo mi punto de vista, sobre la conveniencia de preferir el término protestante al de evangélico y, al leerla, recordé el origen de los dos términos y se me ocurrió pensar que podía ser interesante para algún lector el conocer el porqué de esa disparidad de criterios.

En los doce años que transcurrieron desde 1517, año que se considera inicio de la Reforma Protestante, hasta la celebración de la segunda Dieta de Spira en 1529 hubo una serie de acontecimientos que más tenían que ver con el reparto de poder político y económico entre el Estado Pontificio, el Emperador Carlos V y los príncipes alemanes que con la reforma circunscrita al ámbito teológico, que es lo que quiso impulsar Lutero.

Esta reforma originariamente religiosa fue utilizada por los príncipes alemanes para ganar independencia y autonomía respecto de Roma y del Emperador, y así, en 1529 Carlos V intentó obligar a los príncipes que habían abrazado el luteranismo a volver a la situación de sumisión hacia él y el papado anterior a la aparición en escena de Lutero y su “nueva” forma de religión. La respuesta de los príncipes fue la siguiente: “Protestamos ante Dios, el único creador, redentor y juez último de todos, que no podemos aceptar lo decretado porque hacerlo sería contrario a Dios, a su palabra sagrada, a nuestra conciencia, a la salvación de las almas y al último edicto de Spira” (Hay que aclarar que en la primera Dieta de Spira celebrada tres años antes los príncipes alemanes habían conseguido alcanzar cotas altas de independencia en lo referente a libertad de actuación y de conciencia para poder elegir otra forma de vivir la fe, distinta del catolicismo romano). Pues bien, este “Protestamos” utilizado en la fórmula para rechazar un decreto que pretendía anular esta autonomía y libertad de conciencia obtenidas, desmarcándose de Roma y el Emperador, apoyándose en la teología luterana, es lo que dio lugar a que, desde entonces, los que rechazaban la autoridad de Roma fuesen llamados protestantes.

No hace falta recordar a nadie que, por su parte, Lutero lo que buscaba era una vuelta a los orígenes evangélicos de la fe cristiana, por lo que él mismo para referirse a lo que tenía que ver con su “reforma” de la Iglesia utilizaba el término evangélico; y éste fue adoptado por iglesias tanto luteranas como reformadas europeas para autodenominarse. (No lo sé a ciencia cierta, pero quizá la E de Evangélica de la I.E.E. se pudiera adscribir aquí) De ahí que, en algunos contextos, los términos evangélico y protestante sean sinónimos.

El problema surge cuando, con el tiempo, a esta acepción de evangélico en el sentido de protestante se le une una nueva acepción por coincidir en forma con el término que es el resultado de la traducción de la palabra inglesa evangelical, que en castellano da evangélico. En el ámbito anglosajón, evangelical es un grupo concreto dentro del protestantismo, con unas tendencias propias y una orientación teológica muy definida, que podríamos resumir a grandes rasgos como literalista en la interpretación de los textos bíblicos, a los que considera infalibles (fundamentalismo); pietista, enfatizando la necesidad de la conversión y profesión de fe del individuo; carismática, haciendo mucho hincapié en la acción del Espíritu y sus dones y muy conservadora en lo tocante a ética sexual y otras normas de comportamiento social.

Estos evangelicals son muy dinámicos y para ellos la participación en la expansión de su doctrina es un componente muy importante a la hora de vivir su fe, de ahí el auge de este “movimiento evangélico” no ya en países de la órbita anglosajona, sino en general por todo el mundo y, por supuesto, en España. Ya en 1968, el pastor de la I.E.E. Daniel Vidal, en su libro Nosotros, los Protestantes Españoles se refiere a ellos y se pregunta, a mi juicio con razón, hasta qué punto podían constituir una amenaza para el protestantismo español, enraizado en el protestantismo histórico europeo, el que surge de las Reformas del siglo XVI, y no en este otro movimiento, más reciente, nacido allende los mares.

Una vez analizada la cuestión de los términos, cada uno sabrá si prefiere uno u otro para referirse a sí mismo, dependiendo de la doctrina que le sea más afín y su forma de vivirla: la I.E.E. es lo suficientemente amplia como para abarcar a la vez comunidades que se alinean en el campo del protestantismo histórico, mientras que otras simpatizan más con las corrientes “evangélicas” según la acepción traducida del inglés.

Volviendo al tema que ha dado lugar a toda esta reflexión, la preferencia de protestante sobre evangélico, que comentaba Alfredo Abad: estoy completamente de acuerdo con él y con los razonamientos que da para preferir un término sobre otro, y por eso no voy a ahondar en el tema. Sin embargo, hay algo que me preocupa y que quiero exponer en este foro, y es lo siguiente: si bien los que componen las familias protestante y evangélica pueden tener más o menos claro decidir usar un término u otro, dependiendo de la manera de cada cual para ver las cosas, ¿qué pasa con la sociedad española en su conjunto? ¿Se aclaran los españoles en general con este vocabulario, o su desconocimiento de la realidad protestante y evangélica va mucho más allá de esta sutileza terminológica?

Posiblemente sea debido a tantos años de catolicismo romano como religión oficial del Estado, pero lo cierto es que, incluso hablando con personas de un nivel cultural muy aceptable, se detecta una falta de información grande en este sentido: los hay que sólo saben de Calvino que mandó quemar a Miguel Servet y de Lutero que fue un hereje contumaz que rompió con Roma cuando, a la luz de lo sucedido, más bien fue Roma la que rompió con Lutero. Con Zwinglio mejor ni intentarlo. Y luego están los que, sin entrar en consideraciones históricas, piensan que los protestantes son los mormones y los testigos de Jehová.

En cualquier caso, la idea predominante es negativa, y de ahí el recelo, la desconfianza, que surgen inevitablemente del desconocimiento de una realidad histórica, cultural y religiosa distinta, por supuesto, de la realidad histórica, cultural y religiosa imperante y oficial durante mucho tiempo en este país. Mi pregunta ahora es si se puede pensar en algún medio a nivel de Iglesia Evangélica Española, con presencia real en España desde 1869, como figura en su logotipo, para remediar esta situación injusta y, cuando digo injusta, no me refiero sólo a los protestantes: también lo es para los que no lo son, pues se les ha estado privando durante muchos años del conocimiento (y posible disfrute) de esta herencia que, aunque no haya sido la oficial, como españoles, también les pertenece y a la cual tienen derecho.


Araceli Buj