martes, 31 de mayo de 2016

La mesa inclusiva

Yo soy hijo de pastor. Durante la mayoría de los años de mi juventud mi padre servía en iglesias metodistas en pueblos de entre 3.000 y 8.000 habitantes; por tanto, yo y mis hermanos éramos personajes conocidos. “¡Ahí va el hijo del pastor metodista!” Lagente esperaba de nosotros una de estas dos cosas,o que los hijos del pastor fuéramos los “mejores” o que estuviéramos entre los “peores”, en cuanto al comportamiento. Yo nunca podía ganar, porque si era bueno,esperaban que fuera malo, y siera malo, esperaban que fuera bueno.
Con esta historia no me sorprende cuando un domingo mi propio hijo adolescente,también hijo de pastor, toma la Santa Cena, y horasdespués cuestiona la divinidadde Jesús. “Dios está bien, pero afirmar que Jesús era Dios es una pasada.”
No me sorprende ni me escandaliza porque reconozcolas características de la adolescencia. Está cuestionando su propio sentido de identidad y definiendo su sentidode persona. Sin embargo, hay de notar que libremente tomó la Santa Cena. Además,ha sido confirmado y ha hecho una confesión de fe hace unos años. Casi todo creyente serio tiene períodos de afirmación plena de fe yde dudas profundas. En ese mismo culto de Santa Cena estuvo presente unmatrimonio en el que ella escreyente de toda la vida, pero su marido no es de clara confesión cristiana. Él es unode los millones de españoles que ha rechazado la espiritualidad cristiana en su formacatólica y ya no confía en ninguna confesión cristiana como vehículo para expresar yvivir su espiritualidad. Él ha adoptado el budismopara canalizar su sentido de serespiritual. Sin embargo, acompañó a su esposa a laiglesia y comulgó en la Mesa del Señor.¿Servirías la Santa Cena a personas como estas? Séque hay prácticas bien diferentesen las iglesias evangélicas. Algunos tienen más restricciones sobre el acceso a la Mesa y otros menos. Mi tradición, la metodista, tiene lapolítica de la Comunión abierta.
Con este artículo afirmo que la Mesa del Señor abierta e inclusiva tiene sentido yofrece posibilidades para avanzar el Evangelio.¿Es necesaria la confesión de fe para ser recibidoen la Mesa del Señor?En la famosa noche de la pascua judía cuando Jesúsinauguró el sacramento de la última cena, ¿qué creían los doce apóstoles? Si tuvieran que escribir su propia declaración de fe como requisito para sentarse a la Mesa,¿qué hubieran dicho? Por poner lapregunta de otra manera, ¿qué les califica para estar presentes?La invitación de Jesús. Nada más,simplemente la invitación de Jesús. Él es el anfitrión y el paterfamilias dela noche. Él determina quien puede o no puede sentarse alrededor de la Mesa. Si alguien está presente cuya teología no es correcta, ocuyas motivaciones son sospechosas, corresponde a Jesús, quien conoce los corazones de todos, negarle entrada a laMesa. Y sabemos que uno de los principales líderesde ellos le negará esta misma noche, y otro le traicionará. Jesús invita e incluyea quienes quiere.
Esta simple observación ya da una buena base para tener una política de Mesa incluiva. Jesús invita, y los mismísimos doce apóstolesno tenían bien clara su fe esta noche. No eran unos “super santos”. Eran personas normales, pecadores todos, con variantes teológicas y con una fe en plena evolución, que en realidad era más duda yconfusión que fe.
  La santidad contagiosa 
El gesto de la Mesa restringida pretende proteger la santidad del momento. Obviamente nadie quiere cometer un sacrilegio en un culto, pero creo que estamos operando con una idea equivocada de la santidad. En realidad estamos operando con laidea farisáica de santidad en vez de la de Jesús. Para los fariseos determinadas cosasson santas, y tenemos que edificar un muro de protección alrededor de ellas, porquesi entran en contacto con alguien impuro se contamina lo sagrado. La organizacióndel templo fue diseñada para evitar que gentiles ypersonas no suficientemente sagradas entrasen en contacto con lo sagrado. Con esta mentalidad los fariseos criticana Jesús por su contacto con los “impuros”, los pecadores, leprosos, prostitutas yotros. (No le critican por asociarse con un rico, sin embargo.)Jesús opera con un concepto diferente de santidad.
En vez de ser una santidad quepuede ser contaminada es una santidad contagiosa. Jesús no es contaminado por lamujer que lava sus pies con sus lágrimas, sino al contrario, él le contagia a ella con susantidad. Jesús la hace santa. ¿Por qué consideramos que los doce apóstoles son santos? Precisamente porque han estado con Jesús, y elencargo que Jesús les hace y refuerza con el don del Espíritu en Pentecostés es que ellos y la Iglesia continúan el ministerio de Jesús. La misión de la Iglesia es de santificar o “contagiar” al mundo conla santidad del Señor. No edifica un muro de protección para proteger lo sagrado sino que entra en el mundo en nombre de Cristo y santifica. Cuando Jesús predica y,toca al leproso, coge un niño en brazos y libera alposeído, está santificando. Es unasantificación misionera, y la Iglesia comparte esta misión.
El alcance universal de la cruz 
La Mesa del Señor abierta e inclusiva refleja el Evangelio mismo, que es una invitación constante a recibir la gracia de Dios. Dios envía a su hijo al mundo por el amor,y todos están incluidos en el alcance de este envío. La obra de Cristo en la cruz tiene un alcance universal. Ni un solo ser humano de todala historia humana queda fuerade la provisión de gracia en la cruz; por tanto, todos están incluidos en la copa queofrecemos. La sangre representada en esta copa incluye a todo pecador, y esta inclusión les invita a responder con fe. Cuando cerramos la Mesa ponemos el rechazo en el lugar equivocado; el rechazoviene de la persona invitada y no de quien que invita, Jesús. Él, que les invita ya haincluido a todos en el pan y el vino, en el cuerpoy la sangre. La Mesa abierta escenifica y proclama esta inclusión y extiende la invitación.
 La acción metodista viene de Juan Wesley, el fundador del movimiento metodista.Wesley considera que la Santa Cena es un sacramentoque convierte (a converting sacrament), es decir, tiene un efecto evangelizador. Cuandocelebramos la Cena damosuna explicación y una invitación, que en realidad e
s una repetición de la invitaciónde Jesús. Él es quien realmente invita. Luego la persona responde conforme a sconsciencia. No hay peligro de que el no creyente (¡mucho menos alguien de otra denominación!) vaya a “contaminar” los elementos consagrados. El peligro va en elotro sentido. Éste puede responder a la gracia divina y hacer una confesión de fe alfinal.
La psicología de la mesa abierta 
La psicología también apoya la Mesa inclusiva. Todos queremos que las personas nocreyentes asistan a nuestros cultos. Queremos que la experiencia sea acogedora, desde el primer saludo hasta la despedida. Deseamos que se sientan incluidos y aceptados. No queremos edificar barreras innecesarias y artificiales al Evangelio.Cuando llega el momento de la Santa Cena ofrecemosuna explicación y una invitación. Luego permitimos que el visitante aplique supropio criterio para participar ono, sin presiones. Si no participa, es asunto suyo,pero sabe que la Mesa está abiertasi cambia de idea en el futuro. Si participa es porque se siente una conexión de algúntipo. Algo le atrae. ¿Puede ser el Espíritu Santo?El acto de participar refuerza el mensaje de las palabras de institución, que es un breve resumen del Evangelio. Participa porque se siente incluido de alguna manera, yesto puede llevarles a una confesión de fe. Es el mismo orden que Jesús usa en suministerio. Acepta a la persona, le da un ministerio y luego le llama a la fe.La Mesa restringida comunica algo muy diferente. Presenta un grupo de feligresesdetrás de su muro de “santidad”. Excluye al no adepto porque él o ella pueden contaminar lo sagrado. Si yo quiero participar en esteacto sagrado tengo que hacermecomo el grupo primero. En otras palabras, tengo quehacer confesión de fe antes departicipar, y hasta que confieso, soy una persona excluida. Esta restricción misma seconvierte en un obstáculo importante para la aceptación del Evangelio. En realidadno tenemos que preocuparnos por un gran sacrilegioen la iglesia. Sólo en el caso más extremo vendría alguien para burlarse de la iglesia durante un culto. Sería una persona claramente desequilibrada psicológicamente. Nohace falta un muro de protección para esos casos.
1 Corintios 11,17-24 
Una de las justificaciones más comunes para mantener una Mesa restringida es 1 Corintios 11,27. De manera que cualquiera que coma este pan o beba esta copa del Señor indignamente,será culpado del cuerpo y de la sangre del Señor. Las barreras a la Mesa están diseñadas para proteger la dignidad del sacramento. Sólo las personas con una confesión de fe sincera (yen algunos casos “certificada” por las autoridades del grupo) pueden participar dignamente. Este pasaje parece desmentir los argumentos previos a favor de la Mesa abierta e inclusiva. Sin embargo,una exégesis más cuidadosa revela el contrario.En este pasaje Pablo está tratando las divisiones internas de la comunidad, que ya hamencionado en 1,12. Estas divisiones se manifiestandurante sus celebraciones de laSanta Cena. Pablo se queja que la iglesia ha convertido el sacramento en una comidacomún. Exclama: “¿no tenéis casas en que comáis y bebáis?” La Cena del Señor es másque una comida común.
Gerd Theissen nos ayuda con su estudio sociológico.La iglesia de Corinto se compone de personas de diferentes niveles sociales. Normalmente cuando alguien invitauno a cenar, invita sólo a los de su propio estatussocial. Si es una persona de cierta categoría, llegan acompañados de un esclavo. El anf
itrión y su invitado comen y beben de la mejor calidad disponible y en cantidadesabundantes, pero los siervos y esclavos comen en la cocina de una calidad y cantidadinferiores. Vemos esta situaciónreflejada en Corinto. “Al comer, cada uno se adelanta a tomar su propia cena; y mientras uno  tiene hambre, otro se embriaga” (11,21). Es decir, están manteniendo las distincionessociales convencionales dentro del culto.
Después de describir el problema Pablo les recuerdala institución de la Cena del Señor (vv. 23-26). Es una manera de decir que son salvos en virtud de su unión conCristo; Cristo les incluye en su cuerpo y sangre. Este acto salvífico es el gran nivelador, y por eso nadie puede jactarse delante de Dios(1,29). La indignidad (11,27) consiste en “no discernir el cuerpo del Señor” (11,29). El discernimiento refiere a la percepción de que la comunidad se constituye por su relación con Cristo. Todos son unoen Cristo, y esta unidad debe reflejarse en la manera de participar en la Cena sin dis-
tinciones de personas.
Pablo no está enseñando que hay que verificar la confesión de fe de cada uno. No está hablando de una prueba teológica. Está hablandoprecisamente de la base de nuestra inclusión, Cristo, que se vive en una comunidaddonde no se respeta las distinciones sociales del entorno. Creo que la Mesa abier
ta comunica esta falta de distinciones e invita a la persona a participar en una comunidad del reino donde los desniveles sociales no valen y no se viven.
Implicaciones para relaciones interconfesionales
Uno de los puntos más sensibles en las reuniones ecuménicas entre las diferentes denominaciones, y entre iglesias evangélicas y la Iglesia Católica Romana es la ausenciade la celebración de la Santa Cena. Un gesto de laMesa abierta e inclusiva haría unacontribución importante para mejorar estas relaciones y daría un mejor testimonio alos observadores externos. Dado que Jesús es quieninvita a su Mesa, que la precisiónteológica tampoco es un criterio de aceptación o rechazo, y que la indignidad de quehabla Pablo es las distinciones y discriminacionesdentro del cuerpo de Cristo, en miopinión ninguna iglesia o confesión debe retener la invitación o cerrar acceso a laMesa. El criterio de no participar queda de lado del invitado y no de lado del que invita.En algunas ocasiones he sido invitado a participaren una Misa católica, donde el sacerdote sabía perfectamente quien era yo. He aceptado la invitación y comulgado sinproblema alguno. No compartimos la misma teología sobre el sacramento, pero estadiferencia ideológica no es una barrera a la realidad de nuestra unión en Cristo. Cristo mora en los dos, y ambos tenemos el Espíritu de Cristo. Nuestra unión en Cristo esun hecho desde la perspectiva de Dios, aunque discrepemos teológicamente sobremuchas cosas. Cuando acepto la invitación a la Mesa reconozco y vivo la unión realen Cristo.Este es un punto vital. Al nivel de la realidad “real” o esencial, es decir, desde laperspectiva de Dios, yo y el otro creyente de cualquiera confesión somos uno en Cristo. Nuestra división existe al nivel de la realidad“virtual”. Al nivel de los documentos oficiales, la manera de ser iglesia y la teología en muchos puntos, hay una diferencia real. No es lo mismo la perspectiva anabaptista y la reformada, por ejemplo,pero sus diferencias están al nivel virtual y no alnivel real. Dios ve a anabaptistas yreformados como hijas e hijos suyos, con diversas maneras de comprender la fe y supráctica, pero los dos con una intención de agradarle y obedecerle. No hay una barrera entre Dios y las personas de los distintos grupos. Las barreras que mantenemosson nuestras y no suyas. La Mesa abierta expresa larealidad real.
Así que, la próxima vez que alguien de otra confesión te invite a la Mesa, no apliques un criterio teológico y no refuerces la realidad “virtual”. Acepta la invitación de Jesúsy comulga con tu hermana o hermana en el Espíritu y en verdad. Disfruta de la realidad “real”.
MMarcos Abbott

jueves, 19 de mayo de 2016

La palabra y acción que profesa la fe cristiana

Nosotros [los satisfechos] no necesitamos creer. Somos los que damos por supuesto que lo que importa es amar, ser buena gente, que es mejor dar que recibir. Y algo de cierto hay. Sin embargo, eso que damos por supuesto salta por los aires con la irrupción del mal […] Cristianamente, creer es anunciar que hay vida tras la catástrofe. Y la hay porque ha habido vida después de la muerte: […] ―He recibido el perdón de mi víctima‖… Sólo los salvados pueden creer. Y creer es también anunciar. Por eso, la acción cristiana es una respuesta a la redención, no una ascesis que pretenda alcanzar la pureza de una vida simple. Sin la experiencia de haber sido salvados, la acción cristiana no es diferenciable de una buena acción, de un compromiso moral. El cristianismo no es una ONG. Josep Cobo 
En esta segunda ponencia intentaré plantear de qué manera podemos articular lo que se nos anuncia en el evangelio de la gracia en un mundo sin Dios. Es decir, hablaremos de lo que podría significar que profesemos al Dios que se anuncia en ese evangelio. Una vez que hemos considerado brevemente las dos preguntas previas (dónde estamos y dónde está Dios, es decir la cuestión del mundo y del Dios que se revela en el crucificado), podemos abordar el contenido de lo que cristianamente se profesa respecto a Dios. 
Y una profesión de fe no puede sino consistir en la palabra y la acción que tienen lugar en ese anuncio del evangelio. Veremos, por tanto, el significado de la palabra y la acción que el cristianismo profesa, cuando afirma que Dios se ha revelado en el Cristo crucificado y cómo esa profesión puede tener lugar en el mundo de nuestro siglo. 
0. Partimos del silencio de Dios
Si lo planteado en la ponencia anterior es medianamente acertado, o se puede considerar como propio de la revelación bíblica, entonces tendríamos que partir de un lugar diferente a lo que plantea la religión, puesto que:  
La religión es la legitimación suprema del sentido […] la religión, desde el punto de vista de la sociología religiosa, se presenta como legitimación suprema del sentido. Por cuanto el sentido mismo tiene función legitimadora, la religión aparece como el sentido del sentido, como ―sentido supremo‖ […] El sentido debe hacer posible, además, la capacidad de acción del hombre [… el hombre moderno] es contemplado como […] actor, como hacedor, como actuante: Yo soy mi acción. Por el contrario, la doctrina cristiana de la justificación concibe al hombre como aquel que no es capaz de hacer absolutamente nada por su salvación.2
Eberhard Jüngel señala que, a diferencia de la religión, la fe cristiana no es una respuesta al sentido, al menos no primordialmente, y tampoco consiste en ofrecer un sentido alternativo para la vida en el mundo: algo así como ―esta vida tiene sentido en función de la vida en el más allá‖ o, visto de una manera más progre, considerar la fe cristiana como ―la utopía que nos llama a construir un mundo mejor‖, lo cual es necesario y es importante, pero eso no es lo propiamente cristiano. 
¿De qué va entonces la fe cristiana? Va de la verdad, pero de la verdad entendida en el sentido bíblico, es decir como aquello que acontece y que tiene una capacidad de transformación, la de dar vida donde no la hay. Pero si hablamos de dar vida es porque lo que nos encontramos es otra cosa: la realidad de la muerte y, por tanto con el poder efectivo del mal en el mundo. Y el mal en su efectividad (no sólo su banalidad) es lo que hace que todas las religiones se estrellen y se muestren como nuestro fracaso cuando queremos hablar de Dios, porque ―la religión, en la medida en que ofrece una respuesta en nombre de Dios a estos dos interrogantes –por qué el mundo, por qué el mal–, termina por falsear la experiencia misma de Dios. […] La religión, inevitablemente, toma el nombre de Dios en vano al hacer de Dios un objeto de una cierta experiencia o saber‖.3
Partimos, hablando desde la fe bíblica, más bien de la ausencia de Dios o, si se quiere, de una presencia que sólo se comprende en su silencio. Y este silencio nos lo hace reconocer la misma palabra revelada, pues ―Dios está en la palabra [en su Palabra] presente como ausente‖4. Este punto de partida problematiza necesariamente lo que se considera una experiencia religiosa, que más bien tiene que ver algo ilusorio, con la conexión a una presencia divina que opera como: 
                                            2 Cf. Eberhard Jüngel, El evangelio de la justificación del impío como centro de la fe cristiana. Estudio teológico en perspectiva cristiana, Salamanca: Sígueme, 2003, pp. 300–302, énfasis original. 3 Cf. Josep Cobo, en Javier Melloni y José Cobo, Dios sin Dios…, op. cit., p. 115. 4 Cf. Eberhard Jünel, Dios como misterio del mundo, Salamanca: Sígueme, 1984, p. 242, énfasis original.

…un ―dios tutelar‖. Esto se ve claramente en una película como La guerra de las galaxias. La saga de Lucas es lo más cercano que podemos tener hoy en día a la antigua experiencia religiosa. El protagonista nace de una virgen fecundada por la fuerza. El sentimiento de pertenecer a algo más elevado está presente en toda la historia. Existe el lado oscuro de la fuerza, así como también el sabio, el que conoce el secreto de la fuerza. El ―que la fuerza te acompañe‖ no dista mucho del ―que el Señor te acompañe‖. Hoy no podemos ser genuinamente religiosos porque ya no nos podemos tomar La guerra de las galaxias en serio. Es como si el sentimiento básico del homo religiosus solo pudiera sobrevivir modernamente en los mitos fantásticos. Como si estos mitos fueran el repositorio de la antigua sensibilidad. Y esto es ya, de por sí, un síntoma de nuestra situación como hombres y mujeres modernos.5
Me parece importante señalar que el silencio, o la presencia de Dios como ausencia, es un punto de partida de la misma revelación bíblica. No se trata de un planteamiento que venga del ateísmo, que proclama el dato de la no existencia de Dios, en lo cual tiene razón y, sin embargo, se equivoca al confundir el dato con la realidad. Tampoco se trata del fracaso de la teodicea, que ha construido un Dios lleno de atributos de plenitud y, con todo, ha fracasado ante la imposibilidad de un Dios omnipotente e incapaz de responder al problema del mal. 
El silencio del que partimos es lo que afirma la revelación bíblica desde los relatos de creación y se puede rastrear en el Antiguo Testamento. En efecto, ya desde Génesis la revelación bíblica desdiviniza todo lo que existe (desde el lenguaje mítico, el Génesis desmitifica el mundo) y habla del Dios del séptimo día, es decir el Dios que está en el tiempo como el final de los tiempos, es decir como promesa. Es el silencio que se le antepone al profeta Elías, en el monte Horeb frente a todas las expresiones teofánicas (1 Reyes 19), cuando se lamentaba de la desolación que le rodeaba, impotente ante el poderío de los Dioses cananeos y la infidelidad de Israel. Es también el silencio que rodea toda la experiencia de Job, delante de un Dios que brilla por su ausencia delante del sufrimiento del inocente. 
Frente a todo este silencio, en el sentido de una presencia de Dios como ausencia, ha dicho Metz que ―en el Israel bíblico nos encontramos con un pueblo que parece incapaz de dejarse consolar o calmar con mitos o ideas‖6. Metz dice que el Dios bíblico es el Dios que adviene, que está por venir, que se da como promesa y esto pone todo el acento, no en el espacio, sino en el tiempo. 
                                            5 Cf. Josep Cobo, op. cit, p. 117. 6 Cf. Johann Baptist Metz, Memoria passionis…, op. cit., p. 132.

Pero lo más asombroso de ese silencio, desde la revelación bíblica, lo hallamos en el relato del evangelio, cuando Jesús de Nazaret ora en el Getsemaní, clamando a su Padre en la hora más oscura. Desde la enjundiosa investigación de Joachim Jeremías es bien sabido que la palabra abba, que es una palabra infantil que significa papá, expresa una gran intimidad con Dios7. Joachim Jeremías ha querido demostrar que este logia de Jesús expresa el núcleo de la fe en Dios que era la fe de Jesús8. Se ha señalado que el único pasaje donde la palabra abba está puesta en los labios de Jesús es en el Getsemaní, en el evangelio de Marcos (14, 36). Y precisamente en dicha situación:
¿Qué le pide Jesús a su papá? Recordad que Jesús es el hombre que venía de Dios, que contaba con Dios, que creía que Dio estaba de su lado. Lo que le pide ahí es, precisamente, un sentido: ―Dime que lo nuestro es verdad‖ ¿Y qué escucha? Absolutamente nada. Qué fácil hubiera sido decir: ―Tu muerte tiene sentido, redimirá a los hombres.‖ No escucha esto, como tampoco escucha: ―Tranquilo, al tercer día nos veremos.‖ Jesús muere como un abandonado de Dios. Y me parece que esto es muy serio, pues de desde este silencio que cristianamente decimos que no hay otro Dios que el que muere en esa cruz. Si cristianamente podemos reconocer a Jesús de Nazaret como el Señor es, precisamente, porque nada de Dios se da con Dios mediante.9
De este silencio, o mejor dicho, de esta ausencia que nos deja perplejos, partimos para profesar una palabra y una acción que nos resulta posible solamente desde el evangelio de la gracia, o como lo dice Jüngel, desde el evangelio de la justificación del impío. Sólo en base a éste evangelio se pueden configurar la palabra y acción de la fe cristiana. 
1. La palabra que profesamos es la palabra de la cruz
La profesión de fe que hacemos tiene, necesariamente, un contexto polémico. Esto significa, llanamente, que al profesar la fe cristiana el mundo nos odia (Jn 14, 18ss). Es por eso que siempre se tiene que ir con cuidado al intentar salir de la marginalidad de minoría protestante hacia el reconocimiento público, porque en la medida que se logra ese reconocimiento, es posible que ya no estemos profesando la misma fe, aún cuando se mantenga el ropaje o la cáscara de la identidad protestante. 
Se puede decir que el cristianismo subsiste, y ha subsistido, de las componendas y de los ajustes frente a las exigencias de la sociedad, que se                                             7 Cf. Joachim Jeremias, Abba y el mensaje central del Nuevo Testamento, Salamanca: Sígueme, 1981, pp. 37 – 73. 8 Ibid, p. 72. 9 Cf. Josep Cobo, op. cit., p. 122.

orienta más a su existencia que al testimonio al mundo del evangelio de la gracia. Sin embargo, cuando se trata de aquello que tiene una importancia radical, de aquello en lo que se juega todo (y por eso la confesión de fe se articula en el testimonio de los mártires, de los reformadores, de la iglesia confesante) entonces no podemos conformarnos con esas habilidades de adaptación, al precio de errar en lo fundamental, de perder ese todo que se juega en la profesión de nuestra fe.
Porque el todo que se juega es la identidad de Dios. ¿De qué Dios hablamos cuando profesamos la fe cristiana? Y, asimismo, ¿de qué Dios testificaremos en un mundo líquido, secular, parcialmente ateo y exigido por los nuevos Dioses10? Con los reformadores, decimos que se trata del Dios que hace justo al impío por medio de la palabra de la cruz. Y esa es la palabra que profesamos, la palabra de la cruz. Intentaré explicitarla, para nosotros, hoy, con respecto a tres términos: acontecimiento, pecado y alteridad.
La palabra de la cruz acontece en el mundo
Nos equivocamos cuando comprendemos las doctrinas desde sí mismas, como formulaciones indiscutibles, olvidando que son lenguaje que pretende responder a un acontecimiento y que, si bien está de por medio la experiencia, lo decisivo está en otro lugar. En otras palabras, una doctrina cristiana es pertinente con respecto a nuestra experiencia, pero sólo puede ser verdadera con relación a lo que quiere hacer inteligible. 
Esto pasa con la doctrina reformada de la justificación del pecador, que no se explica meramente como la experiencia de Lutero (o de los reformadores), que fuera tan impactante como para convertirse en el ―artículo con el que la iglesia se mantiene en pie y se derrumba‖ (articulus stantis e cadentis ecclesiae)11. No fue su experiencia, la de Lutero, sino el acontecimiento o, mejor dicho, la palabra de la cruz que aconteció en el mundo, lo que hace verdadera la doctrina evangélica de los reformadores. 
El libro de Eberhard Jüngel ya citado (El evangelio de la justificación…) es muy valioso y nos ayuda a comprender la centralidad de esta doctrina. En el pasado Sínodo del año 2007 el profesor Juan Sánchez presentó una estupenda                                             10 Como vimos en la ponencia anterior, estamos en un mundo líquido pero en un sentido que ha pervertido la flexibilidad para afinar los mecanismos de explotación en el ―homo competens‖ (Bauman, lo dijimos, usa el relato del Faraón del Éxodo bíblico que acusaba de holgazanes a los esclavos hebreos); estamos en un mundo secular donde las creencias (y las no–creencias) son posicionamientos individuales y problemáticos que no se sujetan a nada radical (se puede creer, o no, pero siempre se tiene que seguir de largo y confiar en las propias capacidades); estamos en un mundo donde el ateísmo puede hallarse ―como en casa‖ y, sin embargo, no se comprende bien que no todo mundo es capaz del ―verdadero ateísmo‖ (la capacidad de vivir cada instante, siempre, sin buscar ningún significado ni esperando sentido alguno, porque no lo hay); pero lo que expresa mejor la injusticia del mundo sea la forma religiosa del capitalismo, donde el gobierno del dinero tiene toda la pinta de una auténtica deidad que exige sumisión. 11 Cf. Eberhard Jüngel, El evangelio de la justificación del impío…, op. cit., p. 37ss. 

ponencia (―Justificados por gracia. La justicia: un impulso apremiante hacia el otro‖) que sigue el libro de Jüngel y yo les pedí que la re–leyeran para esta Pastoral. Quiero hacer dos comentarios de lo que dice Juan Sánchez con respecto a la ―justicia de Dios‖, uno positivo y el otro crítico. Primero el positivo: me parece totalmente acertado que Juan Sánchez nos diga que el concepto de ―la justicia de Dios‖ que Pablo enseña en la carta a los Romanos (y que Lutero descubre en el verso 1, 17) no se refiere a una justicia punitiva, referida a un juez que tiene que aplicar la ley como la condenación que le corresponde al pecador. Esto lo dice claramente Jüngel:
Dios sería justo en su comportamiento con el hombre, si recompensara al hombre justo y, por contrario, castigara al hombre injusto […] esta comprensión de la justicia, por la cual Dios mismo es justo, significaría necesariamente que el hombre habría de experimentar al Dios justo como un Dios castigador, como un Dios encolerizado. Pero es así precisamente como no  hay que entender los enunciados paulinos centrales acerca de la justicia de Dios […] ―el concepto paulino… no significa nunca justicia punitiva‖.12
Esta aclaración es importante para evitar, por ejemplo, el planteamiento de aquellos folletos de evangelización que hablan del pecador que merece la muerte y que Dios le condena, puesto que Dios es justo, pero que dado que también es misericordioso ofrece a su Hijo en sustitución para redimirnos. Es evidente que tales folletos son una fiel popularización de la explicación de Anselmo de Canterbury (s. XI) sobre la expiación de Cristo, puesto que mantiene a Dios intacto en su honorabilidad, mancillada por el pecado, pero nos deja una idea esquizofrénica de Dios: es misericordioso pero es justo (o al revés), como una especie de Dr. Jackyll y Mr Hyde, pero en divinidad. Anselmo era brillante, pero su argumentación, vista bíblicamente, está equivocada.
Por tanto, muy bien, la justicia de Dios no es justicia punitiva, ni retributiva, pero entonces ¿cómo se entiende? Y aquí viene el comentario crítico a la ponencia de Juan Sánchez, pues me parece que Juan dice algo cierto, pero no dice lo esencial: dice que Dios es justo al hacer justo al ser humano13. Y al decir esto, que es correcto, se deja lo fundamental (lo que no dice): que la manera como Dios realiza su justicia consiste en una gracia que sólo puede entenderse en el crucificado:
Tan sólo en la identidad con el Cristo crucificado, con el Cristo hecho impío por excelencia en su muerte maldita, actúa de tal modo la justicia de Dios, que los hombres que se hacen a sí mismos impíos, son
                                            12 Ibid, pp. 85–86, énfasis original. 13 Dios es justo al hacer justo al otro, es como lo escribe Juan Sánchez.

justificados (es decir, se convierten en personas que se hallan en consonancia con Dios).14
La palabra de la cruz (1 Cor 1, 18) es el acontecimiento que Lutero descubre como la fuente inagotable de alegría y de gratitud para el pecador justificado, puesto que le permitió advertir que la justicia de Dios no se ha de comprender de manera filosófica ni jurídica (como ―justicia positiva‖, a la Aristóteles, que consiste en dar a cada uno lo que merece) sino como algo totalmente nuevo. Y no se trata simplemente de un nuevo punto de vista (y a mí me parece que Juan Sánchez adopta un nuevo punto de vista, que considera la justicia de Dios como una posición de ―máxima benevolencia‖) sino que se trata de otra cosa, de algo que afecta a Dios mismo y, por tanto, al mundo entero.
Quizá sea útil comentar aquí la parábola del hijo pródigo, de Lucas 15, que precisamente Juan Sánchez usa para ejemplificar ese perdón ilimitado del padre, como muestra de la justicia de Dios que hace justo al pecador. Pero si algo provoca (o debería) en nosotros la parábola es escandalizarnos, pues hace evidente la tremenda injusticia de aquella alegría del padre hacia el hijo que había sido un infame (si se escucha con oídos judíos el relato lleva de escándalo en escándalo) y, sin embargo, es cierto que allí está el perdón incondicional. 
Pero nosotros perdemos la dimensión escatológica, que era parte del Sitz im Leben de los textos evangélicos, y que permite reconocer la dimensión del juicio final: los muertos han de resucitar para que todos puedan ser juzgados. Esta dimensión del juicio de Dios está implícita en los reproches que hacen los fariseos y escribas a  Jesús, quien comía y se hacía amigo de publicanos y pecadores (Lc 15, 1–2). Visto así, se entiende que el padre le diga al hijo mayor que su hermano estaba muerto y había vuelto a vivir. Es decir que la parábola muestra lo humanamente inadmisible del proceder del padre, lo escandaloso para nuestro tiempo (y para el tiempo de Jesús), pero que sólo se comprende si ocurre en los tiempos finales y ante un Dios que se arriesga al rechazo de la gente de bien. Como lo expresa Josep Cobo:
Para hacernos una idea del carácter humanamente inaceptable del asunto, podemos imaginar al hijo pródigo no como aquél que ha dilapidado su fortuna —la vida que ha recibido— con rameras, sino como quien invirtió su herencia en el negocio, pongamos por caso, del tráfico de blancas. Aquello que resulta inaceptable para el hombre de bien es que el pasado no cuente a efectos del ajuste de cuentas. Como si el mal fuese reparable con la mera conversión del hijo de puta. Pero ¿es que Dios no quiere que hagamos el bien? Ciertamente… en
                                            14 Cf. Eberhard Jüngel, El evangelio de la justificación del impío…, op. cit., p. 104, énfasis original.

principio. Sin embargo, tal y como han ido las cosas de los hombres, lo que ahora quiere Dios es que todos se salven. Pues ni siquiera el justo —tal es la convicción del profeta— se encuentra justificado ante Dios. Como dice Pablo citando al salmista, en verdad no hay justos. Todos existimos de espaldas a Dios. Esta y no otra es nuestra situación antes de topar con el perdón del Crucificado.15
En suma, la parábola del hijo pródigo apunta, sin resolverlo todavía, a la manera como Dios es justo en su escandalosa identificación con el crucificado, es decir con Jesús de Nazaret, quien es parábola de Dios. Es por eso que se puede decir que ―la predicación cristiana habla de la unidad de Dios con el ajusticiado Jesús de Nazaret. En el crucificado, Dios mismo ha venido al lenguaje […] Precisamente en ese auto–vaciamiento [Filipenses 2], en el que la gloria de Dios se expone a la caducidad en favor del hombre caduco o perecedero, reconoce la fe el sentido y el motivo o fundamento de la realidad histórica particular del hombre Jesús‖.16
Lo nuevo, por tanto, es el acontecimiento que Pablo denomina ―la palabra de la cruz‖, como ya mencioné, pero cuyas consecuencias quizá no hemos alcanzado a comprender o tal vez preferimos una visión más bien gnóstica, que, como dice Metz, es la perenne tentación de la iglesia. 
La palabra de la cruz revela nuestro pecado como pecado del mundo
Quise hacer la nota crítica a la ponencia de Juan Sánchez porque me parece que esa pequeña omisión se desliza fácilmente hacia una manera muy actual de comprender el evangelio, que además encaja bien con nuestra sensibilidad moderna (orientada a la exigencia de los derechos y el celo por la autonomía), y que consiste en plantear que Dios perdona incondicionalmente y ya está, que la muerte de Jesús fue una terrible injusticia debido a la intolerancia frente a su gran bondad y práctica de la justicia, que estamos llamados a seguir su ejemplo y su utopía de ―otro mundo es posible‖. 
Esto es algo que dice, por ejemplo, un teólogo de la talla de José María Castillo, quien habla de dos teologías del N.T. que se contraponen: una teología especulativa, la de Pablo, y otra narrativa, la de los evangelios17; entonces –argumenta Castillo–según la teología de Pablo la muerte de Cristo se explica como la expiación de los pecados18, mientras que la teología de los                                             15 Cf. Josep Cobo, blog La modificación, ―el hijo pródigo‖, entrada del 15 de marzo de 2013, https://kobinski.wordpress.com/2013/03/15/el-hijo-prodigo/, énfasis original. 16 Cf. Eberhard Jüngel, Dios como misterio del mundo, op. cit., pp. 252–253. 17 Cf. José María Castillo, ―De la victoria sobre el pecado a la victoria sobre el sufrimiento‖, blog en Religión digital, entrada del  21 de marzo de 2016,  http://www.periodistadigital.com/religion/opinion/2016/03/21/jose-maria-castillo-no-es-facilentender-la-pasion-iglesia-religion-dios-jesus-papa-evangelios.shtml  18 Dice Castillo que según Pablo, Cristo murió en la cruz «porque "los pecados se expían por la sangre", lo que se refiere a Cristo que soporta la ira desatada de Dios sobre todos los

evangelios explica la muerte de Jesús por motivos religiosos y políticos, y los evangelios entienden la salvación como ―remediar el sufrimiento humano‖. Pero esto es, cuando menos, bastante debatible porque no creo que una lectura atenta del N.T. permita hacer una separación así de radical entre las cartas de Pablo y los evangelios. 
Antes bien, los mismos evangelios insisten de modo extenso en la pasión y la muerte de Jesús como el acontecimiento que va más allá de un final trágico para el maestro o líder de un movimiento. Es el acontecimiento de la cruz y el retorno del crucificado lo que se muestra como un trastrocamiento salvífico para toda la humanidad. En el evangelio de Juan, por ejemplo, la glorificación o exaltación de Jesús apunta claramente a la cruz y, al mismo tiempo, al hecho de que el resucitado es el crucificado. Decir que los evangelios no entienden la muerte de Jesús como acontecimiento de salvación, incluyendo la noción de muerte en lugar de todos los pecadores, es imponer una visión más propia de nuestra sensibilidad moderna. Y creo que por allí tira José Ma. Castillo, equivocadamente, me parece.
Esa palabra de la cruz, o el acontecimiento de la resurrección del crucificado, es lo que hace posible la justificación del impío, es decir, de nosotros19. Es un acontecimiento que nos incluye, pero que también nos revela la condición de pecadores y, en ello, nos muestra el pecado del mundo. 
Aquí hemos de reconocer que la noción de pecado no es de nuestro agrado, no casa bien con la sensibilidad contemporánea. Pero cuando se examina el modo polémico en que se revela en la Biblia la noción de pecado20, entonces podemos decir que quizá nunca ha sido agradable ni susceptible de encajarse la noción bíblica de pecado. Porque el pecado remite siempre a la mentira en que habitamos, en tanto vivimos de espaldas a Dios. Lo que se revela por medio de la gracia, en esa palabra de la cruz, es que somos pecadores:
                                                                                                                                pecadores (Rom 3, 19-20. 25). Así, sobre el Crucificado cayó el juicio destructor de Dios, que, con la muerte de Jesús, condenó "el pecado en su carne" (Rom 8, 3). Lo que representa que, para san Pablo, Jesús se hizo "maldición" (Gal 3, 13) y "pecado" (2 Cor 5, 21) por nosotros. En definitiva, la teología de Pablo viene a ser la aceptación del principio sobrecogedor que presenta la carta a los Hebreos: "sin derramamiento de sangre no hay perdón" (Heb 9, 22).» 19 «Que ese Hombre muriera por nosotros, que él en el lugar del suplicio se hiciera maldición por nosotros, sólo puede ser afirmado en virtud de un acontecimiento que interprete positivamente el abandono por parte de Dios que hubo en esa muerte […] Para poder añadir a la ―maldición‖ ese ―por nosotros‖ la cruz de Jesús tiene que ser interpretable como cruz de Cristo, como cruz del Hijo de Dios. Mediante ese por nosotros, el ser der Jesús es anunciado de ahora en adelante como la nueva comunión con Dios», cf. Eberhard Jüngel, Dios como misterio del mundo, op. cit., pp. 460–461, énfasis original. 20 Lo polémico se reconoce ya, por ejemplo, en la primera pregunta de Dios al ser humano en Génesis 4, que le dice a Caín, «¿dónde está tu hermano?». Y en la respuesta, la auto justificación de Caín, «no sé ¿soy yo acaso guarda de mi hermano?», se muestra la realidad del pecado no como una información, como un dato, sino como una interpelación.
10 
En efecto, el Evangelio es –en su centro– la palabra de la cruz (1 Cor 1, 18). Y la cruz es un patíbulo. La cruz habla de muerte y de perecer. Si el Evangelio de la gracia de Dios se identifica con la palabra de la cruz, esto quiere decir que la justicia de Dios no transige llegando a compromisos con la injusticia de este mundo, sino que ha condenado esa injusticia en la persona de Jesucristo, destinándola a perecer. Precisamente por eso la muerte de Jesucristo es la muerte del pecador.21
Pero, ¿somos capaces de profesar esto que se nos revela, la muerte como salario del pecado, dado que nos pone en confrontación con nuestra sensibilidad moderna? La discusión teológica contemporánea ha reconocido la importancia de volver a revisar la enseñanza bíblica sobre el pecado y revisar críticamente la herencia de siglos con respecto al pecado original22. También se tiene que hacer este trabajo con miras la práctica pastoral y contra la comprensión del pecado, habitual en muchas predicaciones y prácticas, como las acciones típicamente condenadas por la moral.
Para esa tarea pendiente tenemos una especial ayuda en el cuarto capítulo del libro de Eberhard Jüngel que venimos comentando23, donde articula una cuidadosa explicación teológica sobre ―la mentira del pecado‖. Aquí solo apunto brevemente ciertos aspectos relevantes: 1) el pecado es revelación y, por tanto, es algo que se reconoce únicamente desde la experiencia del perdón, es decir a partir de la justificación del pecador (el impío ya redimido); 2) el pecado se comprende bíblicamente como acción humana y como poder sobre el ser humano, por lo que tiene una naturaleza bipolar que funciona simultáneamente como mala acción y como existencia bajo un poder que esclaviza24;  3) los reformadores, y en concreto Lutero, recuperan el sentido bíblico del pecado, y de los pecados actuales y personales, como pecado de raíz (peccatum radicale) que permite entender mejor la noción teológica de ―pecado original‖, en cuanto la ―incapacidad absoluta‖ del ser humano para estar delante de Dios por sí mismo; 4) el pecado, tal como se revela en la palabra de la cruz, se
                                            21 Cf. Eberhard Jüngel, El evangelio de la justificación del impío…, op. cit., p. 110. 22 Cf. Barbara Andrade, Pecado original ¿o gracia del perdón?, Salamanca: Secretariado Trinitario, 2004. En especial resultan valiosos sus análisis de los textos del Antiguo Testamento, sobre la experiencia de fe en Israel como liberación de la culpa y el análisis de Romanos 5, sobre la gracia que sobreabundó donde el pecado abundaba. Es también muy valioso el análisis de la manera como San Agustín formula la clásica doctrina del ―pecado original‖ y la historia de su recepción. Me parece que, sin embargo, y debido a su esfuerzo para comprender y justificar el Concilio de Trento, Barbara Andrade no se da cuenta del viraje que representa la comprensión de Lutero con respecto al pecado original (o peccatum radicale). 23 Cf. Eberhard Jüngel, El evangelio de la justificación del impío…, op. cit. 24 «…el hecho de que Aquel que no conocía pecado (2 Cor 5, 21), cargue sobre sí –como Cordero de Dios– con el pecado del mundo (Jn 1, 29), hace ver claramente lo poderoso que es ese poder. En efecto, Dios mismo, en la persona del Hijo de Dios, tuvo que ponerse bajo ese poder, para qubrantarlo (Gal 4, 4ss; Rom 8, 3 y passim).», cf. Ibid, p. 146.
11 
muestra como pecado del mundo, en tanto opera como una falsificación o como mentira de la vida y, por tanto, no es otra cosa que la incredulidad.25 
Creo que el trabajo de Jüngel es fundamental para esa tarea necesaria de volver a trabajar la noción de pecado en la fe que profesamos. Me parece que la noción de ―pecado del mundo‖ (y ―el pecado de raíz‖ o peccatum radicale) son importantes frente a desafíos pastorales contemporáneos (como ha sido, por ejemplo, en nuestros debates sobre el tema de la homosexualidad y la homofobia). La teología latinoamericana de la liberación recuperó algo de esa noción en su concepto de ―pecado estructural‖26, pero creo que en estos tiempos, y en nuestro contexto sudeuropeo, hemos de ir más allá del debate sobre las estructuras (hemos de ir al reclamo de la alteridad radical).
Pero si nuestro pecado (y el pecado del mundo) es revelación desde la palabra de la cruz, esto nos mete en problemas a los ―cristianos satisfechos‖, por no decir habituados al cristianismo burgués, puesto que nuestra condición no es la de los ciegos, sino la de quienes decimos que ―vemos‖, que tenemos una visión que nos permite ser capaces por nosotros mismos. Y el cristianismo se muestra como justificación, como redención del pecado, para quienes viven bajo la oscuridad de la muerte, cegados bajo el dominio de Satanás, como auténticos condenados. Y si no es seguro que nosotros nos hallemos en dicha condición, ¿cómo puede ser que se nos revele la palabra de la cruz?. Esta es la cuestión, si queremos hablar del pecado. O, como lo dice Josep Cobo:
El cristianismo no está hecho para el hombre satisfecho. Para quien ha encontrado un lugar en este mundo —quien aún es capaz de confiar en sus propias fuerzas—, las declaraciones cristianas (que si encarnación de Dios, que si resurrección de los muertos, que si Juicio Final…), no dejan de ser un despropósito. Por eso, el hombre satisfecho no puede evitar hacer de su cristianismo una variante de la idolatría. Que solo el pobre sea capaz de Dios significa que solo él llegará a comprender las formulaciones de la fe, o cuanto menos intuir por dónde van los tiros. Será verdad que solo dentro de la oscuridad nos encontramos en manos del otro.27
La palabra de la cruz excluyente (los “solo”), que interpela en el otro
En éstos tiempos que las instituciones parecen haber naufragado (y el cristianismo como institución ha naufragado estrepitosamente en occidente), en
                                            25 Incredulidad que Lutero considera la ―raíz y fuente de todo pecado‖, ibid, p. 166. Y de esa incredulidad se derivan el orgullo, la estupidez y la ingratitud del ser humano, ibid, pp. 172–176. 26 Cf. José Ignacio González Faus, ―Pecado‖ en Ignacio Ellacuría y Jon Sobrino, Mysterium Liberationis. Conceptos fundamentales de la teología de la liberación, Madrid: Trotta, 1990, tomo 2, pp. 98–102. 27 Cf. Josep Cobo, blog La modificación, ―Satisfaction‖, entrada del 30 de marzo de 2016, en https://kobinski.wordpress.com/2016/04/30/satisfaction/, énfasis original. 
12 
medio de los pecios de la religión cristiana, ha cobrado relevancia hablar de la espiritualidad, de una espiritualidad sin religión e incluso una espiritualidad sin Dios. Con ello, se ha vuelto muy atractivo el budismo, la meditación, la visión de una búsqueda que trascienda las ilusiones de la realidad y nos ponga en contacto con una totalidad de la que, se dice, todos somos parte. Frente a las diversas espiritualidades orientales que se propagan en occidente, la fe cristiana (de raíz judía, por cierto) tiene la particularidad de que no comparte esa visión, no llama a la ascesis espiritual que va en pos de la conexión con un océano al que todos los ríos confluyen (aunque no excluya unas prácticas o disciplinas espirituales). Lo que la fe cristiana dice es que el evangelio de la gracia te hace rehén del prójimo, que el Dios bíblico interrumpe tu vida por medio del extranjero, que Dios se te aparece en la viuda y en el huérfano. Y eso no mola. Es la salvación de la que habla el evangelio de la cruz, pero no mola. No obstante, confesamos que es verdadero.
Me parece que esta radical interpelación que viene desde el otro, esa demanda que interrumpe la vida acomodada (Dios es interrupción, dice Metz) no se puede comprender sin la afirmación de los ―solo‖ de la reforma: la justificación del impío acontece a partir de Solus Christus, solo verbo, sola gratia y sola fide. La exigencia de la alteridad, que es consustancial con el evangelio de la gracia, sólo se comprende como algo que acontece fuera del campo de lo ordinario, que acontece como lo extra–ordinario y, por tanto, como una fe que simplemente es in–creíble. Y esto únicamente se entiende a partir de la exclusividad que configuran los ―solo‖ de la reforma.
Nuevamente recurro a Jüngel, quien tiene una formidable exposición de los ―solo‖ de la justificación del impío28, es decir lo necesariamente ―excluyente‖ de la palabra de la cruz. De modo conciso lo señalo, intentando advertir cómo se relacionan con un Dios que nos interpela en el otro, en la alteridad:
Solus Christus. La más radical exclusividad es que la justificación del impío aconteció tan solo en Jesucristo, y –dice Jüngel– es únicamente Cristo porque es únicamente Dios quien allí acontece, lo que supone decir lo mismo que dijo Lutero: en esa cruz es Dios mismo quien muere, Dios murió, cuando murió el hombre que era uno, o una sola persona, con Dios29. En otro lugar, Jüngel ha mostrado esa identificación absoluta de Dios con el crucificado30; y me parece                                             28 Cf. Eberhard Jüngel, El evangelio de la justificación del impío…, op. cit., capítulo 5 ―El pecador justificado. Sobre la importancia de las partículas exclusivas (recalcadas por los reformadores), pp. 181–298. 29 Ibid, pp. 186–187. 30 ―el kerygma de la resurrección de Jesús afirma que en la muerte de Jesús sucedió algo […] en esa muerte aconteció Dios mismo. Duro pensamiento […] un pensamiento que la teología cristiana constantemente ha dejado de lado. Pero es un pensamiento necesario. La resurrección de Jesús de entre los muertos está afirmando que Dios se ha identificado con ese hombre muerto. Y esto quiere decir inmediatamente que Dios se ha identificado con el abandono que sufrió Jesús por parte de Dios.‖ Cf. Eberhard Jüngel, Dios como misterio del mundo, op. cit., p. 462.
13 
que tal identificación es básica para entender qué quiere decir el Nuevo Testamento cuando confiesa que la muerte de Cristo es una muerte sacrificial padecida vicariamente, en favor nuestro. Y es importante porque no podemos aceptar el uso popularizado de la interpretación de Anselmo (Cristo es la víctima que satisface, en nuestro lugar, la ira del Dios justo), pero tampoco podemos aceptar, me parece, la interpretación que considera la muerte de Cristo como una injusticia sobre el hombre Jesús y que, por tanto, no es muerte expiatoria ni vicaria, sino tan sólo una inspiración para luchar contra las injusticias31. 
Eberhard Jüngel despliega una cuidadosa argumentación sobre la muerte expiatoria y vicaria de Cristo, que no repetiré aquí; pero en su exposición es fundamental tener en cuenta lo dicho previamente: en el crucificado acontece Dios y, por tanto, es Dios quien se da, quien reconcilia consigo al mundo, quien se sacrifica y, dicho en otros términos, se pone en las manos de los hombres hasta la muerte y muerte de cruz. Esta exclusividad, solus Christus, es lo único que permite la inclusión de todos los pecadores, es decir, del mundo entero. 
Solo gratia. La fórmula solo gratia remite al Dios que es clemente, que tiene misericordia, que está actuando de manera salvífica porque quiere que el ser humano viva32. La exclusividad de la solo gratia muestra, por otro lado, que el ser humano es incapaz de Dios, es decir que sólo puede recibir; y que participa pasivamente (―mere passive‖33) en su justificación. Jüngel debate, con cierto detalle con las concepciones sobre la gracia en el Concilio de Trento y en Tomás de Aquino, un debate que es interesante si uno piensa en la manera como se ha debatido en otras tradiciones evangélicas (como el metodismo o el presbiterianismo) y que, muchas veces, en el mundo protestante prevalece más la idea de una gracia parcial, que se complementa con la participación del ser humano, al modo de una sinergia con Dios, para poderse salvar. A veces, también, se considera la gracia de Dios como una especie de energía que se nos da para que actuemos con bondad (lo que se ignora es que esa concepción es auténticamente tridentina, es decir católica). Pero la fórmula                                             31 Como hace José María Castillo, a quien le escandaliza el principio de los sacrificios cultuales que menciona Hebreos 9, 22, que dice que ―sin derramamiento de sangre no hay perdón‖. Cf. nota supra. Con todo, el verso citado de Hebreos, indica que tal es el principio de la ley, que quedó abolido con el sacrificio único e irrepetible de Jesús el Hijo de Dios. 32 Considero valioso el trabajo de Barbara Andrade, teóloga alemana–mexicana, por su recorrido en el Antiguo y Nuevo Testamento, pero también en la tradición teológica, para mostrar al Dios de una misericordia–sin–medida, el Dios (que está) en medio de nosotros. Cf. Dios en medio de nosotros. Esbozo de una teología trinitaria kerigmática, Salamanca: Secretariado Trinitario, 1999. Cf. también su Pecado original ¿o gracia del perdón?, op. cit. 33 En una larga e interesante nota de pie de página, Jüngel dice que la pasividad del hombre, que expresa su total exclusión del acontecimiento de su justificación, se debe entender como una pasividad cuyo modelo está en el ―sábado‖ del A.T., donde el ser humano queda colocado en una inactividad viva, creativa y el pecador puede decir como María ―hágase en mí según tu palabra‖. Y por tanto – dice Jüngel – «el hombre deja a Dios el espacio que Dios se toma, que Dios crea […] no es el hombre quien se abre a Dios sino que es Dios quien abre al hombre» Cf. Eberhard Jüngel, El evangelio de la justificación del impío…, op. cit., nota no. 77, pp. 21 –219.
14 
reformada lo que remarca es la total dependencia del pecador con respecto a Dios, al Dios que se convierte al pecador (Dios viene, ha venido en el crucificado). La gracia es el gozo de Dios por el pecador amado y que se da de modo eficaz como libertad liberadora34.
Solo verbo. Esta fórmula es la misma que sola Scriptura, pero aquí se precisa que para los reformadores no se trata de la Biblia per se, sino de la palabra de Dios y, sobre todo, de su vinculación con solus Christus, porque Cristo es la palabra encarnada y es la palabra de la cruz. Al decir solo verbo se entiende que la palabra de Dios es revelatoria, es decir que es una palabra que interpela, que ordena y que promete, pero que en ello se muestra creadora y transformadora al declarar (= hacer) justo al impío. La fórmula solo verbo es excluyente también en el sentido de que significa sólo el evangelio y, por tanto, esto determina toda nuestra lectura de la Biblia: leemos las Escrituras siempre desde el evangelio de la justificación del impío, es decir, como palabra de la cruz. Jüngel también demuestra cómo esta fórmula se liga a la expresión de Lutero de que el cristiano es al mismo tiempo justo y pecador (simul iustus simul peccator)35.
Sola fide. Aquí está la nota principal del artículo reformado: ―justificados únicamente por la fe‖, pero esto no se puede entender como acto de decisión humana, en el que se constituya el ser del justificado. Esto sería un retorno a la salvación por obras o por mérito humano. En términos prácticos es así como se entiende en muchas iglesias evangélicas que ponen el acento en la respuesta al evangelio (por ejemplo, al rebautizar y/o denostar el bautismo infantil). Pero los reformadores entienden sola fide como el sí que viene de un corazón que ha sido transformado por la palabra de Dios. La fe es descubrirse como alguien nuevo en virtud del crucificado; es un olvido de sí mismo porque la fe se confía a la gracia y la palabra, se expresa como certeza de la salvación, como capacidad de esperar en Dios, en comunión con los otros creyentes36.
Ningún solo se sostiene de modo aislado37, pero en su mutua relación muestran la radicalidad de la palabra de la cruz, que señala algo inadmisible para cualquier sensibilidad religiosa, al revelar quién es Dios. No siempre advertimos las consecuencias de que Dios haya acontecido allí, precisamente en el resucitado que es un crucificado: hace ver que Dios se da en un hombre abandonado, en la máxima debilidad pero también en un farsante, en un maldito y, por tanto, en aquello que no puede recibirse como un Dios sin más.
                                            34 Ibid, p. 234. 35 Ibid, pp. 253–263. 36 Ibid, pp. 277–298. 37 Por eso es un error debatir, por ejemplo, sobre el sentido de sola Scriptura o la autoridad de la Biblia, si se le desconecta del solus Christus, sola gratia, sola fide. Así entonces, los debates del fundamentalismo sobre ―inerrancia‖ o ―inspiración plena‖ o ―parcial‖, no tienen sentido alguno, porque se olvidan de esa interrelación de todos los sola de la Reforma.
15 
Como dice Josep Cobo, Dios se pone en manos de los hombres38 y, por tanto, Dios se nos muestra en el clamor de los hambrientos, en el perdón de la víctima a su verdugo, en el impío que no se merece el perdón pero que lo ha recibido como un don (Zaqueo, el publicano, ―también es hijo de Abraham‖). Es decir, que Dios nos interpela desde el otro. 
2. La acción a que se nos llama es la espera en Dios
Dios se muestra como promesa. Como dice Metz: ―en las tradiciones bíblicas, todos los predicados de Dios –desde la autodefinición de Dios en el relato del Éxodo hasta el dicho joánico de que «Dios es amor»– son portadores de un índice de promesa… («seré para vosotros el que seré», «me mostraré a vosotros como Amor»)‖39. Y lo revelatorio de esa promesa, es decir toda respuesta posible a esa promesa que define al Dios bíblico, se reduce a una extraña forma de acción que es la espera. Por eso, la acción de los cristianos sólo puede consistir en esperar en Dios, como el creyente que derrama lágrimas, bajo el agobio de la pregunta de sus detractores ―¿Dónde está tu Dios?‖, sólo atina a confesar esto: ―espera en Dios; porque aún he de alabarle / Salvación mía y Dios mío‖ (Sal 42). 
Decir que la acción de la fe cristiana consiste en esperar en Dios, significa ubicarnos en el sí de Dios que es Jesucristo, el Hijo de Dios (2 Cor 1, 19 – 20). Y, por tanto, la acción cristiana carece de todo aquello que suele asociarse con la acción misma: libertad, autonomía, poder, posibilidades, ser aquello que hacemos… pero la acción cristiana no se conjuga así en la fe bíblica, puesto que depende enteramente de lo que se revela como Dios en la palabra de la cruz. El tema es amplísimo, y algunas implicaciones de la confesión de esa palabra de la cruz fueron enumeradas ayer, al final de la ponencia, pero ahora quisiera solamente apuntar, muy brevemente, algunos modos en la acción que se profesa como espera en Dios: en la obediencia, en la memoria de las víctimas, en la oración y en el culto.
La acción se profesa como espera en Dios en la obediencia
Un creyente es aquel que se halla enteramente sujeto a la palabra revelada, al Dios del crucificado. Si la revelación bíblica desmitifica el mundo y nos habla del Dios presente como ausente, también nos dice que Dios habla por medio del  mandato, de una palabra que interpela, que llama con la pregunta ―¿dónde está tu hermano?‖ o que ordena ―amarás a tu prójimo como a ti mismo‖
                                            38 «Pues solo un Dios que es capaz de admitir el carácter sagrado del hombre puede, como quien dice, ponerse en sus manos. Es la humillación de Dios la que confiere dignidad a ese perro que es el hombre.», cf. Josep Cobo, blog La modificación, ―una de negros‖, entrada del 16 de diciembre del 2015, https://kobinski.wordpress.com/2015/12/16/una-de-negros/  39 Cf. Johann Baptist Metz, Memoria passionis…, op. cit., p. 35.
16 
(después de prohibir la venganza y ordenar que no se guarde rencor al prójimo). Esto significa que la acción que profesa al Dios de la palabra revelada no puede ser más que la acción que padece ese mandato. Aún cuando toda la ley se resume en el mandato de ―amar a Dios y amar al prójimo‖, tal como Jesús respondió a los maestros de la ley (Mc 12, 28–31; Mt 22, 34–40), la Biblia no oculta la im–posibilidad del mandato del amor: ya el Levítico 19 lo indica al poner el rencor y la venganza junto al mandato de amar al prójimo; los relatos evangélicos ponen junto a ese mandato la parábola del samaritano (Lc 10, 29–37. Un impío que se convierte en prójimo de un muerto en una cuneta) o, si se quiere ver, el alejamiento de Dios por parte de un rico que era en verdad una buena persona (Mc 10, 17–27). 
Esto significa que el amor bíblico, que se revela como mandato de Dios, está fuera de las posibilidades del ser humano, fuera de la confianza en sus competencias. Por eso se ha dicho, más allá de las imágenes contemporáneas dulzonas sobre el amor, que ―el amor toma rehenes. Se te mete dentro. Te come vivo y te deja llorando en la oscuridad‖40. Es lo mismo que dice Levinas, cuando afirma que somos rehenes del otro en su clamor, en el grito que pide pan o suplica que no se le mate, puesto que el otro es una demanda infinita.
Y eso, precisamente, dice Jesús después de señalar que primero pasa el camello por el ojo de la aguja que un rico entra en el reino de Dios (Mc 10, 25), que es im–posible y, sólo por ello, es Dios quien lo hace posible. Lo que significa que sólo es posible la obediencia allí donde acontece Dios, es decir en el crucificado: en el que es abandonado por Dios pero que, en su clamor desesperado, no abandonó a Dios. 
Por tanto, la obediencia que se hace rehén del hermano no es, estrictamente hablando, una obra caritativa, sino el efecto colateral de quien está mirando al crucificado en el pobre, en el condenado, en el maldito. Esta obediencia no es, por tanto, una acción sino la espera del juicio de Dios, bajo el signo del juicio ya dictado en el Gólgota: la palabra que dice que la injusticia no debería ser, mientras muere perdonando a sus verdugos.
La acción se profesa como espera en Dios en la memoria de las víctimas
Johann Baptist Metz41 dice que no podemos dejar el contenido apocalíptico de la fe bíblica en manos de los fundamentalistas (que usan el lenguaje de la catástrofe para explotar, mitológica y mágicamente, el miedo de la gente) y tampoco hemos de quedarnos con esa escatología ligera y suavizada se hace llevadera en un cristianismo burgués. Metz dice que la mirada apocalíptica es un mensaje sobre el tiempo: nos revela que el tiempo no puede ser ilimitado,
                                            40 Neil Gaiman, citado por Slajov Zizek, ―La verdad duele‖, del libro Acontecimiento, en http://festivalambulante.blogspot.com.es/2015/04/la-verdad-duele.html  41 Cf. Johann Baptist Metz, Memoria passionis…, op. cit.
17 
que hay un final y que ese final es ya la misma irrupción de Dios en el acontecimiento de la cruz–resurrección. Pero, asimismo, la mirada apocalíptica es el desvelamiento del rostro de las víctimas, del sufrimiento que se oculta bajo la ―despiadada amnesia de los vencedores‖42. Metz relata que a los 16 años de edad, al final de la Segunda Guerra Mundial, se encontró con los rostros inertes y apagados de los muertos de su compañía, que habían perecido bajo el ataque de las bombas43. A partir de allí, del desmoronamiento de todos los sueños de su infancia, comenzó su gran interrogante sobre cómo hacer teología después de Auschwitz, sobre la primacía del sufrimiento ajeno, sobre la fe bíblica como la rememoración del sufrimiento de los otros, como memoria de las víctimas. 
Eso mismo, y no otra cosa, es lo que anuncia la palabra de la cruz: que Dios está donde cuelga un hombre muerto y que se trata precisamente de un sufrimiento en razón de Dios. Porque la fe cristiana habla de redención también para los muertos y no sólo para los vivos. Esto tiene que ver con los perdedores de la historia, con todos aquellos que sufrieron y murieron de modo injusto. 
Comentaba yo en la ponencia anterior mi perplejidad por la cultura del olvido, predominante en éste país, que proclama el pragmatismo de ―pasar página‖, que considera irremediable lo que ―ya está hecho‖ y de nada vale remover las heridas. Es un ejemplo de la impiedad que tiene la amnesia, no sólo de los vencedores, sino de los hijos de las víctimas que sólo quieren ―seguir adelante‖ con su vida. El trabajo de la memoria que está pendiente, la memoria passionis que propone Metz, con respecto a las víctimas de las injusticias es la única manera de poder hablar de un perdón imposible44 que sólo puede afrontarse de manera apocalíptica, como la acción de la memoria por el sufrimiento olvidado de las víctimas y que espera en Dios (Ap 6, 10).
La acción se profesa como espera en Dios en la oración
Precisamente de esa mirada hacia el sufrimiento ajeno es que se advierte que las oraciones son el lenguaje del clamor humano. No se trata de saber orar o de hacerlo de una manera ―convencida‖, como tampoco se trata de las oraciones orientadas a las experiencias de poder en términos narcisistas (aunque no se niegue que, efectivamente, muchas prácticas de oración puedan proveer de sensaciones que animan, quitan el estrés o generan una experiencia de ―conexión‖ con una energía especial). Pero, bíblicamente hablando el creyente espera en Dios cuando ora a partir del clamor, de la
                                            42 Ibid, pp. 140–141. 43 Ibid, pp. 99–100. 44 En esto, tiene razón Derrida, y es más fiel a Levinas, frente al ―perdón difícil‖ que propone Paul Ricoeur. Cf. Paul Ricoeur, La memoria, la historia, el olvido, Buenos Aires: FCE, 2000, ―Epílogo: El perdón difícil‖, pp. 585–646. 
18 
impotencia y la debilidad extrema. Quizá debamos reconocer que los satisfechos, quienes podemos confiar en nuestras posibilidades, no oramos a Dios, en el sentido de esperar en Dios. Metz, de nuevo, dice que en la oración del Padrenuestro Jesús nos enseña a pedir ¿y qué nos enseña a pedir? Y Metz nos advierte que ―tal vez no hayamos escuchado con suficiente atención y paciencia. Pues al final de su enseñanza sobre la oración, y en orden a explicar su promesa [Lc 11, 9], a modo de resumen, por así decirlo  Jesús añade […] «vuestro Padre del cielo dará Espíritu Santo a quienes se lo pidan». Pedir Dios; pedirle a Dios el Espíritu Santo; pedirle, pues, a Dios que se nos dé Él mismo; pedirle Dios a Dios‖45
La oración como espera en Dios, que contrasta con la manera como se plantea hoy día la mística (que aunque sea cristiana se encamina más hacia la visión oriental), la oración propiamente cristiana es la que se hace en la alteridad, con los ojos puestos en el sufrimiento ajeno o, como lo llama Metz, una mística de ojos abiertos46. 
Aquí, nuevamente, me parece que lo expresa muy bien el profesor Josep Cobo:
Nuestro niño sigue invocando a Dios, pidiéndole amparo y bendición. Nuestro niño, sobre todo si es un niño cristiano, sigue relacionándose con Dios como si fuera un mega-ángel de la guarda. Nuestro adulto, sin embargo, le cierra el paso: en eso ya no puedes creer seriamente. Nuestra situación, como hombres y mujeres de hoy en día, es la de quienes ya no pueden ser, religiosamente hablando, unos niños. De ahí que no falten quienes digan que la verdadera oración es la contemplativa. […] Somos nosotros, los que hemos alcanzado la mayoría de edad y, por eso mismo, podemos confiar en nuestras posibilidades, los que somos incapaces de Dios. Somos nosotros los que, hinchados de mérito, no nos encontramos en la situación del niño y, por tanto, ya no sabemos qué hacer con un Dios personal […] Ahora bien, quien entiende esto último, entiende que no vuelve a ser como un niño quien quiere, sino quien puede, por aquello de las cosas (duras) de la vida. De ahí que nosotros, los que nos encontramos a una cierta distancia de nuestra infancia, solo podamos honestamente dirigirnos a Dios, si en la soledad de la habitación o de la celda, nos hacemos eco de clamores que no son los nuestros. Pues si nosotros, los que podemos con nuestra alma, podemos dirigirnos a Dios es porque ellos, los desalmados, rezan por nosotros.47
                                            45 Cf. Johann Baptist Metz, Memoria passionis…, op. cit., p. 101. 46 Ibid, p. 168. 47 Cf. Josep Cobo, blog La modificación, ―esos rezos‖, entrada del 11 de diciembre de 2012, https://kobinski.wordpress.com/2012/12/11/esos-rezos/, énfasis original. 
19 
La acción se profesa como espera en Dios en el culto
Dice Jüngel que en el culto es donde mejor se expresa nuestra incapacidad, nuestra falta de acción eficaz, para estar delante de Dios, porque allí participamos comunitariamente en la celebración del don recibido inmerecidamente48. Por eso el culto es espera en Dios en modo de gratitud. Y si se trata de gratitud, entonces el culto se realiza igualmente con alegría, y una extraña alegría por cierto, puesto que también el culto tiene una dimensión apocalíptica en tanto recoge el clamor por la venida de Dios, para que sea el juicio del final de los tiempos. Es llamativo que cuando Pablo habla de la oración y de la comunión de los creyentes, presente la alegría como una orden: ―¡alegrense!‖ (Fil 4, 4) y casi enseguida recuerde que ―el Señor está cerca [en su venida]‖ (Fil 4, 5). Y no puede menos que pensarse que las comunidades paulinas celebraban el culto en el marco de esa expectativa apocalíptica que suponía la visión de los muertos sufrientes, en la venida del Señor, con la imagen negativa de la ausencia de lágrimas y de dolor. La orden de alegrarnos es el llamado de la palabra de Dios a los clamores sordos de los olvidados y a la promesa de redención del final de los tiempos.
La otra dimensión del culto, que profesa la espera en Dios, es la proclamación de la Palabra y la práctica de los sacramentos. Y ambas cosas apuntan al misterio que aconteció en el crucificado, puesto que palabra y sacramentos remiten a eso, al acontecimiento salvífico de la cruz. No es poca cosa que, por cierto, la celebración de la Santa Cena sea, como lo dice Jüngel, la autopresentación del Cristo crucificado49 y que en el pan que se come y la copa que se bebe, se anuncie su muerte hasta que el venga otra vez (1 Cor 11, 26). También en esa acción de espera en Dios que es el sacramento, somos cogidos en traspié, puesto que se rememora que la entrega de Jesucristo tiene lugar en medio de la traición, delante de los hombres que han dado la espalda a Dios. Es por eso que la mesa del Señor no puede ser la mesa para los justos, sino para los pecadores.
En el culto se profesa, en suma, el acontecimiento que es Dios mismo viniendo en el crucificado, de modo que ―Dios interrumpe de tal manera la totalidad del mundo, que desciende hasta nosotros y nos eleva hacia Él. Con este gozo los creyentes elevan sus corazones, es decir, se hallan con sus corazones junto al Dios trino y uno‖50.  
                                            48 Eberhard Jüngel, El evangelio de la justificación del impío…, op. cit. pp. 305–307.  49 Cf. Eberhard Jüngel, El ser sacramental en perspectiva evangélica, Salamanca: Sígueme, 2007, p. 88ss. 50 Ibid, p. 97.
20 
La profesión de la fe cristiana anuncia vida después de la muerte…
Con estos apuntes creo que podemos trabajar en la revisión de nuestra confesión de fe, como Iglesia Evangélica Española. Me parece que pueden plantearse varias líneas de trabajo y seguramente las preocupaciones pastorales, con respecto a las diversas situaciones de nuestras comunidades de fe, pueden variar. 
Pero opino que nos movemos más o menos en el mismo contexto de un mundo secular y religioso, moderno y sometido a los Dioses de éste siglo, donde la pregunta sobre qué Dios se confiesa, en nuestras palabras y acciones, es de lo más relevante. 
Y creo que solamente podremos decir que se trata de una confesión verdadera (no idolátrica, no mitológica) si se trata de la palabra de la cruz, la cual es locura y escándalo, ciertamente, pero nosotros creemos que es poder y sabiduría de Dios (1 Cor 1, 23 –24). Pero esa es la cuestión: ¿creemos? 
A modo de cierre, recuerdo aquí el epígrafe del inicio:
Cristianamente, creer es anunciar que hay vida tras la catástrofe. Y la hay porque ha habido vida después de la muerte: […] ―He recibido el perdón de mi víctima‖… Sólo los salvados pueden creer. Y creer es también anunciar. Por eso, la acción cristiana es una respuesta a la redención, no una ascesis que pretenda alcanzar la pureza de una vida simple. Sin la experiencia de haber sido salvados, la acción cristiana no es diferenciable de una buena acción, de un compromiso moral. El cristianismo no es una ONG.

Victor Hernandez Ramirez
Ponencia 2 Pastoral 2016 Jaca

Confesar el evangelio de la gracia en un mundo… ¿sin Dios

Agradezco la confianza que me dan para presentar estas dos ponencias, que pretenden ofrecer algunos elementos que considero básicos para la tarea que tenemos por delante, de revisar nuestra confesión de fe en el contexto que nos ha tocado vivir, y en el cual nos reconocemos llamados a dar testimonio del evangelio de la Gracia.
Pensando en la finalidad que nos planteamos a plazo medio, de revisar nuestra confesión de fe, tomo una breve definición del historiador metodista Justo L. González:
Una confesión de fe es tanto la acción en la que se declara la fe de la iglesia como el documento que puede resultar de tal acción. Por ello se dice que los mártires confesaron su fe en las más difíciles circunstancias. Por ello también se le da el título de “confesor” a quienes confesaron su fe aún a riesgo de sus propias vidas, o bajo tortura. Cuando tales acciones de confesar la fe resultan en un documento escrito, este frecuentemente recibe el título de “confesión”.1
Es evidente que nosotros confesamos la fe cristiana en circunstancias muy distintas a las de los mártires de los primeros siglos, o a las circunstancias de los reformadores del siglo XVI; tampoco tenemos las condiciones de aquellos cristianos que conformaron la “iglesia confesante” y que se expresó muy bien en la “declaración de Barmen”, cuando la mayor parte de la sociedad alemana, y la mayoría de sus iglesias cristianas, se sometieron o callaron ante el régimen nazi. 
Nuestra situación es distinta y de ello hemos de hablar en un momento, pero sí que podemos advertir algo fundamental en la confesión de fe que hicieron nuestros predecesores: lo que está en juego no es poca cosa, no es una tontería, si es que eso supone correr riesgos y jugarse la totalidad de la vida. Y me parece que eso que se pone en riesgo o en juego no tiene que ver tanto con nosotros mismos, como con el Dios que se confiesa, es decir, la pregunta fundamental es ¿qué Dios se confiesa en las acciones y palabras de la iglesia?
Si hay confesiones de fe es porque son necesarias algunas distinciones, hay precisiones que tienen lugar. Es decir, una confesión sobre Dios tiene que precisar de qué Dios habla o lo que entiende por Dios. Sabemos que en el mundo antiguo no se debatía tanto sobre la existencia de Dios o de los Dioses,sino sobre el poder de los Dioses. En el mundo bíblico la cuestión fundamental tiene que ver con el Dios verdadero, frente a los otros Dioses y lo que ellos representan (imágenes, Dioses falsos), pero ocurre que nosotros ya no estamos en ese mundo, sino en un mundo marcado por la gran transformación de la Modernidad (y su posmodernidad). 
Así que para llegar a la pregunta sobre qué Dios se confiesa (en el evangelio de la gracia), hemos de plantearnos dos preguntas previas: ¿dónde estamos (qué mundo es el que habitamos, en el cual queremos plantear la pregunta sobre Dios)? Y ¿dónde está Dios (según las diversas respuestas que hay y según el anuncio del evangelio de la Gracia)? Sobre ambas preguntas irá esta primera ponencia.
1 ¿Dónde estamos? El mundo en perspectiva teológica.
Asumo, como punto de partida, que nuestra vida y creencias cristianas derivan directamente del evangelio de la gracia, tal como fue re–descubierto en la experiencia de la Reforma protestante. Aunque me pregunto si todavía somos capaces de captar la radicalidad de aquel re–descubrimiento, puesto que luego se ha tenido que hablar de una “gracia barata”, como el enemigo mortal de la iglesia2. 
En todo caso, nosotros tenemos otro contexto, estamos en un mundo diferente. Es por eso que resulta pertinente la pregunta “¿dónde estamos?”, en qué mundo nos movemos y para ello intentaré ofrecer algunas pistas para poder pensar teológicamente el mundo.
Y si nuestra perspectiva de fondo es teológica, entonces hemos de reconocer que vivimos en un mundo donde Dios no existe, vivimos en un mundo donde no cabe Dios o, cuando menos, no en el sentido de que sea necesario para la vida en el mundo. Veremos un poco mejor cómo se entiende eso, pero primero resultará útil considerar el contexto o el Sitz im Leben de nuestro mundo. 
Un mundo líquido no es un mundo cool
Habrá que reconocer que el mundo no es algo obvio. Así como el pez no es capaz de ver el agua en que vive, tampoco nosotros vemos el mundo de modo transparente, inmediato. La peor palabra que podemos usar es “normal”, porque esa palabra nos hace ciegos a un montón de cosas. Por ello es necesaria la sospecha, la mirada crítica, el rodeo por caminos más largos y sinuosos, como las ciencias sociales y el arte, por ejemplo.
                                            2 Dietrich Bonhoeffer, El precio de la gracia. El seguimiento, Salamanca: Sígueme, 1968 [orig. 1937], p. 15ss. 

Una de las metáforas más afortunadas que define nuestro mundo es la de “modernidad líquida”, del sociólogo Zygmunt Bauman3. Quizá la fortuna de la metáfora se deriva de su ambigüedad: permite pensar que tenemos una vida más fluida, donde podemos combinar la libertad con el autocontrol y donde hay un movimiento que hace muy dinámica la vida. Es cierto que en la cultura de la auto–ayuda y el coaching se recurre mucho a esta idea del flujo (flow). 
Pero Bauman no dice precisamente que nuestro mundo posmoderno sea fluido en tal sentido (aunque no descarta esa cara del flujo). No vivimos precisamente en un mundo “cool”. Bauman comenta que todo lo que ofrecía cierta estabilidad al discurrir de la vida, lo que generaba un discurso narrativo de nuestras vidas, ya no funciona igual. Así, por ejemplo, la libertad, la individualidad, el trabajo, la manera de vivir el tiempo y los espacios, la vida en comunidad, todo4 se ha transformado en algo más líquido pero también más opresivo. Un párrafo de Bauman lo expresa muy bien:
«Ser un individuo de jure [por decreto, por estar dentro de éste tipo de sociedad] significa no tener a quien echarle la culpa de la propia desdicha, tener que buscar las cusas de nuestras derrotas en nuestra propia indolencia y blandura y no buscar otro remedio que volver a intentarlo con más y más fuerza cada vez»5
Y las cosas no se remedian con la mera perseverancia y esfuerzo, puesto que las condiciones de este mundo posmoderno hacen que la flexibilidad y la iniciativa sean “maneras suaves” y “perversas” de explotación. El mismo Bauman hace una comparación de nuestra sociedad y el relato bíblico de la opresión del faraón de Egipto con los esclavos hebreos, cuando “ordenó a los supervisores y capataces que no entregaran el pueblo la paja necesaria para la fabricación de ladrillos […] „que vayan y junten su propia paja, pero asegúrense de que produzcan la misma cantidad de ladrillos que antes‟.” Y cuando le hacen ver que no es posible producir igual si no se les provee de la paja, el faraón responsabiliza a los mismos esclavos hebreos: “son holgazanes, son holgazanes”. Bauman dice que ahora no tenemos faraones, pero que los azotes ahora se han interiorizado cuando se empuja a la gente al “hágalo usted mismo” y se les dice que su propia pereza les impide hacer de modo correcto su trabajo (o re–inventarse para el cambiante mercado de trabajo) y sobre todo les impide hacerlo de modo que resulte satisfactorio para ellos mismos.6
                                            3 Modernidad líquida, Buenos Aires: FCE, 2002 (orig. 2000). 4 Bauman dice que estos conceptos (libertad, individualidad, trabajo, comunidad, espacios y tiempo) de la modernidad líquida son como zombis, pues “están vivos y muertos al mismo tiempo. La pregunta es si su resurrección –aún en una nueva forma o encarnación– es factible; o si no lo es, cómo disponer para ellos de un funeral y una sepultura decentes.”, Ibid, p. 14. 5 Ibid, p. 43. 6 Ibid, pp. 54 – 55.

Esto es un apunte solamente. No está claro que comprendamos bien este mundo líquido pero atemorizante. Hay mucho que trabajar para al menos comprender un poco mejor, para atisbar con alguna claridad en medio de la oscuridad del mundo que habitamos. Pero me gustaría decir que, en ese trabajo de análisis crítico, también hay voces esperanzadas sin recurrir a lo trascedente, sin necesidad de Dios, que ponen su mirada en las nuevas generaciones y que intentan explicar que las transformaciones del mundo nos obligan a mirar también hacia el porvenir. No me extenderé en ello, pero una de esas voces viene del filósofo Michel Serres, un viejo profesor que opina que los chicos de hoy (usa el ejemplo de una chica de unos 20 años, a la que llama Pulgarcita [porque usa sus pulgares para relacionarse con el mundo por medio de su smartphone]) viven a nuestro lado pero habitan un mundo muy distinto al nuestro y por eso tendrán que reinventarlo todo: como estar juntos, las instituciones, el modo de ser y conocer.7
El mundo secular incluye Dioses (pero posmodernos)
El mundo, y también sus posibilidades, no necesitan a Dios. Esto es porque vivimos en una era secular. Se ha debatido, y se debate mucho sobre el significado de esa secularidad, que es propio del mundo occidental pero que innegablemente ha permeado la globalidad del mundo entero. El filósofo canadiense Charles Taylor en su magna obra La era secular8 plantea que vivimos en una época en la cual la creencia religiosa es solamente una opción entre otras, “la fe en Dios ya no es axiomática”9. 
Algo muy interesante del enjundioso trabajo de Taylor es que plantea que la Reforma Protestante contribuyó de manera importante a generar la secularidad, no de manera intencional pero si de modo efectivo, al exigir que la creencia se viva de manera individualista, por medio de las disciplinas espirituales de la lectura, la meditación y la oración. Es decir, que Taylor cree que el protestantismo potenció la secularización por medio de los métodos de uso individualizado que hacen que alguien pueda ser “cristiano en un 100%” y que todo se juega en su interioridad. Con eso, la Reforma protestante generó un efecto paradójico: la fe del creyente disciplinado permitió un desapego con respecto a los demás y a su mundo, produciendo una desinserción o una ruptura de la fe con respecto a la totalidad de su entorno.
Se puede estar de acuerdo o no con Taylor, pero lo que es innegable es que nuestra era secular representa un Sitz im Leben muy distinto con respecto al mundo antiguo: para aquellos, la fe no requería la hipótesis de la existencia de
                                            7 Michel Serres, Pulgarcita. El mundo cambió tanto que los jóvenes deben reinventar todo: una manera de vivir juntos, instituciones, una manera de ser y conocer…, Buenos Aires: FCE, 2013 (orig. 2012). 8 Charles Taylor, La era secular, Barcelona: Gedisa, 2014 y 2015, 2 volúmenes. 9 Ibid, vol 1, p. 23.

Dios, pues se daba por descontado, y se podía incluso escuchar el aleteo de los ángeles (para usar una frase del sociólogo Peter L. Berger), pero nosotros no contamos con ese contexto, por lo que cuando mucho podemos creer que creemos, del mismo modo que hay quienes creen que no creen10. Lo diré con otras palabras: para los antiguos lo que nosotros llamamos “sobrenatural” era parte “natural” de sus vidas: los milagros, la existencia de los Dioses, los ángeles y los demonios, el más allá, todo era real; y, en todo caso, la cuestión importante consistía en estar bajo el amparo del Dios que te otorgaba su poder. Para nosotros, en cambio, ya no es posible creer así (en términos de pertenecer a un mundo encantado), puesto que Dios no se da por descontado (y tampoco lo prodigioso).
Sin embargo, la secularidad no significa que se haya terminado lo religioso o que no existan Dioses. Al contrario, se ha dicho que el mundo actual se ha “re– encantado” con nuevas formas de experiencia religiosa o espiritual11. En estas nuevas expresiones se incluye también, por supuesto, la fe cristiana:
Hoy la fe se presenta bajo la apariencia de una fe pos–religiosa. Es en la clave pos–religiosa como algunos maestros de la espiritualidad contemporánea de hoy tienden a definir la diferencia cristiana.12
Y en esta gran proliferación de experiencias y conflictos de identidad donde lo religioso–espiritual tiene mucha relevancia, también debemos comprender el fundamentalismo:
Debemos remachar el carácter no tradicional sino moderno e hipermoderno del fundamentalismo. En los fundamentalismos se da un mecanismo típico de la modernidad, que consiste en la reproducción del mito de origen, con la finalidad de construir comunidades imaginadas…13
Pero los Dioses existen, digamos, de otra manera. Quizá no se trate de entidades trascendentes, sino inmanentes, pero que funcionan a la manera religiosa. Tal es el caso del dinero, o del capitalismo como religión, en la manera como lo describió Walter Benjamin. Veamos esto sucintamente: Benjamin definió el capitalismo como una religión de tipo cúltico o cultual, en la cual no hay días de fiesta, puesto que el trabajo coincide con la celebración misma14. El capitalismo es una celebración cultual sin “tregua ni misericordia”15
                                            10 Un buen ejemplo de esta condición secular para la creencia es la pequeña novela de Miguel de Unamuno, San Manuel Bueno, Mártir, Madrid: Espasa Calpe, 1933, en la cual el cura don Manuel es el perfecto ejemplo del que “cree que no cree”. 11 Cf. Giacomo Marramao, “El reencantamiento del mundo en la era global. Religión e identidad”, en Daniel Gamper (ed.) La fe en la ciudad secular. Laicidad y democracia, Madrid: Trotta, 2014. 12 Ibid, p. 44. Énfasis original. 13 Ibid, p. 46 – 47. 14 En un brillante ensayo (“Elogio de la profanación”, en Profanaciones, Barcelona: Anagrama, 2005), el filósofo Giorgio Agamben ha desarrollado la tesis de Walter Benjamin para mostrar

que se fundamenta en la deuda y la culpa (o mejor, deuda–culpa, la palabra alemana Schuld significa ambas cosas16); y, además, esta religión llamada capitalismo no expía la culpa, sino que la engendra. Es innegable que el capitalismo funciona como una religión que produce deuda–culpa pues resulta más “sagrado” pagar la deuda a los bancos que proteger la vida: lo hemos visto con claridad en Europa en la reciente crisis financiera, donde el pago de la deuda a los bancos ha estado por encima de todo y de todos. Sin embargo, esto ya lo sabíamos desde hace muchas décadas en los países llamados subdesarrollados.
Es muy interesante (más bien, angustiante) que Benjamin diga que el capitalismo es un parásito del cristianismo occidental y que “el cristianismo de la Reforma no propició el ascenso del capitalismo, sino que se transformó en el capitalismo”17. Y en la medida en que Benjamin esté en lo correcto, eso significa que el cristianismo protestante también ha operado como una religión y no tanto, como se dice con frecuencia, como una fe que no es religión18.
El teólogo católico Thomas Ruster19 considera que Walter Benjamin ha tenido la lucidez de mostrarnos que el dinero es lo que gobierna el mundo, como lo más parecido a un Dios o como una auténtica religión. Además, dice que esto muestra que el Dios de la religión nada tiene que ver con el Dios bíblico, si bien en el cristianismo se ha confundido al Dios de la Biblia (que es un Dios raro, un Dios “extranjero”) con un Dios más adaptado a la realidad del mundo (o tal como funciona el mundo). Thomas Ruster señala que el economista John Maynard Keynes ha demostrado que el dinero es lo que nos vincula con el futuro (la liquidez como previsión) y que en esa expectativa de futuro consiste
                                                                                                                                que ese “culto sin fin” del capitalismo se expresa hoy día en el “consumismo” que domina nuestra sociedad. Así, en el consumo no se trata de comprar para obtener o poseer cosas, sino de comprarlas y desecharlas, porque no se les puede tener, dado que el consumo es la imposibilidad de tener nada. En otros términos, el escritor José Saramago lo explicaba con una anécdota: una mujer que dejó como última voluntad que después de morir quería que la incineraran y que sus cenizas fueran arrojadas en un centro comercial, porque allí había pasado los días más felices de su vida. 15 Walter Benjamin lo escribe en francés, en el manuscrito original: sans trêve et sans merci. Cf. Enrique Foffanis y Juan Antonio Ennis, "El capitalismo como religión", de Walter Benjamin. Traducción, notas y comentarios, Katatay. Revista Crítica de Literatura Latinoamericana, La Plata, Año 2015, vol. 3, p. 11. Disponible online: http://www.redkatatay.org/sitio/talleres/capitalismo_religion_5.pdf, acceso: 21/04/2016. 16 Ibid, p. 5.  17 Ibid, p. 12. 18 Dijo Johann Baptist Metz (téologo católico) en una ocasión [una conferencia dada en la fiesta de la Reforma en 1979, en München, St. Matthäeus] que el protestantismo es “la única religión del mundo que hace anunciar por boca de sus teólogos que no quiere ser religión, „sólo fe‟, „sólo gracia‟…”, en Más allá de la religión burguesa, Salamanca: Sígueme, 1982, p. 55. 19 Cf. El Dios falsificado. Una nueva teología desde la ruptura entre cristianismo y religión, Salamanca: Sígueme, 2011.

el momento religioso central del capitalismo20: el dinero da la misma seguridad que ofrecería un Dios verdadero.
Pero había dicho que se trata de pensar teológicamente el mundo y hasta ahora no he cumplido mi promesa, porque este mundo líquido que genera tanta desconfianza y temor, este mundo secularizado que eleva nuevos Dioses, como el dinero que lo gobierna todo, todo ello se puede reconocer sin la teología. Lo que la teología nos puede decir es algo más, o tendría que ser algo más.
Estamos en el mundo de Dios pero donde no hay Dios
Pensar el mundo en un sentido teológico supone tomar en serio la narración bíblica de la salvación que Dios lleva a cabo. Esto significa que no se puede pensar el mundo de manera separada a la revelación bíblica, que va de la iniciativa salvadora de Dios: la estructura “Creación–Caída– Redención”, que se usa en la teología produce mucha confusión y no se corresponde con la experiencia de Israel, que reconoce a su Dios a partir de la experiencia de liberación de la esclavitud en Egipto y del pacto que le hace saberse pueblo de ese Dios. 
Desde esa perspectiva de la revelación, entonces, el mundo no se puede confundir con lo divino: Dios no es parte del mundo, los astros celestes no son Dioses, el orden humano que llamamos mundo no existe para el servicio de los Dioses sino para un fin llamado libertad, los profetas de Israel propugnan un ateísmo puesto que denuncian como falsos a los demás Dioses21. Del mismo modo, la revelación definitiva de Dios, que es Jesús de Nazaret, es lo que permite considerar el mundo de una manera singular: la llegada del Reino es el final de los tiempos y el mundo es ahora evaluado en términos del tiempo y no del espacio.
Esto supone un silencio que rodea toda la creación y una condición de “inacabamiento” del mundo, el cual espera una palabra final. Hablamos del silencio de la ausencia de Dios, de su falta. Esto se comprueba en dos ejemplos bíblicos22: la experiencia de Israel como la condición de un pueblo que a lo largo de su historia vive bajo la pregunta (y el juicio humano) que le dice “¿dónde está tu Dios?”; es decir que Israel es el pueblo que vive como si no tuviera Dios. El segundo ejemplo es el libro de Job, que rompe con la                                             20 Ibid, pp. 164–178. 21 Se puede decir que desde la revelación bíblica el mundo queda desmitificado, a partir de los mismos relatos míticos de Génesis 1–11, puesto que “desdiviniza” todas las fuentes de poder o aquello que existe y que nos asombra. Todo lo grandioso del mundo, que se podría con-fundir con lo divino, en la Biblia queda definido como mera creación, como mundo, sin Dios. 22 Para fundamentar teológicamente la comprensión del mundo es de especial valor: Eberhard Jüngel, Dios como misterio del mundo, Salamanca: Sígueme, 1984; también Johann Baptist Metz, Teología del mundo, Salamanca: Sígueme, 1971; Memoria passionis. Una evocación provocadora en una sociedad pluralista, Santander: Sal Terrae, 2007.

teología de la retribución y que muestra de modo radical que Dios no se corresponde con los discursos sobre Dios (la teología de los amigos de Job, que era lo más decente y serio que se podía esperar de la teología del mundo antiguo) y que Dios es una alteridad radical: Dios es el Altísimo, y todas las cosas portentosas que existen son la huella de Dios, sus creaturas, lo que incluye, por cierto, también las profundidades del mar, que eran el inframundo, lo más siniestro que se pudiera imaginar23. Con esto se le dice a Job, y se nos dice a todos, que Dios es Señor de todo, pero no en un sentido religioso, sino como lo ausente, como lo otro  del mundo.
Entonces, teológicamente decimos que el mundo, todo lo que existe, viene de Dios, pero no es Dios. Es por eso que los relatos bíblicos impiden una lectura panteísta (todo es Dios) o panenteísta de Dios (en todo está o hay algo de Dios), como se suele decir en las espiritualidades orientales. Y también podemos decir que el ateísmo o el agnosticismo propio de la ciencia, están más cerca de la revelación bíblica, en contraste radical con las religiones (y el teísmo filosófico) como discurso y como experiencia de Dios.
2. ¿Dónde está Dios? 
La segunda cuestión previa a la confesión de Dios (y sobre qué Dios se confiesa) es ¿dónde está Dios? Y aquí tendríamos que decir, con el Nuevo Testamento, que Dios está en la cruz, es decir colgado de un madero como el crucificado. Esto es lo que se proclama desde la experiencia post-pascual, que da fe de la resurrección del crucificado y, con ello, se está diciendo algo totalmente distinto a lo que dicen las religiones y el teísmo filosófico (el Dios de la teodicea); y, por otro lado, se dice algo que se acerca mucho al ateísmo, pero lo que se dice es otra cosa, algo que proviene de un acontecimiento que llamamos revelación y que por ello sólo puede considerarse una cuestión de fe, algo in–creíble. 
Un Dios crucificado no puede ser Dios
Esta afirmación, que un Dios crucificado no puede ser Dios, se refiere a la comprensión de Dios desde la religión y desde la filosofía. Y con esto se dice que el Dios bíblico es radicalmente diferente, no sólo en su alteridad (como lo otro del mundo), sino también es diferente a las maneras como se suele ubicar y pensar a Dios: Se dice que Dios está donde allí donde lo dice la religión y lo piensa la teodicea, 
Una forma de entender que el Dios de la fe cristiana no puede ser Dios, entendido religiosamente, es siguiendo la argumentación de Thomas Ruster, quien plantea que en la historia del cristianismo hallamos dos concepciones de
                                            23 Cf. Julio Trebolle y Susana Pottecher, Job, Madrid: Trotta, 2011, especialmente la parte III, “Job frente a Dios, Dios frente a Leviatán”, pp. 133–168. 

Dios, una que es propia de la religión, y que llama el Dios consabido y otra concepción, que considera bíblica, que llama el Dios extranjero24. 
El “Dios consabido” es el que sigue una línea recta y que se adapta a una visión religiosa, a un lenguaje de la filosofía y que se adecúa a una cultura dominante; Ruster lo ejemplifica con las teologías de Justino (el apologeta por definición), de Anselmo de Canterbury, y de Tomás de Aquino y la mayor consecuencia contemporánea del Dios consabido se expresa en la teología política de Carl Schmitt y en el capitalismo como religión. Por otro lado, el “Dios extranjero” queda ejemplificado, según Ruster, en la teología de Pascal [de Marción25] y de Martín Lutero; y que permiten reconocer la tentación hacia la idolatría en que se halla siempre el creyente.
Esta “falsificación” de Dios, que Ruster asocia con la idolatría, pone en cuestionamiento la habitual manera de entender el diálogo interreligioso, donde se afirma que “todas las religiones adoran al mismo Dios”, lo que conduce a una indistinción de Dios26. Sin embargo, cristianamente decimos algo distinto. Efectivamente, desde la fe cristiana decimos otra cosa, como Jürgen Moltmann nos recuerda:
La fe de la cruz distingue a la fe cristiana del mundo de las religiones y de las ideologías y utopías seculares […] la fe de la cruz separa a la fe cristiana también de la propia superstición. El volverse al Crucificado obliga a la fe cristiana a hacer permanentes distinciones de sus propios ideales religiosos y seculares [y también distinguirse con] respecto del «mundo burgués cristiano» y del cristianismo como «religión de la sociedad actual».27
Por supuesto, la teología de la cruz no se limita al relato de la pasión de Jesús sino que también incluye esa confesión extraña de un Dios que se encarna, que se vacía en el crucificado, en toda la historia del hombre Jesús, por lo que todo lo que leemos en los evangelios no habla solamente de un acontecimiento que ha tenido lugar en la historia, sino que también trastoca toda concepción que se pueda tener de la divinidad. En otras palabras, desde toda perspectiva religiosa, un Dios no puede seguir siendo Dios si ha tenido lugar eso que se
                                            24 El Dios falsificado, op. cit. 25 Ruster incluye a Marción, reléido por Harnack, como uno de los que recuperan al Dios extranjero, lo cual me parece debatible, por decir lo menos. En su argumentación de la falsificación de Dios, Ruster llega a decir, con Harnack, que no se debe considerar un gnóstico a Marción. Ibid, pp. 101–119. Me parece más acertado, con Metz, el incluir a Marción en la permanente tentación gnóstica del cristianismo, cf. Memoria passionis, op. cit., p. 152ss.  26 Ibid, pp. 221–226. 27 Cf. Jürgen Moltmann, El Dios crucificado, Salamanca: Sígueme, 1977, p. 60.
10 
denomina lo kenótico en la fe cristiana28. El profesor Josep Cobo, quien lo ha trabajado con peculiar agudeza, dice que hemos de:
[…] admitir que si “Dios” devino un término problemático es porque el cristianismo ya se encargó de ello. No se trata, pues, de ver cómo podemos seguir creyendo en el Dios que se revela en la Cruz en una cultura que no da a Dios por descontado, sino de ver que si no podemos dar a Dios por descontado es porque hubo cristianismo, porque, en definitiva, Dios murió en el Gólgota (y, por eso, solo podemos contar con el espíritu de Dios). Al fin y al cabo, el ateísmo moderno es un hijo, aunque quizá bastardo, del cristianismo.29
Ante la realidad del mal… ¿dónde está Dios?
Nosotros, que predicamos a partir de relatos y comprendemos lo fundamental de las narraciones, hemos de escuchar un relato como éste:
Herbert Floss, el encargado de las fosas comunes reveló su secreto para quemar cuerpos: la composición de la hoguera. Según explicó, no todos los cadáveres se quemaban de manera pareja. Había cadáveres buenos y malos, incombustibles y fácilmente inflamables. El arte consistía en usar los buenos para quemar los malos. Según sus investigaciones que obviamente estaban muy adelantadas, los cadáveres viejos ardían mejor que los frescos, gordos mejor que flacos, mujeres mejor que hombres, y niños, no tan bien como mujeres, pero mejor que hombres. De esto resultaba que cadáveres viejos de mujeres gordas eran los cadáveres ideales. Herbert Floss los hizo poner a un costado como así también a los de hombres y de niños. Después de haber sido desenterrados y clasificados casi 1.000 cadáveres, se procedió a apilarlos, colocándose el mejor material combustible abajo y el de menor calidad arriba. Floss rechazó los bidones de gasolina que se le ofrecieron y en su reemplazo hizo traer madera. Su acto debía ser perfecto. La leña se juntó debajo de la parrilla de la hoguera formando pequeños focos, cual fogatas. La hora de la verdad había llegado. Con solemnidad le entregaron una caja de fósforos; él se agachó, encendió el primer foco seguido de los otros y mientras la madera empezaba a quemarse paulatinamente, con su caminar tan extraño se acercó a los funcionarios que esperaban a cierta distancia.
Las llamas crecían más y más, lamiendo los cadáveres, vacilando primero pero después llameando con brío. De repente, toda la hoguera                                             28 Para una buena exposición desde la teología narrativa, donde se describen las implicaciones de la kenosis en nuestra compresión de Jesús, cf. José Ignacio González Faus, Acceso a Jesús, Salamanca: Sígueme, pp. 142–154. 29 Josep Cobo, “Dice Estrada (1)”, blog La modificación, entrada del 14 de febrero de 2015, https://kobinski.wordpress.com/2015/02/14/dice-estrada-1/ 
11 
quedó envuelta en llamas que crecían expulsando nubes de humo. Se percibió un crepitar intenso, los rostros de los muertos se contraían dolorosamente y reventaba su carne. Un espectáculo infernal. Por un momento, hasta los hombres de las SS quedaron como petrificados, observando mudos el milagro. Herbert Floss estaba radiante. La hoguera echando llamas era la vivencia más hermosa de su vida…
Un acontecimiento tal debía festejarse. Se trajeron mesas que fueron colocadas frente a la hoguera y cargadas de botellas de aguardiente, cerveza y vino. El día llegaba a su ocaso y el cielo crepuscular parecía reflejar las altas llamas de la hoguera, allá en el horizonte, donde el sol se ponía con el esplendor de un incendio.
A una señal de Lalka sonaron los corchos y empezó una fiesta fantástica. El primer brindis fue dedicado al Führer. Los operarios de las dragas habían regresado a sus máquinas. Cuando los hombres de las SS levantaron las copas a los gritos, las máquinas parecieron cobrar vida; con un movimiento abrupto levantaron el brazo de acero hacia el cielo en un repentino y vibrante saludo hitleriano. Fue como una señal. Diez veces levantaron también los hombres el brazo haciendo resonar cada vez el «Sieg-Heil». Las máquinas animadas respondían al saludo de los hombres-maquina y el aire retumbó de los vivas al Führer. La fiesta duró hasta que la hoguera se extinguió. Después de los brindis se cantó; se oyeron cantos salvajes y crueles, cantos llenos de odio, horripilantes, cantos en honor a la Alemania eterna. JF Steiner, Treblinka, editorial Gerhard Stalling Verlag, 1966, p. 294 y ss30
Como dice Josep Cobo, es difícil decir algo después de éste relato, pero es importante en tanto que es necesario tomarse en serio el mal31. Y, no sólo porque el mal existe sino porque a partir de su realidad no podemos hablar de Dios, ni hacer teología, sin tener en cuenta que el mal es aquello ante lo que se estrellan todas las religiones y teodiceas. Recomendé leer aquel texto de Juan Sánchez32, donde reseña las obras de Juan Antonio Estrada y Andrés Torres Queiruga, pues se plantea el problema del mal para nosotros. Es un buen resumen que permite comprender las dificultades (lo imposible, vamos) de poder decir dónde está Dios, cuando tenemos delante la presencia del mal. 
Sobre todo, porque no siempre se quiere ir hacia donde apunta la confesión que hay en los textos del Nuevo Testamento, es decir la indicación de que algo                                             30 Josep Cobo, “el Mal”, blog La modificación, entrada del 8 de octubre de 2012, https://kobinski.wordpress.com/2012/10/18/el-mal/  31 Cf. Javier Melloni y José Cobo, Dios sin Dios. Una confrontación, Barcelona: Fragmenta, 2015, p. 72ss.  32 “Dios, el mal y la ansiedad” en Boletín Encuentro, no. 4, “La ansiedad en nuestra sociedad”, noviembre de 2007, El Escorial, SEUT, pp. 35 – 42, disponible: http://www.facultadseut.org/media/modules/editor/seut/docs/boletin/e0/encuentro4.pdf 
12 
ocurrió con Dios en la cruz de Cristo. El teólogo Eberhard Jüngel lo señala bien cuando explica que: 
El kerigma de la resurrección de Jesús afirma que en la muerte de Jesús sucedió algo […] en esa muerte aconteció Dios mismo […] Dios se ha identificado con ese hombre muerto […] El ser de ese muerto determina de tal manera el ser propio de Dios […] tendríamos que decir que Dios se define a sí mismo cuando se identifica con Jesús muerto […] por eso la muerte cambiada en la cruz de Cristo [la identificación de Dios con Jesús muerto es la transformación de la muerte en lo que se llama vida eterna] es llamada un “fenómeno de Dios”.33
No son muchos los teólogos que se atreven a explorar las consecuencias de lo que testifica la fe de los textos bíblicos, cuando se confiesa la resurrección del crucificado y sus implicaciones para lo que se dice de Dios, y sobre todo frente a la cuestión del mal en la experiencia histórica. En ese sentido, Bonhoeffer es el teólogo que lo ha expresado más claramente, en el conocido texto desde su cautiverio nazi:
…hemos de vivir en el mundo etsi deus non daretur […] Dios nos hace saber que hemos de vivir como hombres que logran vivir sin Dios. ¡El Dios que está en nosotros es el Dios que nos abandona (Mc 15:34)! […] Ante Dios y con Dios vivimos sin Dios. Dios, clavado en la cruz, permite que lo echen del mundo. Dios es impotente y débil en el mundo, y precisamente sólo así está Dios con nosotros y nos ayuda.34
Y también Jürgen Moltmann se atreve, en su libro El Dios crucificado, a citar un fragmento de Night de Eli Wiesel, escritor y superviviente de los campos de concentración de Auschwitz y Buchenwald, que a Moltmann le parece una buena expresión de la theologia crucis:
La SS colgó a dos hombres judíos y a un joven delante de todos los internados en el campo. Los hombres murieron rápidamente, la agonía del joven duró media hora. «¿Dónde está Dios? ¿Dónde está?», preguntó uno detrás de mí. Cuando después de largo tiempo el joven continuaba sufriendo, colgado del lazo, oí otra vez al hombre decir: «¿Dónde está Dios ahora?». Y en mí mismo escuché la respuesta: «¿Dónde está? Aquí... Está allí colgado del patíbulo...».35 
                                            33 Eberhard Jüngel, Dios como misterio del mundo, op. cit., pp. 460–464. 34 Dietrich Bonhoeffer, carta desde la prisión de Tegel, del 16 de julio de 1944, cf. Resistencia y sumisión. Cartas y apuntes desde el cautiverio, editadas por Eberhard Bethge, traducción de José J. Alemany, Salamanca: Sígueme, 2001, p. 252. 35 Citado por Moltmann, en op. cit., p. 393.
13 
En las víctimas, en los incapaces de Dios, está el Dios del crucificado
Metz es también el teólogo que se ha atrevido a reconocer que ni el cristianismo ni la sociedad (ni la teología ni la política) jamás se podrán recuperar de Auschwitz. Yo aún recuerdo el diálogo que estableció Metz con otros teólogos latinoamericanos en la ciudad de México (con Dussel, en concreto), a finales de los 80‟s, y su insistencia en las implicaciones globales que tiene Auschwitz: insistía en la memoria de las víctimas como algo fundamental para la fe cristiana. Creo que se ha comprendido poco el reclamo de Metz por las víctimas de la historia, seguramente porque el cristianismo que predicamos o que confesamos tiene quizá más de gnosticismo o de herético (un Cristo más doceta, a veces arriano o ebionita) y se adapta más a la religión burguesa (que no mesiánica) que profesamos36.
Para mí ha sido un motivo de perplejidad, viviendo como extranjero por 11 años en España, la manera como se ha instaurado y funciona la cultura del olvido con respecto a las víctimas de la dictadura franquista. Recién he comenzado a comprender y, precisamente, hace poco vi un capítulo del programa de TV “Salvados”, del periodista Jordi Évole, titulado “los esclavos españoles”37. Allí se relataba la manera como funcionó la “redención de penas” de la dictadura y la vida miserable de los trabajos forzados y las muertes. Un hombre de casi 100 años de edad, Luis Ortiz, dice allí “durante más de 40 años he tragao mucha saliva, pero ahora empezaré a hablar… yo presumo de ser un esclavo del franquismo”. Y tales testimonios me han hecho pensar en el peso del olvido, en la injusticia de la desmemoria, pero también en la imposibilidad para una o dos generaciones de hacer ese trabajo de memoria, de “anamnesis”, como dice Metz. Y quizá el desafío ahora se presenta para las nuevas generaciones, con un poco más de distancia, pero con la misma exigencia por la memoria de las víctimas.
Precisamente Johann Baptist Metz señala que sólo es posible confesar al Dios bíblico “con los olvidados”, con las víctimas de la historia, cuyos clamores parecen estar condenados al silencio y el olvido38. Si pensamos esto con cierto cuidado, eso supone ciertas implicaciones para la confesión del crucificado que fue levantado de entre los muertos, mencionaré algunas de modo muy sucinto, casi me limito a enumerarlas: 
1) La confesión del crucificado supone un marco apocalíptico, lo que significa recuperar la dimensión temporal: no se trata de espacios, sino del tiempo y en concreto el tiempo final y el juicio (Mateo 25) que adviene con ese tiempo. 
                                            36 Cf. Johann Baptist Metz, Mas allá de la religión burguesa, op. cit. 37 Programa emitido el domingo 6 de marzo de 2016. Se puede acceder online: http://www.atresplayer.com/television/programas/salvados/temporada-11/capitulo-15-losesclavos-espaoles_2016030500006.html. 38 Cf. Johann Baptist Metz, Memoria passionis…, op. cit.
14 
2) Se tiene que volver a hablar de pecado, pero no en un sentido moralizador, sino bíblicamente: la condición de la existencia humana de espaldas a Dios y, por tanto, de la negación de la alteridad (el rechazo u olvido de la pregunta: ¿dónde está tu hermano?). 
3) Una comprensión bíblica de los pobres, y las víctimas de la historia, que supere la ceguera “euro–centrica”, que mira al pobre como el “incapaz” dentro de sus esquemas modernos (pobre = del Tercer mundo o el excluido social), mientras que la Biblia habla del pobre como quien “vive atrapado en la oscuridad de la muerte, como abandonado de Dios” y por ello es quien auténticamente se vuelve a Dios y cree en “lo que es imposible”. 
4) Se tiene que repensar la confesión como pasión por Dios desde la oración de los débiles y el clamor de las víctimas (pedir Dios a Dios, como dice Metz), lo que implica una dimensión compasiva que no surge de la autosuficiencia. 
5) La escucha de la palabra y su obediencia suponen un auténtico peligro, en tanto Dios se revela como interrupción con respecto a la vida satisfecha y planificada. 
6) Y, finalmente, la confesión del Dios del crucificado supone reconocer el acceso a Dios como algo mediado por relatos, parábolas y narraciones que sólo se pueden encontrar en lo ínfimo del mundo, y no en su grandeza

 Víctor Hernández Ramírez
Ponencia 1 Pastoral 2016 Jaca