Ayer me desayuné con una noticia que me puso los pelos de punta. El titular decía así:
“Muere una niña de 14 años en Bangladesh tras recibir 100 latigazos”.
Se llamaba Mosammet Hena, y había sido condenada a sufrir esta flagelación por mantener, presuntamente, relaciones sexuales con un primo suyo casado. Sus padres defienden que, en realidad, la niña había sido violada.
Y miro, estupefacto, agotado hasta la náusea de tanta intolerancia, la fotografía del padre de la niña, con las manos tensadas como cuerdas de arco hacia el cielo, pidiendo justicia o entregándose a la locura. Con la boca abierta hasta parecer un volcán que erupciona y escupe el fuego de una ira comprensible. Miro sus ojos abiertos, pero no los veo. En su lugar, dos órbitas en blanco. Como si ya no hubiera nada que ver; como si ya nada mereciera la pena ser visto. No veo lágrimas en sus mejillas, arrugadas por el tiempo y la miseria. Secos los surcos de la piel, y seca el alma. Ni llorar puede. Como si la angustia succionase la fuente de todo. Como si la esperanza se le evaporase entera. Ahora ya no es un hombre. Es el padre de una niña muerta, y lo será para siempre, por una especie de intolerancia que respira y devora, que anda suelta y sin bozal..
Todos (o casi todos) tenemos un mínimo de sensibilidad, y estos casos tocan fibras sensibles que están insertas profundamente en lo más humano de cada uno. A quien no se le muevan las entrañas ante casos así, es que no merece la pena ser llamado humano. Ninguna cultura, ninguna religión, ninguna creencia pueden ser atenuantes de una salvajada parecida. Antes que nada está lo humano, la vida. Antes que cualquier religión, cualquier ley, cualquier cultura. Porque sin vida no hay nada. Sin derecho a la vida no hay nada. Si Dios está por encima de la vida, no hay nada.
En realidad, con Jesús vino a decirnos Dios que nada hay por encima de la vida y de la dignidad de las personas. Ni siquiera él mismo. Ninguna idea, ni creencia, ni dogma, merecen la muerte de nadie, sin no es libremente escogida.
Esa foto, que miro con una insoportable sensación de ahogo, me provoca, me escandaliza, me empuja a declarar la guerra contra toda forma de intolerancia, cuya expresión más salvaje suele ser la religiosa. Y me vuelco en los evangelios, como si necesitase un bálsamo para tanta herida. ¿Qué me cuenta Jesús de todo esto? ¿Cómo juzgaba él los errores de la gente, y a la gente que los cometía? ¿Y cómo juzgaba a quienes los juzgaban, a veces hasta la muerte?
Si nos atenemos a lo que cuentan los evangelios, nos llevamos la sorpresa de que Jesús fue escandalosamente comprensivo con personas y grupos con los que ningún hombre, reconocido como observante y ejemplar desde el punto de vista religioso, podía ser comprensivo. Al tiempo que se mostró extremadamente crítico con aquellos que se veían a sí mismos como los más fieles y los más exactos en su religiosidad. Jesús fue comprensivo con los publicanos y pecadores, con las mujeres y con los samaritanos, con los extranjeros, con los endemoniados, con las muchedumbres del gentío (óchlos), una palabra dura que designaba a la “plebe que no conocía la Ley y estaba maldita”, a juicio de los sumos sacerdotes y de los fariseos observantes (Jn 7, 49; cf. 7, 45).
Y es curioso, pero esa “chusma” es la que aparece constantemente acompañando a Jesús, escuchándole, buscándole.... Los relatos de los evangelios son elocuentes en este punto concreto y repiten muchas veces que el “gentío”, la “muchedumbre”... era la que buscaba a Jesús, la que le oía, la que estaba cerca de él. Y aquella mezcla de Jesús con el “gentío” llegó a ser tan agobiante, que hasta la familia de Jesús llegó a pensar que había perdido la cabeza (Mc 3, 21).
Jesús compartía mesa y mantel con gente pecadora, lo que daba pie a murmuraciones por causa de semejante conducta (Lc 15, 1 s). Jesús siempre defendió a las mujeres, por más que fueran mujeres poco ejemplares. Hasta llegar a decir que los publicanos y las prostitutas entraban antes que los sumos sacerdotes en el Reino de Dios (Mt 21, 31). Jesús defendió a una famosa prostituta en casa de un conocido fariseo (Lc 7, 36-50). Como defendió el derroche de perfume que hizo otra en la cena de homenaje que le hicieron a Jesús (Jn 12, 1-8). Y sabemos que, cuando iba de pueblo en pueblo por Galilea, le acompañaban, no sólo los discípulos y apóstoles, sino también bastantes mujeres, entre ellas una de la que había expulsado siete demonios (Lc 8, 1-3). Jesús siempre se puso de parte de los cismáticos y despreciados samaritanos, hasta poner como ejemplo de humanidad a uno de ellos, frente a la dureza de corazón del sacerdote (Lc 10, 30-35).
Con lo dicho hay suficiente para hacerse una idea de lo “escandalosa” que tuvo que resultar la actitud comprensiva de Jesús. Ser comprensivo con los que viven y piensan como cada cual vive y piensa, eso no es sino sentido común. El problema está en saber con qué debemos ser tolerantes. Y qué cosas no se deben tolerar. Por supuesto, aquí tocamos un tema extremadamente difícil de precisar y delimitar con exactitud.
Yo creo que todo depende de aquello que para cada cual es “intocable”. Desde el punto de vista del Evangelio, “lo intocable” ¿es “lo religioso” o es “lo humano”? Creo que es capital , para un creyente en Jesucristo, tener bien planteada y bien resuelta esta pregunta. De sobra sabemos que, por salvaguardar los derechos de la religión, a veces no se respetan los derechos humanos. Por defender un dogma, se ha quemado al hereje. Como por asegurar un criterio moral, se ha metido en la cárcel al homosexual o se apedrea a una adúltera, o se flagela hasta la muerte a Mosammet.
Es sintomático que los enfrentamientos, que, según los evangelios, tuvo y mantuvo Jesús, fueron con gente muy religiosa, al tiempo que se llevó bien con los grupos humanos que la religión despreciaba o perseguía. Es evidente que, para Jesús, su relación con el Padre del Cielo era lo central. Pero lo que pasa es que Jesús entendía al Padre del Cielo de forma que ese Padre no hacía diferencias. Y por eso es el Padre que hace salir el sol sobre buenos y malos; y manda la lluvia sobre justos y pecadores (Mt 5, 45). Porque es humano necesitar el sol y necesitar la lluvia. Cosas que, por lo visto y a juicio de Jesús, son más intocables que la “bondad” de unos o la “maldad” de otros.
¿Que todo esto entraña sus peligros? Sin duda alguna. Pero a mí, por lo menos, me parece que es mucho más peligroso dividirnos y enfrentarnos por motivos religiosos, de forma que tales motivos justifiquen las mil intolerancias que hacen la vida tan desagradable y hasta puede ser que la lleguen a hacer sencillamente insoportable. Eso nos hace daño a todos. Y además daña - y mucho - a la religión. ¿Por qué, si no, la religión se ha hecho tan odiosa para no pocas personas, muchas de las cuales sabemos que son gente honrada a carta cabal? Las religiones tendrán que pensarse este asunto. Y tendrán que hacerlo de prisa y con toda honestidad, si es que quieren que la historia no las arrolle, y las deje tiradas en las cunetas de los muchos caminos de este mundo.
En recuerdo a Mosammet Hena, niña de 14 años muerta a latigazos por ser acusada de acostarse con su primo casado.
PD: Imagino que os preguntaréis dónde está el primo. Pues en paradero desconocido, como debe ser…
Juan Ramón Junqueras
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