El creyente es un ser humano siempre en peligro. Las certezas y las seguridades, tan presentes en el fenómeno religioso, lo colocan en situaciones que lo invitan a juzgar a los demás. Y esto, como digo, es muy peligroso. No sólo para los demás, ésos que acaban siendo diana de sus juicios, sino para sí mismo. Nada es más pernicioso para alguien, y sobre todo para un creyente, que sentirse superior, más y mejor dotado para imponer su opinión.
Por eso, quiero compartir con vosotros una “neoparábola” para “neoconversos”, y también para “arcaicoconversos”. Disculpadme el poquito de mala uva que destila. No es mi intención molestar a nadie, sino mostrar en qué podemos convertirnos los creyentes, siempre en peligro. Ahí va:
El publicano bajaba de la colina del Templo de Jerusalén “justificado”, esto es, consciente de que había llegado a ser amigo de Dios. Bajaba alegre, mirando al cielo y saludando cordialmente hasta a los desconocidos, con los que se cruzaba. Era el prototipo del hombre que acaba de recibir la buena noticia del evangelio, y que se la ha creído. Aquella noche no pudo dormir de la alegría.
El fariseo bajaba de la colina del Templo desconcertado. No entendía la lógica de Dios. Él siempre había querido superar el puro ritualismo. Estaba absolutamente convencido de que las ofrendas que presentaba en el Templo no serían gratas a Dios si a la vez no cumplía sus mandamientos, o si ofendía a un hermano. Por eso había subido al Templo para presentar a Dios, junto con el sacrificio litúrgico del cordero ritual del holocausto perpetuo, el sacrificio vital de su buen comportamiento personal, familiar y profesional. No le había pedido a Dios ningún favor egoísta. Tampoco había hecho ostentación de sus buenas obras, como si creyera que con ellas se hacía merecedor de la recompensa divina, sino que, teniéndolo todo por don de Dios, había empezado su oración diciéndole: “Oh Dios, te doy gracias porque…”. Aquella noche no pudo dormir de la tristeza.
Amaneció un nuevo día. El segundo día es a veces más delicado que el primero. El fariseo y el publicano subieron de nuevo al Templo a orar.
El fariseo continuaba desconcertado. La noche de insomnio no le había aclarado las ideas. Estaba desconsolado por la sentencia condenatoria que le había caído encima el día anterior. No paraba de dar vueltas al problema de dónde podía radicar el fallo de su sistema religioso. Aquel día no empezó su oración diciendo “Oh Dios, te doy gracias”, sino “Oh Dios, no te entiendo”.
El publicano había subido al Templo con la euforia típica de los neoconversos. Como ya era amigo de Dios, entró en el Templo como Pedro por su casa. Ya no tenía por qué quedarse al fondo de todo, y menos aún golpearse el pecho lleno de compunción. A empujones y codazos se abrió paso hasta la primera fila y, mirando al cielo y levantando sus brazos en actitud de oración, rezó así:
“Oh Dios, te doy gracias porque no soy como este fariseo, que desconoce tu misericordia y presume de sus buenas obras. Le estuvo muy bien lo que ayer le dijiste. Ahora ya no hace falta que yo siga implorando tu misericordia, porque sería como dudar de tu perdón. Cierto que había acumulado muchas riquezas con los impuestos que había recaudado indebidamente, pero daré la mitad a los pobres y restituiré el cuádruplo. Ya verás qué impacto causa en Jerusalén mi conversión”.
Entonces Dios le dijo: “Yo te aseguro que la forma más refinada de fariseísmo es pretender hacerse pasar por publicano, y todo aquél que se sienta demasiado satisfecho de haberse arrepentido tendrá que arrepentirse de haberse sentido demasiado satisfecho”.
Aquella noche ni el publicano ni el fariseo pudieron dormir, de tan preocupados como estaban.
Amaneció un tercer día. El tercer día es a veces el decisivo. El fariseo y el publicano ya se habían hecho amigos y subieron juntos al Templo. Se quedaron los dos en un lugar discreto, ni en primera fila ni al fondo y, sin levantar demasiado la vista dijeron a coro: “Oh Dios, cuéntanos de una vez qué es o que hace y qué es lo que impide que quede uno justificado”.
Entonces el Señor les respondió: “Lo que impide quedar justificado es empecinarse en clasificar a los demás dividiéndolos en fariseos y publicanos. Y lo que justifica es que, habiendo reconocido uno que lleva dentro un fariseo y a la vez un publicano, estrangules al fariseo para dejar que yo pueda convertir y salvar al publicano”.
Después de todo lo sucedido y de lo que Dios había dicho, el fariseo pensaba que ya casi había desentrañado la cuestión, pero todavía se atrevió a formular una última pregunta: “Así, pues, para estar yo seguro…”. Pero el Señor lo atajó diciéndole: “Esto es precisamente, hijo mío, lo que no te conviene y has de tratar de evitar: estar seguro”.
Aquella noche tanto el fariseo como el publicano tenían mucho sueño y durmieron de un tirón, como un niño en brazos de su madre.
Juan Ramón Junqueras
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