miércoles, 27 de enero de 2010

La fe como drama: Martín Lutero

I. Introducción.
El siglo XVI significó en la historia del cristianismo una nueva división que afectó a la Iglesia de Occidente. Son muchas las causas que condujeron a ella: teológicas, eclesiales, sociopolíticas, económicas, culturales… sin que ninguna de ellas, realmente, se baste por sí misma para dar total razón del fenómeno de la Reforma. Ello no impide que, en la línea marcada por autores como Congar, Lortz y Léonard, entre otros, advirtamos en la misma un movimiento esencialmente religioso y una tentativa de renovar la vida creyente retrotrayéndola a sus orígenes.
El alma y el carácter de la Reforma van a recaer en el hijo de un empleado de un establecimiento minero de cobre en el condado de Mansfeld, un joven agustino de sólida formación académica, catedrático de Sagrada Escritura en Wittenberg: Martín Lutero (1483-1546).
Durante siglos, la figura de Lutero ha constituido un auténtico signo de contradicción. Para los católicos fue durante mucho tiempo el hereje por excelencia. Las tradiciones nacidas de la Reforma, en cambio, lo celebran como el gran héroe de la fe, cuando no, el gran héroe nacional. Tal antagonismo no responde a la realidad de hoy. Juan Pablo II reconoció la profunda religiosidad de Lutero y nos invitó fraternalmente a una reflexión crítica y conjunta de su herencia ; el documento conjunto de la comisión mixta católica-romana y evangélico-luterana, elaborado con motivo del quinto centenario de su nacimiento, nos lo presentó como común testigo de Jesucristo (1983).
El presente artículo quisiera ir más allá de una lectura confesional del padre de la Reforma. Pretendo acercarme a su experiencia de fe y leer su teología como se lee a otros grandes teólogos de la historia. Ello exigirá no perder nunca de vista que, en Lutero, doctrina y vida se funden en un mismo abrazo. Su teología se elabora a la luz de una conciencia inquieta y apasionada. Es doctrina, pero es, además, un grito del corazón, un clamor que desgarra, serena e interpela.
Ya von Balthasar intuyó genialmente la historia de la relación entre el hombre y Dios como un drama, un juego de libertades que se encuentran y se dejan afectar mutuamente. Si ha habido en la historia hombres y mujeres que han vivido «dramáticamente» su relación teologal con Dios, uno de ellos es Martín Lutero.
II. El monje
Martín Lutero nació en Eisleben, el 10 de noviembre de 1483. Crece y fue educado con cierta severidad en un ambiente de religiosidad tradicional, quizá, como advierte García Villoslada, demasiado externa y formalista . Su padre quiso que estudiara leyes, estudios que abandonó, apenas comenzados, para ingresar en el duro convento de los agustinos ermitaños de Erfurt en julio de 1505.
Merece la pena detenernos en este hecho, pues, al margen de algunos factores puntuales y casuales , su ingreso en Erfurt responde a una decisión profundamente religiosa y vital, resultado del encuentro de una conciencia inquieta en confrontación con una imagen de Dios exigente y majestuoso, fascinante y tremendo .
Desde su juventud, Lutero fue presa de la profunda angustia existencial de su tiempo: ¿soy digno de amor o de odio? ¿Cómo «hacerme» digno de mi Dios? (subrayo el verbo «hacerme») ¿cómo «librarme» de la concupiscencia y del pecado que siento siempre en mí? (nótese que subrayo aquí el –me) Ante esta desazón ¿acaso la Iglesia ofrecía a estas conciencias una salida mejor que la vida monacal? Dios es soberano y nosotros, pequeños, demasiado pequeños. ¿Qué mejor forma de poder ser acogido por Dios que abrazar una vida ascética?
“Yo mismo, dirá, fui monje durante quince años, sin contar la manera en que viví antes. He leído con celo libros y he hecho todo lo que he podido. Hubo momentos en los que no me consolaba de mi propio bautismo; no me bastaba pues siempre me preguntaba: ¿cuándo serás piadoso de una vez y harás lo suficiente ante un Dios que ha volcado sobre ti su gracia? Tales pensamientos me orientaron hacia el monacato y me atormentaron hasta sacrificarme con el ayuno, el frío y una vida severa” .
Dos años más tarde de su ingreso en los agustinos es ordenado sacerdote. Es cierto que la mayor parte de los monjes de su convento eran ordenados presbíteros. Pero para un hombre como Lutero esta vía se imponía. Mas la conciencia de la soberanía y majestad de Cristo, presente en la Eucaristía, va a suponer para el joven agustino una nueva fuente de sufrimiento. Cada día se acercará a la Eucaristía con temor y temblor. Inseguro del perdón de sus propios pecados, ni siquiera se atreve a sentirse sacerdote. Demasiado peso para un alma inquieta.
“Cuando celebré mi primera misa en Erfurt, al leer las palabras: «Te ofrezco a ti, Dios vivo y verdadero» me asusté tanto, que a punto estuve de abandonar el altar; y lo hubiera hecho de no haberme retenido mi preceptor. Y es que pensaba: ¿quién es con el que estás hablando? Desde entonces siempre celebré la misa con terror estremecido, y agradezco a Dios que me haya librado de todo eso” .
III. La crisis interior.
La entrada al convento no apaciguó el espíritu inquieto de Lutero. Se agota, nos dice él mismo, en ayunos, vigilias, sacrificios, y frecuenta hasta el escrúpulo el sacramento de la penitencia. Pero ni sus ejercicios ascéticos, ni su contrición, le otorgaban ninguna certeza . Convencido de su condición de pecador y de la imposibilidad de ganar o merecer la salvación, el temor y la desesperanza invaden su propia experiencia de Dios.
“Yo no creía en Cristo, le tenía por un juez severo y terrible, tal como se le pinta en su trono bajo el arco del cielo” . “Al solo nombre de Jesucristo, nuestro Salvador, temblaba yo de pies a cabeza” . “Yo, bajo el papado, huía de Cristo y temblaba de oír su nombre, pues la idea de Cristo que yo guardaba en mi corazón era la de un juez a quien debía dar cuenta en el postrero día de todas mis palabras y obras” . “A pesar de que mi vida monacal era irreprochable, me sentía pecador ante Dios, con la conciencia la más perturbada, y mis satisfacciones resultaban incapaces para conferirme la paz. No le amaba, sino que cada vez aborrecía más al Dios justo, castigador de pecadores” .
El mismo Lutero reconoce que llegó a pensar que Dios le había retirado su gracia. Fue entonces cuando su confesor, Staupitz, le reprochó: “Eres un necio. Dios no se enfada contigo, eres tú quien está enfadado con él (...)” .
Pero ¿cómo puede el hombre pecador situarse ante el tribunal de Dios? ¿Cómo hallar un Dios «de gracia»? La cuestión se torna radical y angustiosa si tenemos en cuenta el ambiente de temor religioso y existencial en el que se mueve Lutero .
En definitiva, ¿qué está en juego?: la relación entre Dios y el hombre, la posibilidad real de un encuentro salvífico con Él, la duda de saber si Él me ha elegido realmente o me ha reprobado, la gratuidad o no gratuidad de la fe. En definitiva, saber si puedo resistir «coram Deo» o no.
Ello implicará, como veremos, una imagen de Dios y una imagen del hombre. Lutero va cuestionar toda una teología y un modo de presentar a Dios más atento a Aristóteles que a la propia Escritura, una cuestión que sigue interpelando y nos alerta contra imágenes deformadas de Dios. ¿Realmente el Evangelio nos habla de un Dios a costa de lo humano, complacido en el dolor y del sufrimiento? ¿Realmente dibuja un Dios respuesta a nuestras angustias que termina siendo proyección de nuestros más oscuros deseos, frustraciones y necesidades, como pudo intuir Feuerbach? Lutero va a intentar recuperar a Dios que se nos ha dado en la exterioridad de la historia como «salvador» y en la interioridad de la conciencia como «consolador». Pero sólo Dios habla bien de Dios. No es de extrañar que sólo la Escritura fuera capaz de abrir una bocanada de aire fresco en la atormentada conciencia de Lutero.
IV. El encuentro liberador con la Palabra.
Al margen de la lectura apasionada que nuestro autor hará de San Agustín, otro hombre de corazón inquieto, o del místico alemán Tauler, no hay duda de que el Reformador halló la respuesta a sus clamores en el encuentro liberador con la Palabra, con la Palabra escrita, y, en ella, y desde ella, con la Palabra encarnada, Cristo.
Será en la Carta a los Romanos, y en la interpretación que de la misma da San Agustín en su tratado De spiritu et littera, donde el corazón inquieto de Lutero, consciente hasta el desgarro de la incapacidad ontológica y existencial del hombre para alcanzar su salvación, encuentre, en lo que él mismo experimentó como una gracia e iluminación espiritual, la única respuesta posible a esa pregunta vital que ha marcado toda su existencia. ¿Cómo hallar un Dios de gracia para mí? Sólo por la fe (cf. Rom 1,17), dirá, sólo por la confianza única en las promesas de la misericordia y la fe en Cristo; no hay más respuestas. Corre el año 1513.
“Yo estaba poseído, ciertamente, por un extraordinario anhelo de entender a Pablo en su carta a los Romanos, pero entonces se interpuso en el camino un solo vocablo, que se halla en el capítulo 1: «La justicia de Dios se revela en Él». En efecto, yo aborrecía esa palabra «justicia de Dios», que yo había aprendido a entender filosóficamente, según el uso y la costumbre de todos los doctores como si se tratara de la justicia formal o activa, según la cual Dios es justo y castiga a los pecadores y a los injustos. Pero yo… no amaba, yo aborrecía al Dios que es justo y castiga a los pecadores; y, con secreta, si no blasfema, pero sí ingente murmuración, estaba indignado con Dios y me decía: «como si no fuera bastante que los pobres pecadores, que se han perdido eternamente por el pecado original, estén cargados con toda clase de infortunios por el Decálogo, ¡Dios tuvo que añadir ahora sufrimiento al sufrimiento, y, por medio del Evangelio, quiso volver también su justicia y su ira contra nosotros!». Me hallaba así furioso con una cruel y consternada conciencia. Sin embargo, yo recurría llamando insistentemente a aquel pasaje de Pablo, y sentía ardiente sed de saber qué es lo que Pablo quiso decir.
Hasta que al fin, Dios se apiadó de mí, que estaba cavilando día y noche, y percibí la concatenación de los dos pasajes: «la justicia de Dios se revela en él», «conforme está escrito: el justo vive de la fe». Entonces, comencé a darme cuenta de que la justicia de Dios no es otra que aquella por la cual el justo vive del don de Dios, es decir de la fe, y que el significado de la frase era el siguiente: por medio del Evangelio se revela la justicia de Dios, en virtud de la cual Dios misericordioso nos justifica por la fe (...) Desde aquel instante, cuanto más intenso había sido mi odio anterior hacia la expresión «la justicia de Dios», con tanto más amor comencé a exaltar esa palabra infinitamente dulce. Así, este pasaje de Pablo en realidad fue mi puerta del cielo” .
Con este recuerdo, el recuerdo de un descubrimiento exegético fundante, Lutero contempla retrospectivamente la «experiencia original» que le impulsó a su labor reformadora. El Dios justo y misericordioso comparte, en la cruz de Cristo, Esposo fiel de una Humanidad necesitada de redención, su justicia con el injusto . No en vano, la justicia de Dios, al contrario de lo que pasa con nuestra propia justicia, es un continuo darse. La justicia de Dios define a Dios y ésta cobra rostro y deviene acontecimiento en Jesucristo.
Dos aspectos quisiera resaltar de este pasaje:
1. El cambio que Lutero descubre en la interpretación del concepto bíblico «justicia de Dios». El problema existencial y teológico del Reformador devendrá a su vez en un problema exegético: ¿cómo entender el concepto bíblico «justicia de Dios» y con él, la justicia del hombre? Dios es «justo», se nos dará a entender, no en el sentido de la justicia distributiva que da a cada uno lo suyo, sino siendo conforme a su propio ser. Si Dios es gracia, es justo cuando, en consonancia con su ser, practica la gracia. Si la justicia de Dios se revela en Jesucristo es que en Jesucristo se ha manifestado la misericordia y el amor gratuitos de Dios.
Por eso, la justicia de Dios es aquella por la cual Dios «declara justo» al impío y no le imputa su pecado manifestando así su bondad y entraña amorosa. Ciertamente, es justo juicio sobre el pecado, pero, ante todo, es promesa de amor y perdón que supera la palabra acusadora del juicio. Si Dios quiere ser «justo» conforme a su ser no puede ser sino misericordia. Si el hombre quiere ser justo debe reconocer su pecado y acogerse agradecido a la misericordia de Dios. La justicia de Dios, en lugar de ser la acción vindicativa del juez que castiga, se traduce en la iniciativa salvífica de Dios que justifica gratuitamente al pecador, en aquella rectitud que el Dios compasivo otorga al pecador (quien sólo necesita confiar en su Dios y creer firmemente en Jesucristo) y lo justifica.
2. La justificación del hombre, como todas las cosas importantes en la vida (el amor, la felicidad…), pertenece al ámbito del don, no de la conquista. Nada puede merecer el hombre ante Dios. No hay obra ni indulgencia alguna que pueda comprar o conquistar la redención. Al ser humano sólo le cabe la confianza, la fe en el amor misericordioso de Dios manifestado en la cruz de Cristo Jesús.
Esta confianza es la que sostiene uno de los puntos discutidos de la Reforma: la certeza de la salvación, que, en las actuales interpretaciones del pensamiento del Reformador, no es tanto una seguridad basada en una reflexión sobre el propio estado de gracia, como la confianza incondicional en la validez de la promesa del perdón de los pecados que nos alcanza en Cristo Jesús, nuestro Redentor. Dudar aquí significaría negar a Dios como fundamento fiable de salvación.
El problema radica en si pongo el acento en mi fe subjetiva, es decir, en el acto de creer, aseverando que «en cuanto que yo creo, me salvo», con lo cual convertiríamos la fe en una obra más que pudiera merecer o intentar conquistar la justificación, o en la fe objetiva, es decir, reconocer que no tengo más seguridades que Cristo. La única forma de salvarse es no pretender controlar si estoy salvo o no, sino abandonar confiadamente mi redención en manos de Dios y confiar en su promesa.
De esta forma, la justificación «sola fide» deviene en justificación «propter Christum». Sólo por la imputación extrínseca de la justicia de Cristo, recibida por la fe, el hombre es justificado, siendo «simul iustus et peccator». Aquí radica el corazón del Evangelio, el primer y el principal artículo de la fe, el «articulus stantis et cadentis ecclesiae».
Pero las observancias religiosas, y el significado que la iglesia papal les daba habitualmente, habían obscurecido, a juicio del Reformador, el evangelio de la justificación por la fe. El problema vital y existencial, teológico y exegético, que encierra la pregunta por la salvación desembocará, finalmente, en un problema eclesiástico a través de las tomas de posición de Lutero en la predicación de las indulgencias. El detonante, como bien sabemos, fue la predicación de Juan Teztel, impulsada por Alberto de Brandeburgo, sobre las indulgencias que había concedido León X para la reconstrucción de la Basílica de S. Pedro. Este hecho provocó la crítica de Lutero, desatando el debate de su conciencia interior y un largo proceso de diatribas, intentos de diálogo, condenas mutuas y distanciamiento. Siguiendo una costumbre universitaria, con la publicación el 31 de octubre de 1517 de sus noventa y cinco tesis, desafió a otros doctores a defender la validez y legitimidad de aquellas prácticas. A la luz de Rom 3,28, este profesor de Sagrada Escritura de Wittenberg, especialista en Romanos y Gálatas, va a dejar clara su postura: la justificación y el perdón de los pecados vienen tan sólo por medio de la fe en Jesucristo.
Para Lutero, su impugnación no solamente estaba de acuerdo con la enseñanza de la Iglesia, con la que no tenía intención de romper, sino que estaba convencido de que ahí se jugaba la esencia del Evangelio, y, en consecuencia, el ser y la identidad más profunda de la Iglesia. La idea, por tanto, de una ruptura con ella no entraba en los planes del Reformador. Él quería la reforma de la Iglesia, liberarla de las cautividades babilónicas en las que se veía envuelta por errar la mirada, por prestar más importancia a la autoridad del papa y de Aristóteles que a la propia Escritura. La Iglesia no podía obviar que sólo por la gracia y la fe que tenemos en la obra salvadora de Cristo, y no debido a nuestros méritos, somos aceptados por Dios. Su intención, interpretada como un problema «de» y «con» la autoridad, no sería comprendida ni por las autoridades religiosas y eclesiásticas en Alemania, ni más tarde, por Roma .
V. Sola cruz, solo Cristo.
A partir de aquí, Lutero no quiere reconocer más autoridad que la Palabra y no quiere mirar más allá de la cruz de Cristo.
Martín bebe de una experiencia vital a la que no son ajenos sus grandes maestros: Pablo y Agustín. Y, en cierta manera, el Reformador va a vivir su personal camino de Damasco.
Pablo en su camino de hombre autónomo, que había puesto su confianza en sí mismo y en sus títulos humanos, se encontró con el Crucificado, en quien antes sólo había visto una maldición de Dios, y percibió con claridad el misterio de amor que encerraba la entrega de Jesús por nosotros. Antes de su encuentro con el Resucitado, podía presumir de cualquier cosa: fariseo, de buena cuna, cumplidor, celoso de Dios… (Flp 3,4ss). Ahora, ha descubierto su verdad: su pequeñez y su grandeza de hijo amado. A partir de ahora sólo puede gloriarse y poner su orgullo en Cristo (Flp 3,3).
Algo parecido sucede con el obispo de Hipona. Su fuerza es su saber, pero hay algo que no dicen los libros. “Que el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, dirá, no lo leí allí… Que se anonadó a sí mismo, tomando la forma de esclavo, hasta la muerte en cruz… no lo dicen aquellos libros… que murió, que no lo perdonaste, sino que lo entregaste por nosotros… no se halla allí” . “Yo buscaba el medio de adquirir fortaleza que me hiciese idóneo para gozarte, pero no había forma de hallarla que no fuera abrazándome con el Mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, que es sobre todas las cosas Dios. Él es el Camino, la Verdad, la Vida… pero yo, que no era humilde, no tenía a Jesús humilde por mi Dios, ni sabía de qué cosa pudiese ser maestra su flaqueza” .
Como en el caso de san Agustín, será el encuentro con la Palabra, de la mano de la Carta a los Romanos, el que conduzca a Martín Lutero a abrazarse a la cruz de Cristo como el único leño capaz de conducirle por las difíciles aguas de la vida y de la fe. Y en este abrazo, el Reformador percibe la hondura del misterio que entraña el Crucificado hasta poder decir con Pablo: “me amó y se entregó por mí” (Gal 2,20). No tenía que demostrar ni merecer nada. De poco servía ya buscar seguridad en sus prácticas ascéticas o en su saber. Basta con consentir y confiar.
Este hallazgo ilumina la experiencia de la fe y le dota de un significado nuevo y, sobre todo, existencial. La fe es una unión con Cristo que Lutero describe con gusto con metáforas amorosas y matrimoniales, recogiendo la idea patrística del intercambio. “La fe [dirá] no entraña sólo la grandeza de asimilar el alma a la palabra de Dios, sino que también la une con Cristo como una esposa se une con su esposo. Bienes, felicidad, desgracia y todas las cosas del uno y del otro se hacen comunes. Lo que pertenece a Cristo se hace propiedad del alma creyente, lo que posee el alma se hace pertenencia de Cristo. Como Cristo es dueño de toda felicidad y bien, el alma es señora de ello, de la misma manera que Cristo se arroga todas las debilidades y pecados que posee el alma. Ved qué trueque y qué duelo tan maravilloso. Por el anillo nupcial Cristo acepta como propios los pecados del alma creyente. Los pecados se sumergen y desaparecen en él, porque mucho más fuerte que todos ellos es su justicia insuperable. Por las arras, es decir, por la fe, se libera el alma de todos sus pecados y recibe la dote de la justicia eterna de su Esposo” .
Lutero va a enfatizar el «pro nobis» de la cruz hasta el punto de que no va a importarle tanto Dios «en sí» como el Dios «para nosotros», mi salvador, mi consolador. Dios va a ser solo real en Cristo, cuyo nombre es Emmanuel, Dios con nosotros, dado por nosotros, perdón de nuestros pecados. La teología deviene cristología, pero una cristología existencial. Es el estudio de cómo Jesús es «mi Jesús», el que me reconcilia con Dios, el «beneficio» de Dios para mí que soy pecador. Basta con contemplar su rostro para conocer de antemano la respuesta a la pregunta suprema del hombre: ¿me mira Dios con ojos amorosos? ¿Puedo contar con su perdón? “Con tal que me salve, dirá, ¿qué más da que tenga una o dos naturalezas?”.
Con ello, devuelve la teología y la experiencia de fe a su punto de origen: la historia siempre contemporánea de Dios con el hombre, con cada hombre y mujer, que tiene en la cruz su punto culminante, de consumación, hermenéutico. Es en las llagas de Cristo donde hay que mirar . Frente a la lógica de la escolástica, Lutero gira hacia la Biblia y la mística para, desde ahí, recuperar a Cristo Jesús como «mi salvador». En palabras de González de Cardedal, “Lutero reduce la teología a cristología, ésta a soteriología, ésta a estaurología (cruz), y la antropología, a martiología (pecado)” .
No es de extrañar, por tanto, que Lutero cierre las puertas a todo acceso a Dios que no nazca del encuentro con la Palabra y del leño de la cruz: Sola Escritura, Sola gracia, solo Cristo, sola cruz.
No hay acceso a Dios al margen de la Palabra y al margen de Cristo crucificado. La Humanidad sólo puede conocer a Dios en el lugar preciso donde la tangente divina toca el círculo humano: la encarnación de la Palabra eterna. Su condena de la teología natural y de la escolástica apunta en la misma dirección: el hombre con su razón se engaña si pretende atrapar a Dios por medio de ella, como si pudiera agotarse su misterio en nuestros pobres conceptos. La realidad de Dios se resiste a ser objetivada en categorías filosóficas y a ser manipulada por la razón que termina por ontologizar y despersonalizar la faz divina. Sólo el Dios de la Escritura es un Dios personal, con rostro, con entrañas. El hombre es incapaz de acceder a Dios, ni siquiera a través de las criaturas o de su propia subjetividad, si Éste no se hace el encontradizo por medio de su Revelación en Cristo. Lo contrario es un Dios a nuestra imagen y semejanza en quien terminamos proyectando nuestros más oscuros deseos y frustraciones.
Por eso, la fe en Cristo Crucificado es realmente el único acceso a Dios. Sólo ella excluye la idea de un Dios manipulado, creado a imagen y semejanza del hombre. Sólo ella respeta la suficiencia reveladora y soteriológica de la cruz de Cristo, sólo ella permite a Dios ser Dios. Ciertamente, lo específico cristiano del encuentro con Dios radica en que éste acontece por y en Cristo. No se trata de un medio más, sino del único posible. Buscar a Dios fuera de Cristo es perderle.
En Cristo, el Dios «escondido» sale al encuentro de lo humano para convertirse en el Dios «revelado» «salvador», si bien su desvelamiento asume la paradoja de la cruz. El Dios revelado sigue siendo, no obstante, un Dios «escondido» porque es un Dios crucificado. La revelación de Dios se lleva a cabo en la dialéctica. Dios permanece encubierto en su descubrirse y sólo puede captarse en la fe en Cristo.
VI. Dios y el hombre. Gracia y pecado.
Visto esto, quisiera resaltar algunas cuestiones que, según mi parecer, están en el fondo de la experiencia de fe de Lutero. Veamos.
1. En primer lugar, percibo un angustioso y dramático clamor de liberación: liberación, por una parte, de una imagen de Dios fascinante y tremendo, tal como intuyó Rudolf Otto, ante el cual el ser humano, profundamente pecador, es incapaz de resistir. Por otra, necesidad personal de liberación del pecado, aunque sea, al menos, de la imputación forense de ese pecado. El drama del ser humano lo revela incapaz de liberarse por sí mismo. Necesita ser liberado «por otro». Mas su desdicha es tan grande y la amenaza de la muerte, salario del pecado, tan poderosa, que su Salvador sólo puede ser Aquel que sacó de la nada cuanto existe. En ningún otro hay salvación (Hch 4, 12). Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, manifestada en Cristo, Dios no me imputa mi pecado. Aunque no pueda merecerlo, por favor suyo, puedo sostenerme «coram Deo» y vivir.
En consecuencia, Lutero se opondrá con fuerza tanto a una reducción metafísica del problema de Dios y a imágenes deformadas que presentan de Él un rostro sádico, manipulable y mercantil, como a una reducción voluntarista, individualista y moralista de la experiencia cristiana que pretende insinuar que el hombre debe merecer su salvación, equivocándose de raíz, ya que, por mucho que lo intente, «no puede».
2. Pertenece al carácter soberano del Evangelio de la justificación abrir un horizonte de gracia para el hombre. Nuestro valor como seres humanos no depende de lo que hagamos. Ya antes de que nosotros hagamos nada, somos acogidos y aceptados. Contemplar al ser humano desde el punto de vista del «ser», y no del «hacer», nos libera de las mentiras de la vida y de la amenaza del sinsentido, y nos capacita para la solidaridad y la misericordia. El «hacer» no define al hombre, sólo el «ser»; ahí radica su verdad más íntima .
En definitiva, la doctrina de la justificación constituye la afirmación e insistencia en la primacía absoluta de la persona por encima de sus obras en todos los órdenes de la vida. Estar justificado significa ser una persona irrevocablemente reconocida. Ahora bien, el que vive desde la justicia de Dios respetará también en el otro a una persona reconocida y aceptada irrevocablemente por Dios con anterioridad a todos sus éxitos y fracasos. Lo que decide acerca de un hombre no es lo que él hace de sí mismo, sino lo que Dios hace en nosotros.
Todo esto libera al hombre de actitudes prometéicas que le obligan en cierta medida a «conquistar» o «comprar» su salvación. La justificación pertenece a ese orden de cosas, como la felicidad y el amor, que se nos escapan cuando pretendemos apropiarnos de ellas por nuestras propias fuerzas. Perteneciendo a un ámbito de «relación» se mueven, más bien, en la dinámica del don.
3. No obstante, si es peligroso acentuar la praxis como criterio definitorio de lo humano, obviarla por completo puede desembocar en el drama de la «no libertad del hombre para hacer el bien», en el pesimismo de aquel que, herido por el pecado en su raíz, no es capaz de ser «sujeto de su historia». Detengámonos en esta cuestión.
Lutero acierta, en verdad, en tomar conciencia de la realidad dramática del pecado al ubicarla en el lugar que le pertenece: no en el de la mera trasgresión de la ley, totalmente insuficiente para aprehender el pecado en su más profunda identidad, sino en lo más íntimo y radical de la relación con Dios. El pecado es, ante todo, ruptura de esa relación, falta de temor de Dios y de confianza en Él, concupiscencia que se rebela autosuficiente y orgullosa ante Él. En palabras de Agustín, un movimiento de aversión a Dios, «motus aversionis a Deo» .
Este movimiento engaña al ser humano sobre su propia identidad y vocación, y lo encierra sobre sí mismo ahogándolo en su finitud. El pecado desfigura lo verdadero, desfigura el bien, y desfigura al mismo Dios convirtiéndolo en un ídolo. “La naturaleza del pecado, dirá Lutero, consiste en no querer ser pecado” . De hecho, “sin fe no somos capaces de admitir que somos pecadores” . El mismo pecado oculta con falsos pseudónimos su realidad ante nuestros ojos. Sólo la Palabra, el Evangelio, y la fe pueden ayudarnos a asumir e integrar nuestra propia realidad . Sólo la Palabra perdonadora del Evangelio, al vencer el mal, lo identifica realmente como mal.
En lugar de desestimar el poder del pecado, Lutero reconoce su acción y poder hasta el punto de contemplar al ser humano como siervo y actor del pecado. Más aún, agudizará la doctrina agustiniana del pecado original presentando el pecado de origen como un pecado personal, en cuanto expresa el cautiverio de su existencia. Todos somos, en cierta manera, Adán, y todos llegamos a serlo un día responsablemente. La naturaleza humana se halla bajo el poder del mal y está corrompida por él. Incluso en la nueva situación del justificado, se mantiene la paradójica afirmación «simul iustus et peccator». Mi yo justificado, aunque estimado justo, es y sigue siendo «in re» pecador , si bien mi realidad de pecador condenado se trueca en la del pecador que ha sido agraciado, aceptado, acogido .
El pecado, aunque es mi acción, determina mi ser, hasta el punto de que todo lo que hago por mis propias fuerzas, «al margen de Dios», es pecar. “Soy una masa de condenación desde mi primer comienzo” .
No pasa desapercibido que dicho planteamiento ha ido a la par de la voluntad de acentuar la independencia, suficiencia y soberanía de la gracia de Dios que no necesita ser completada ni por el hombre ni por la Iglesia, así como el valor de la única mediación salvífica de Cristo. Sin embargo, paradójicamente, el pesimismo antropológico que pueden encerrar ciertas interpretaciones clásicas de la doctrina luterana de la justificación deviene en pesimismo teológico al ahogar el Misterio de Dios en la propia estrechez de nuestra finitud. Si el don de Cristo para Lutero es la no imputación del pecado y no la divinización y transformación, que nos sería ontológicamente imposible, deberíamos preguntarnos: Nuestra finitud ontológica ¿imposibilita la divinización por obra gratuita del Espíritu? ¿también para Dios resulta ontológicamente imposible nuestra divinización?
El principio de la «sola gracia» hablaría entonces de una gracia que es sólo una actitud amistosa de Dios pero sin fuerza, que es sólo una benevolencia misericordiosa y disculpadora de Dios frente a los hombres, pero no un beneficio real y de ayuda de Dios al hombre, al negar que pueda transformarle realmente y renovarle de tal forma que pueda evitar el mal y hacer el bien. De ser así, la gracia de Dios devendría en una gracia barata que deja indiferente al hombre conduciéndolo a una pasividad ética que hace vacía la obligación de hacer el bien, el decálogo, el mandamiento del amor, o las mismas exhortaciones paulinas a cambiar para una nueva vida .
En definitiva, es mucho lo que está en juego. Y es que preguntarnos hoy por la justificación, preguntarnos por la experiencia de fe de Lutero, significa plantearnos:
1. El eterno problema de la relación del hombre con Dios, de la criatura con su Creador, la sinergia de ambos en libertad. Hans Küng, en su estudio de la teología de Karl Barth advertía del riesgo de minimizar a Dios al minimizar al hombre, pues ¿no se merma el honor de Dios con la merma del honor de su criatura? Si tomamos en serio tanto el misterio de la persona humana, criatura, ciertamente, pero llamada a ser compañera de Dios, como el misterio de la encarnación en Cristo debemos plantearnos si debe menguar el hombre para que Dios crezca o si, por el contrario, en palabras de Ireneo, la gloria de Dios es que el hombre viva, porque Dios es la vida del hombre. ¿Puede servirse Dios de lo humano, precisamente para salvar al hombre y lo humano?
2. En segundo lugar, la cuestión de la justificación nos sitúa ante la difícil cuestión de nuestra autonomía como criaturas y de la relación entre naturaleza y gracia, el sentido de la economía salvífica, o el papel que juega y está llamado a jugar el ser humano, incluso la misma Iglesia, en la Historia de la Salvación.
3. Es plantearnos ante todo qué significa Dios para nosotros hoy, qué significa para nuestra vida creer en un Dios misericordioso, cuál es «coram Deo» el sentido de nuestra vida. Es cierto que no podemos conquistar nuestra propia felicidad, así como nuestro valor personal no depende de nuestras obras sean buenas o malas. El amor de Dios es previo. Somos amados, luego existimos. En su amor vivimos, nos movemos y existimos. Su amor es nuestro origen, vigor y destino. Nos da la vida y también la renueva y la culmina.
La Declaración conjunta luterano-católica sobre la justificación de 1999 da fe de un amplio consenso en este punto, declarando que lo que hoy nos diferencia en esta cuestión no es causa de ruptura entre las Iglesias. “Juntos confesamos que la gracia de Dios perdona el pecado del ser humano y, a la vez, lo libera del poder avasallador del pecado, confiriéndole el don de una nueva vida en Cristo” .
VII. Legado y misión.
Quisiera terminar con palabras del documento Martín Lutero. Testigo de Jesucristo (1983) elaborado por la comisión mixta católico romana/evangélico luterana. Son palabras que apelan a la experiencia de fe del Reformador, con sus luces y sombras, a su profunda religiosidad, y a su búsqueda honesta y abnegada del Evangelio, para descubrir juntos, críticamente, una herencia que puede ser común porque quiere beber de la fuente misma del Evangelio y de nuestra más antigua tradición y fe compartida. Sirvan como colofón y conclusión a nuestra reflexión sobre una experiencia de fe, vivida ciertamente como drama, que a nadie dejó indiferente, y cuya herencia, hoy, no necesariamente tiene que ser camino de división sino oportunidad para crecer juntos. Basta con atrevernos a buscar conjuntamente, en caridad y sin prejuicios, la verdad de la historia, sin miedo a reconocer la culpa allí donde exista y sin miedo a buscar juntos el rastro y el rostro de Dios en los acontecimientos. Bastaría con atrevernos, hoy, a dirigir nuestra mirada, en actitud de diálogo fraterno, a Aquel que es nuestra fuente, sin miedo a contrastar juntos nuestra experiencia con su Palabra y con esa Tradición viva de la Iglesia antigua que sigue viva y latente en nuestras comunidades. Por ese camino, vamos ya, con la fuerza del Espíritu, caminando. Por ese camino podemos aprender juntos de la experiencia de nuestros testigos de la fe.
“Nos es posible hoy día apren¬der juntos de Lutero. «Él puede ser nuestro maestro común en la afirmación de que Dios tiene que permanecer siempre como el Se¬ñor, y que nuestra respuesta humana más importante siempre tiene que ser la absoluta confianza en Dios y nuestra adoración a él» (Cardenal Willebrands)”. Como teólogo, predicador, pas¬tor, compositor de himnos y hombre de oración, con extraordinaria fuerza espi¬ritual, Lutero ha testimoniado renova¬damente el mensaje bíblico del regalo de Dios de la justicia liberadora y lo ha hecho resaltar. Lutero nos dirige hacia la priori¬dad de la Palabra de Dios en la vida, en¬señanza y servicio de la Iglesia. Nos llama a la fe que es absoluta confianza en el Dios que en la vida, muerte y resurrección de su Hijo ha mostrado que Él mismo es misericor¬dioso con nosotros. Nos enseña a entender la gracia como una relación personal de Dios con el ser humano, la cual es incondi¬cional y nos libera del miedo a la ira de Dios y para el servicio del uno al otro. Testifica que el perdón de Dios es la única base y esperanza para la vida humana. Nos enseña que la unidad en lo esencial permite las diferencias de cos¬tumbres, orden y teología. Recuerda a los teólogos que el conocimiento de la misericordia de Dios se revela sólo en la meditación y la oración. Es el Espíritu Santo quien nos convence de la verdad del Evange¬lio, y nos guarda y fortalece en esta ver¬dad a pesar de todas las tentaciones. Nos exhorta a recordar que la re¬conciliación y la comunidad cristiana solamente pueden existir donde no só¬lo es seguida la "regla de fe" sino tam¬bién la "norma del amor'; que siempre piensa bien de todos, no sospecha, cree lo mejor de su prójimo y llama san¬to a todo el que haya sido bautizado" (Martín Lutero).
En su última confesión Lutero expre¬só su confianza y humildad reverente ante el misterio de la misericordia de Dios. Esta confesión, como su última voluntad y testamento espirituales y teológicos, puede ser una guía para nuestra búsqueda común de una fe unificada: «Somos mendigos. Esto es lo verdadero»”.

Ernesto Brotons
Zaragoza, 2009

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