Si un día tropezara con uno de estos periodistas o sociólogos que van por la calle haciendo encuestas religiosas a la gente, preguntándoles si creen en Dios, creo que me gustaría contestar que, a pesar de ser miembro de una iglesia protestante, no creo en Él. Y, al hacerlo, estoy convencido de que diría la verdad como creyente y como cristiano, porque cada día estoy más lejos de esta imagen estereotipada de Dios que se esconde detrás de las encuestas y que ha anidado en la mente de la gente. Me gustaría dar la misma respuesta sobre la existencia del diablo. Tengo muy claro que hay un dios en el que no creo. Es el dios explicación, o el dios proyección de nuestros deseos, o la máquina eterna que todo lo puso en movimiento, o el dios retributivo que en el curso de los siglos ha sido el tormento humano, o el dios manipulado que justifica la religión. No se trata tanto de que no crea en este dios, ya que hay elementos válidos en todas estas imágenes, sino que mi respuesta sería una especie de protesta para decir que la imagen que el mundo no creyente –y también buen número de creyentes- tiene de dios no se corresponde en absoluto con la imagen que Cristo nos ha enseñado a amar.
Hoy es difícil hablar de Dios, porque al hacerlo, en seguida te clasifican y te sitúan en un fichero en el que no te encuentras cómodo. Por ejemplos, en el libro “100 Españoles y Dios”, de Gironella, me identifico mucho más con buena parte de los que dicen que no creen, que con el teísmo estéril de una mayoría que se confiesan creyentes. Si tuviera que escoger entre uno de los dos bandos, quizás me pondría en el de los clasificados como “no creyentes”, que se toman la vida seriamente, que en aquel de los que dicen que creen en Dios, pero se han hecho una imagen idólatra. Y quizás, al hacerlo así, me acercaría a aquellos cristianos de los primeros siglos que fueron acusados por los paganos de ser ateos.
Hay una imagen folclórica de Dios de la que me siento muy alejado. Sobre todo de la del Dios religioso, preocupado por si mismo, celoso del culto y enamorado de su gloria. El Dios doctrinario y cruel, el de amigos y enemigos, que determina el futuro de los hombres según la ”sana doctrina” y menosprecia la vida presente para centrarlo todo en un futuro después de la muerte. El Dios simplista, el del cielo o el infierno, el del blanco o negro, el de religioso o ateo. El Dios que no distingue, que es incapaz de ir más allá de los atributos que le otorgamos y que son como un corsé que le impide moverse con libertad, que incluso le impide ejercer su misericordia. No creo que éste sea el Dios de los profetas, que amaba más la justicia que la fastuosidad del culto, ni el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo que recibe con un abrazo sin límites al hijo perdido. Ni el del apóstol Pablo que declara justo al culpable. Me gusta más el Dios de las prostitutas del evangelio que se adelantan a las grandes figuras del mundo religioso; el Dios de la mala fama, amigo de estafadores y pecadores públicos; el dios clavado en la cruz, indefenso e impotente, por amor. El Dios cuya grandeza es su capacidad de amar, de sacrificarse, de darse por nosotros; el Dios que ha querido estar presente en el mundo bajo la imagen del pan roto y el vino derramado, la imagen de la entrega total y absoluta, que nos habla de la impotencia del crucificado y de la fuerza del amor.
¿Quién es mi Dios? No es fácil definirlo. Está muy por encima de mis capacidades de síntesis. Pero es el Dios comprometido con la vida, mi vida, aquella que creó y que me ha dado. Creer en Él es creer en la vida, en sus posibilidades infinitas, en su sentido de presente y de futuro, de inmanencia y transcendencia. Y también al revés: creer en la vida es creer en Él. No tenemos a nuestra disposición muchas herramientas para hablar de Dios con propiedad y exactitud. Somos demasiado limitados. Pero Dios no es para ser definido más allá de la definición de Juan: “Dios es amor”. El lenguaje adecuado en el contexto de Dios no es el de las definiciones, ni el que tiene necesidad de usar la tercera persona. Dios jamás debería ser “él”. Es siempre un tú que nos confronta y del que no deberíamos tanto hablar como hablarle. El lenguaje apropiado para Dios es, finalmente, el de la oración, que es el lenguaje de la comunión, de la amistad, de la armonía. El hombre que bucea en el interior de su vida, no encuentra allí un vacío, sino que allí encuentra a Dios, aunque no le conozca ni lo reconozca. Dios, como el sentido de su vida, está escrito en cada una de las fibras de nuestro ser. Sólo hay que dejarlo aflorar, salir fuera e iluminar la vida.
Día a día, en el mundo del evangelio, allí donde encontramos a Cristo, crecemos en el conocimiento de Dios. Día a día somos llamados a hacer nuestra su vida, en todo aquello que tiene de solidaridad con los más pequeños de nuestro mundo y en todo aquello que nos habla de esperanza y de eternidad. Dios es la presencia de un amor eterno e invisible que en Cristo se nos hace accesible y visible. En su compañía, caminando sus caminos, lo encontramos como el “parakletos” (Jn 14,16), el Consolador, el que siempre nos acompaña y nos salva del nihilismo de un mundo sin alma para mostrarnos que “la vida es más que el alimento y el cuerpo que el vestido.” Que más allá de nacer y morir, comer y beber, llorar y reír, crecer y envejecer, hay un sentido profundo de la vida que Cristo nos ha revelado y que llamamos Dios. En Él y sólo en Él, mi vida y mi mundo reencuentran su sentido.
Enric Capó
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