martes, 2 de febrero de 2010

La susceptibilidad.

A lo largo de mi vida he observado que las personas susceptibles sufren innecesariamente, cargando agravios, amplificando reveses y desafiando amistades y relaciones que no tienen el objetivo específico de dañarlas, ofenderlas o despreciarlas.

La etimología de susceptible es interesante. El vocablo proviene del latín suscipere, que significa “recibir”, “aceptar”, “admitir”, y de la expresión susum, que se traduce “hacia arriba”. Pudiéramos, pues, afirmar que susceptible es la persona que toma las cosas demasiado en serio, adjudicándoles una dimensión que no suelen tener.

Hay otra acepción de susceptible menos dramática. Se aplica a lo que acepta cambio o transformación, a lo que es factible de alteraciones. Quizás, y en esto usamos más la imaginación que lo real, tal acepción puede aplicarse a la persona, que por ser susceptible, se deja cambiar o alterar por el proceder de otros. El Diccionario Etimológico de Ciencias Médicas de Editoriales Salvat define susceptibilidad como “propiedad o disposición natural o adquirida para recibir modificaciones o impresiones”.

He conocido a personas susceptibles que han convertido sus vidas en una constante infelicidad. Creo que todos pudiéramos aportar ejemplos que coincidan con nuestra propia percepción. Sin embargo, dada la imposibilidad de convertir este modesto trabajo en un estudio de casos, voy a mencionar sencillamente a dos personas, de las que, por supuesto, el nombre verdadero es innecesario mencionar.

Recuerdo a Luis, compañero de las aulas del Seminario, a quien todo adjetivo descalificativo le caía encima como una pedrada. Si se hablaba de envidia, era él el envidioso y si se hablaba de vagancia, el vago era él. No nos anticipemos a pensar que sufría de un complejo de inferioridad, porque ese no era el problema. Tan complicada era la personalidad de Luis que le sugirieron que se consultara con un siquiatra. Después de varias sesiones quizás mejoró un poco, pero no totalmente. Un día, en medio de una animada conversación, un joven médico con el que yo coincidía en mi iglesia y que fuimos compañeros de bachillerato, me dijo algo que nunca olvidé: “nosotros no somos botellas para que nos pongan etiquetas”. Tenía en sus manos una botella de Coca Cola llena de agua y comentó, “Fíjate, la etiqueta sigue anunciando Coca Cola, pero dentro de la botella lo que hay es agua”. Después de una pausa, añadió: “recuerda que tú no eres botella para que te pongan etiquetas”.

Le fui con el recado a Luis y lo mejoré con un ejemplo. Coloqué sobre una mesa un libro, una libreta y un lápiz. Tomé en mis manos la libreta y le dije que era una manzana. Por supuesto, se echó a reír. Tomé después el libro, diciéndole que era un melón, y al lápiz lo nombré como un alfiler. “Luis, fíjate, -le dije-, el que yo haya llamado manzana a la libreta, melón al libro y alfiler al lápiz, no los ha cambiado en nada. Cada cosa sigue siendo lo que es. Tú eres quien eres, no lo que la gente diga que eres. Si hablan mal de ti, lo que digan no tiene porqué molestarte o preocuparte Y si hablan bien, tú eres bueno no porque lo digan, sino porque lo eres”.

No voy a ser tan vanidoso como para decir que totalmente curé a Luis de su susceptibilidad; pero andando los años nos encontramos en Louisville, Kentucky, donde él trabaja en una oficina administrativa de la denominación, y enseñándome un libro, me dijo, en medio de una estruendosa carcajada: “éste es el mejor melón que he leído en mucho tiempo”..

Susana era una alumna del colegio que siempre repetía este estribillo: “la tienen cogida conmigo” Eso incluía a la maestra, a los compañeros, a los empleados de la cafetería y a los encargados del transporte. Una tarde, le pedí a Susana que me ayudara a hacer una lista .en la que yo había previamente escrito los nombres de las personas que supuestamente “la tenían cogida” con ella. Al final de cada nombre había espacio para hacer anotaciones.

Sentada frente a mi escritorio, la dejé pensativa mientras yo disimulaba estar atendiendo otros asuntos. Quizás unos veinte minutos después, me volteé hacia ella y le dije “Susana, bien, vamos a trabajar con tu lista”. Me confesó que no había escrito nada, porque descubrió que todo se trataba de ideas suyas. Quedamos en que cuando ella creyera que alguien o algo había sido hecho o dicho con el propósito de molestara, que viniera a verme para arreglar el problema. Susana no volvió, a no ser para decirme, un par de semanas después, que se había quitado tremenda carga de encima. Tomé sus manos entre las mías, dimos gracias a Dios, y sellamos el triunfo con un lindo abrazo. Susana tendría en aquellos días unos catorce años. Hoy día es ejecutiva de un importante banco.

En efecto, la susceptibilidad, de acuerdo con su raíz etimológica es una condición del carácter humano que puede ser modificada,. Dios me ha permitido trabajar con decenas de personas susceptibles. En mis primeros años de adolescencia yo padecí de ese mal; pero lo fui dejando en las manos de mi Señor, hasta que me liberó totalmente del mismo. Desde esos días trato de explicármelo todo: la descortesía, la frase incorrecta, la indiferencia, la deslealtad y hasta la infidelidad. Trato de entender las circunstancias que inclinan a ciertas personas a actuar de una forma que me incomoda. Y asunto resuelto.
Voy a permitirme, para terminar este sencillo trabajo, compartir con mis amigos lectores tres simples consejos sobre la susceptibilidad. Primero voy a acudir al Apóstol Pablo, citando éstas, sus palabras: “Porque en virtud de la gracia que me ha sido dada, digo a cada uno de ustedes que no piense más alto de sí que lo que debe pensar, sino que piense con buen juicio, según la medida de fe que Dios ha distribuido a cada uno”. Cada uno de nosotros es hechura de Dios y de El provienen todos nuestros dones. Nada de lo que me digan o me hagan, puede alterar mi identidad. Soy criatura de Dios, y quedo exento de la influencia negativa que otros pretendan ejercer contra mí.

Lo segundo es bien simple: “no paguen a nadie mal por mal. Procuren hacer lo bueno delante de todos. Hasta donde dependa de ustedes, hagan cuanto puedan por vivir en paz con todos”. Estas palabras son también del Apóstol Pablo. Y son oportunas, porque las personas susceptibles no sienten simpatía por aquellos a quienes consideran culpables de sus afanes. Es más, a menudo, aunque no las lleven a cabo, urden amenazas llenas de resentimiento. El que ama a su prójimo, merezca o no nuestro amor, está por encima de las situaciones áridas de la vida.

Hay un consejo de Jesús que quiero convertirlo en el tercero de mi lista: “no juzguen a otros, para que Dios no los juzgue a ustedes. Pues Dios los juzgará s ustedes de la misma manera que ustedes juzguen a otros, y con la misma medida con que medís, os será medido”. La persona susceptible piensa mal de los demás, juzga alteradamente sus palabras y acciones, y hasta cataloga sus intenciones con actitud de prejuicio. Cuando aprendamos a no emitir juicio sobre otros, nos libraremos de la carga innecesaria de llevar sobre nuestras espaldas males que podemos fácilmente evadir.

Usted no tiene porqué sufrir de susceptibilidad. Esa es una enfermedad voluntaria que se alimenta de su peligrosa actitud de inseguridad. Acéptese como es, sépase más allá de los dardos con los que quieran herirlo, y viva libre de agravios y tristezas. Voy a concluir con un consejo adicional, también del Apóstol Pablo: “y ahora, hermanos, busquen sus fuerzas en el Señor, en su poder irresistible. Protéjanse con toda la armadura que Dios les ha dado, para que puedan estar firmes contra los engaños del diablo”.

Joan Medrano
Barcelona.

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