Si hay una cosa que tenemos en la iglesia y que hacemos muy bien, es ignorar las amenazas que nos rodean. Nosotros mismo permitimos la entrada de los caballos de Troya dentro de nuestras cuatro paredes
mientras febrilmente estamos luchando contra los mosquitos que zumban a nuestro alrededor. Y una vez que nos despertamos y captamos el verdadero peligro, si alguna vez lo hacemos, el daño es incalculable.
Nos exprimimos nuestras mentes indagando sobre las razones culturales de la des-cristianización que experimenta la sociedad norteamericana. Llevamos a cabo estudios complejos y masivos para determinar por qué no resultamos atractivos para la Generación X, Y o Z. Preparamos a los líderes de la iglesia en el arte de la política para que puedan postularse para un cargo público contra rivales que no tienen a Dios en su corazón. Reducimos la herejía del aburrimiento mediante la inyección de algún alarde publicitario en nuestros servicios de adoración dominical. Luchamos entre nosotros y nos preocupa, hasta quitarnos el sueño, la elección de los líderes denominacionales menos conservadores. Nos esforzamos, en definitiva, para dominar el arte de golpear con fuerza a los mosquitos. Y todo este tiempo, permanecemos ciegos ante el hecho, de que en el púlpito el Evangelio de la gracia de Jesucristo es tan raro como proclamar una Feliz Navidad dentro de una sinagoga.
Somos una iglesia pecadora con un problemas en la predicación. Y es un problema inter denominacional. Y es rampante. Y es condenable. Y la culpa es compartida, tanto por los predicadores como por oyentes. Y sólo existe una manera de cambiar esta situación.Toda solución ha de comenzar de una manera elemental: el reconocer no sólo el problema, sino entender su naturaleza catastrófica. Si el Evangelio no se predica, ¿qué somos? Bueno, en realidad nos apasionan esas homilías donde se nos presenta el activismo social, o la integridad de nuestra confesión, o la insistencia en la mejoría moral, o la validez de los principios espirituales, etc. Dondequiera que un predicador mete la cuchara homilética en esta mezcla heterogénea de opciones a compartir desde el púlpito, cuando alimenta a la iglesia va a encontrar alguna sustancia. Pero sabemos que nutrir a la iglesia con cualquier cosa no es predicar el Evangelio, sino envenenar a la iglesia. Y no importará cuán firme sea el planteamiento, cuan justo, cuan tradicionalista, y cuan bíblico nos puede parecer.
Predicar el Evangelio no significa hablar de Jesús llanamente. Eso también lo pueden hacer los ateos. Predicar el Evangelio no significa decirle a la gente que hay que seguir el ejemplo de Jesús. Predicar el Evangelio no significa denunciar la cultura imperante, o la aplicación de practicas de adoración novedosas. Predicar el Evangelio no es hacer apología de las tesis que defiendan puntos de vista tradicionales sobre matrimonio y la sexualidad. Tampoco significa la predicación del Evangelio educar a los oyentes sobre las buenas nuevas como si fueran unos ignorantes respecto a la salvación. Predicar el Evangelio es verter en los oídos de los oyentes a nada y nadie más que a Jesucristo y su ilimitado amor, universal, empapado de sangre por los pecadores. Con ella no se está llevando a la gente a la cruz del Calvario, pero si se les exhorta a que contemplen la cruz y puedan llegar a escuchar la confesión: He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado.
Nos exprimimos nuestras mentes indagando sobre las razones culturales de la des-cristianización que experimenta la sociedad norteamericana. Llevamos a cabo estudios complejos y masivos para determinar por qué no resultamos atractivos para la Generación X, Y o Z. Preparamos a los líderes de la iglesia en el arte de la política para que puedan postularse para un cargo público contra rivales que no tienen a Dios en su corazón. Reducimos la herejía del aburrimiento mediante la inyección de algún alarde publicitario en nuestros servicios de adoración dominical. Luchamos entre nosotros y nos preocupa, hasta quitarnos el sueño, la elección de los líderes denominacionales menos conservadores. Nos esforzamos, en definitiva, para dominar el arte de golpear con fuerza a los mosquitos. Y todo este tiempo, permanecemos ciegos ante el hecho, de que en el púlpito el Evangelio de la gracia de Jesucristo es tan raro como proclamar una Feliz Navidad dentro de una sinagoga.
Somos una iglesia pecadora con un problemas en la predicación. Y es un problema inter denominacional. Y es rampante. Y es condenable. Y la culpa es compartida, tanto por los predicadores como por oyentes. Y sólo existe una manera de cambiar esta situación.Toda solución ha de comenzar de una manera elemental: el reconocer no sólo el problema, sino entender su naturaleza catastrófica. Si el Evangelio no se predica, ¿qué somos? Bueno, en realidad nos apasionan esas homilías donde se nos presenta el activismo social, o la integridad de nuestra confesión, o la insistencia en la mejoría moral, o la validez de los principios espirituales, etc. Dondequiera que un predicador mete la cuchara homilética en esta mezcla heterogénea de opciones a compartir desde el púlpito, cuando alimenta a la iglesia va a encontrar alguna sustancia. Pero sabemos que nutrir a la iglesia con cualquier cosa no es predicar el Evangelio, sino envenenar a la iglesia. Y no importará cuán firme sea el planteamiento, cuan justo, cuan tradicionalista, y cuan bíblico nos puede parecer.
Predicar el Evangelio no significa hablar de Jesús llanamente. Eso también lo pueden hacer los ateos. Predicar el Evangelio no significa decirle a la gente que hay que seguir el ejemplo de Jesús. Predicar el Evangelio no significa denunciar la cultura imperante, o la aplicación de practicas de adoración novedosas. Predicar el Evangelio no es hacer apología de las tesis que defiendan puntos de vista tradicionales sobre matrimonio y la sexualidad. Tampoco significa la predicación del Evangelio educar a los oyentes sobre las buenas nuevas como si fueran unos ignorantes respecto a la salvación. Predicar el Evangelio es verter en los oídos de los oyentes a nada y nadie más que a Jesucristo y su ilimitado amor, universal, empapado de sangre por los pecadores. Con ella no se está llevando a la gente a la cruz del Calvario, pero si se les exhorta a que contemplen la cruz y puedan llegar a escuchar la confesión: He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado.
Cuando se predica la Ley, todo se les exige de los oyentes. Cuando se predica el Evangelio, nada se exige de los oyentes. Todo se da libre y plenamente por el Padre de toda gracia y misericordia. Sin condiciones, sin ningún compromiso. Sin
esta predicación del Evangelio, la iglesia se convierte en una institución autoperpetúa, autojustificante, que ha excomulgado a su
fundador.
A las personas que no tienen la oportunidad de escuchar el Evangelio
les resulta muy cómodo apasentarse en los prados donde eso de ser cristiano implica nada más y nada menos que ser más
conservador, ser más ético, ser más espiritual, poder levantar manos al cielo mientras se hacen oraciones y aparentar ser más
misericordioso. Cuando no se predica el Evangelio los bancos puede estar llenos, la predicación puede ser entretenido, las bolsas donde se recogen las ofrendas puede tener más dinero que un club de striptease, pero si
la Buena Nueva no se predica, la iglesia no es más que un club cuyos
miembros se reunirán antes del partido de fútbol del domingo y sus miembros y simpatizantes hablaran sobre cosas religiosas.
Somos una iglesia pecadora con un problema en la predicación. Y hay una forma sencilla de cambiar esto: predicar el Evangelio. En temporada y fuera de temporada. En estudios bíblicos, en los funerales, en las bodas, en las conversaciones con otras personas que no conocemos, en los boletines de noticias, en blogs, en los artículos, en Facebook, y, sí, el púlpito también.
Somos una iglesia pecadora con un problema en la predicación. Y hay una forma sencilla de cambiar esto: predicar el Evangelio. En temporada y fuera de temporada. En estudios bíblicos, en los funerales, en las bodas, en las conversaciones con otras personas que no conocemos, en los boletines de noticias, en blogs, en los artículos, en Facebook, y, sí, el púlpito también.
El cielo ha sido abierto por el Dios que es amor. Predicó una absolución universal, desde el púlpito de la cruz. Él ya se ha reconciliado con nosotros. Él ya está complacido con nosotros en Cristo Jesús. Y
ha establecido su iglesia como el puesto de avanzada en este mundo
donde él hace todas las cosas nuevas.
En otro sitio Ud. podrá esperar cualquier cosa, pero en la iglesia, deje que la Buena Noticia reine Y permita que el sonido de su predicación sea la canción que nunca termina.
Chad Bird
Hacía tiempo que no leía un análisis tan lúcido. Gracias.
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