Los espacios eclesiales de reunión y su “necesaria” parafernalia
Evidentemente necesitamos espacios de encuentro donde celebrar nuestras actividades comunitarias y nuestro servicios diacónicos. No hay ninguna duda al respecto. Sin embargo el dispendio económico que supone el alquiler, compra o edificación de un espacio cultual y diáconico lleva a muchas comunidades a destinar buena parte del presupuesto a sufragar su gasto. Si a ese dato le añadimos el hecho de que la mayoría de nuestras comunidades evangélicas son pequeñas en número, la cuestión se complica todavía más.
Ha llegado el momento de introducir de nuevo el “principio de las cuatro partes” que nos sugirió Calvino recordando a los antiguos cristianos: El 25% del presupuesto es lo que debiera ser destinado al mantenimiento del espacio cúltico o diacónico, ni más, y si acaso menos. En ese 25% incluiríamos el gasto de alquiler, compra o edificación del lugar físico de reunión y trabajo social. No deberíamos obviar que el 50% del presupuesto, según los antiguos, iría a parar al combate contra la pobreza y la carencia de recursos de los que nos rodean, dentro y fuera de la comunidad cristiana.
Llegado a este punto nos es necesario atender a la pluma del reformador cuando escribe: “Lo que se dedicaba al adorno de los templos, al principio era bien poco. Incluso después que la Iglesia se enriqueció bastante, no se dejó de observar cierta moderación. Sin embargo, todo el dinero que se destinaba a este fin, se depositaba y dedicaba a los pobres, cuando la necesidad lo requería” (IRC, IV,IV,8). A continuación, Calvino, nos narra diferentes casos en los que se vendieron todos los ornamentos litúrgicos para atender a los pobres en sus necesidades. Es más, cita, entre otras, la acción de Cirilo, obispo de Jerusalén, que viendo el sufrimiento de los pobres en un tiempo de hambruna, y considerando su incapacidad económica para socorrerles, vendió todos los vasos y ornamentos sagrados de la Iglesia para paliar el hambre de los excluidos. El reformador protestante concluirá, coincidiendo con los antiguos, diciendo que “todo cuanto la Iglesia tiene es para socorrer a los pobres”.
¿Adónde queremos llegar? Muy sencillo: a la luz de lo dicho y recordado hasta aquí, las iglesias debieran optimizar y compartir sus recursos, no para ahorrar, sino para dar (tal vez, devolver) a los empobrecidos lo que en justicia les pertenece: una existencia digna.
Ello implica que las comunidades debieran plantearse, con seriedad evangélica, si mantener cientos de locales de culto para unas decenas de personas responde a una lógica de vida o a una lógica de muerte. Si comprar o construir un vistoso templo responde a una lógica de vida o a una lógica de muerte. A la hora de tomar decisiones al respecto debiéramos utilizar como criterio de actuación la situación de miles y miles de seres humanos que no disponen de lo necesario para construir una existencia digna. No puede ser de otro modo si todavía nos confesamos como seguidores de Jesús de Nazaret, aquel que siendo rico, se hizo pobre para enriquecernos a todos... y no a unos pocos.
Es curioso que sea Juan Calvino, precursor del capitalismo según algunos, el que nos tenga que recordar, muchos siglos después de muerto, que las posesiones y los dineros de las iglesias son patrimonio de los empobrecidos... Todavía nos queda a los cristianos y cristianas del siglo XXI un largo camino que recorrer. Os aseguro que si nos tomáramos en serio el Evangelio y las palabras que de Calvino hemos recordado, toda nuestra vida, a nivel personal y comunitario, experimentaría una auténtica conversión. Una conversión que necesariamente cambiaría radicalmente el rostro de las iglesias tal y como lo conocemos. Y entonces, solamente entonces, el Reino de Dios se haría presente en medio de la historia humana.
Ignacio Simal
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