jueves, 3 de diciembre de 2009

El principio de las cuatro partes. I

Estamos finalizando 2009. Las iglesias e instituciones cristianas ya llevan tiempo trabajando en la tarea de preparar sus presupuestos. Es, pues, un buen momento para hablar de dinero.

Algunos, espero que los menos, pensarán al leer el título de mi columna que ha salido de un teólogo de la liberación o de un pertinaz izquierdista. Nada más lejos de la realidad. Fue Calvino, el reformador de origen francés, que en su deseo de regresar a las fuentes del cristianismo escribió: “Los obispos antiguos han formulado muchos cánones y reglas con los cuales les parecía que exponían las cosas más por extenso de lo que están en la Escritura, sin embargo acomodaron toda su disciplina a la regla de la Palabra de Dios, de tal modo que se puede ver fácilmente que no ordenaron nada contrario a aquella” (IRC, IV, capítulo IV, 1). De ahí que dijera, en concordancia con esos cánones, “que todo cuanto la Iglesia tenía en posesiones, o en dinero, era patrimonio de los pobres” (IRC, IV, IV,6).

Nuestro reformador recupera para nosotros, cristianos del siglo XXI, la forma en que “los antiguos” diseñaban las líneas generales de su presupuesto económico. Reconocían la necesidad de sostener a sus pastores, de mantener sus “templos”, pero sobre todo tenían la convicción de que el centro de todo su presupuesto debía tener unos protagonistas principales: los pobres y los extranjeros.

Escribe Calvino que en la antigüedad se distribuía “la renta de la Iglesia en cuatro partes: la primera para los ministros; la segunda, para los pobres; la tercera, para reparación de las iglesias y cosas similares; y la cuarta para los extranjeros y pobres accidentales”. Cualquier lector, o lectora, adivinará que el 50% de las posesiones y los dineros de la Iglesia iban destinadas íntegramente a los desposeídos y necesitados. ¿Alguien imagina una iglesia que destine el 50% de su presupuesto a combatir la pobreza “ad intra” y “ad extra”..?

Y ahí está el meollo de la cuestión. No conozco iglesias, ni instituciones -esas que denominamos, infelizmente, “para-eclesiales”, que destinen la mitad de su presupuesto a proyectos que logren que los pobres y excluidos dejen de serlo.

Tal vez, en el inicio del calendario cristiano (tiempo de adviento), las iglesias, y sus instituciones, deben comenzar a caminar por senderos nuevos, distintos a los acostumbrados. Senderos que hablen, en voz más que alta, de solidaridad y compromiso con la realidad de la pobreza y la exclusión social.

¿Qué sucedería si el 50% de nuestros presupuestos fueran destinados a luchar contra la pobreza..? Posiblemente, y ante la respuesta a esa pregunta, comprobaremos que el patrimonio de los pobres, al contrario de lo que nos sugiere Calvino, son las migajas que caen de la mesa de nuestras iglesias. Ellos son actores secundarios en nuestros presupuestos eclesiales. ¡Lástima!

Ignacio Simal

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