Hace unas semanas, hojeaba una revista cuya portada ofrecía la foto de una mujer manifestándose con un cartel en el que estaba escrito: "Tenemos miedo". Me parece muy meritorio que alguien se exprese sin ambages, y admiro en sí aquella frase valiente, sobre todo porque escribir en letras grandes algo semejante implica habérselo dicho previamente alguien a si mismo. El problema comienza cuando ese cartel se confecciona —como era el caso— para tomar parte en una manifestación contra inmigrantes y trabajadores extranjeros. Es decir: la clave radica no en el sentimiento, sino en su administración.
Tener miedo es una cuestión de imaginación, realismo y afectividad. Basta querer de verdad a un niño, sufrir una disminución física o verle las orejas al lobo de una de las mil maneras que brinda la
lucha por la existencia —sobre todo a las personas y grupos marginados— para aprender qué significa sentir sobre sí la losa de esa sombra indefinida y la ronda de la angustia.
Cuando la persona llega a concienciar ese sabor, a poder identificar esas formas borrosas que la atenazan, está en condiciones de hablar con sus propios miedos, hacerles las concesiones procedentes, sentarles los cotos necesarios, dejarles serenarse y madurar. De lo contrarío, nos van minando, se nos comen el campo vital, hasta que nuestro horizonte se vuelve estrecho y paralizador.
Todo nos asusta. Y quizás, un día, algo percibido como una amenaza mayor provoca en nosotros o en nuestro grupo esa estampida del alma que es el pánico, donde ya no hay razón ni juicio ni diálogo posible con los otros. ¿Cómo habría de haberlo, si lo hemos roto con nosotros mismos? Estos me parecen los rasgos definidores de un comportamiento de pánico, sea personal o social, y no tanto el hecho de que se perciban más o menos aspavientos.
Es la inversión de los sentimientos, que ya no son canales de comunicación, sino que se crispan y erizan por toda la superficie de la piel de un pobre ser encogido sobre sí mismo contra el mundo.
Cuando las seguridades fallan, lo lógico es sentir miedo hasta verificar si realmente han fallado (puede que en realidad no lo hayan hecho, puede que nunca fueran tales seguridades) o hasta crear otras nuevas. Esos procesos de verificación y de búsqueda es forzoso hacerlos con miedo en el cuerpo, pero ha de ser un miedo humanizado, colonizado, aunque sea trabajosamente y día a día, por lo mejor de nosotros mismos. De no ser así, cunde el pánico. Y porque éste es ciego, puede hacer mucho daño. Si, encima, se cree estar respaldado por alguna autoridad indiscutible, entonces resulta
devastador, porque ni percibe el daño que causa a las personas ni tendría que lamentarlo si lo percibiera. Y esta rigidez es la que realmente resulta cadavérica.
2. Bosquejo de un comportamiento simple de raíces complejas
Como toda realidad, también la social se resiste a ser simplificada. Las dimensiones de la vida son siempre más ricas, más apretadamente entramadas, más misteriosas y más numinosas de lo que solemos llegar a percibir... Más aún, la tarea de emprender una descripción fugaz de un comportamiento colectivo, como es el fundamentalismo, entraña los riesgos evidentes de toda síntesis. Sin embargo, vale la pena correrlos para intentar iluminar la realidad que vivimos y que nos vive.
2.1. Una actitud vieja, una reacción nueva a escala mundial Empecemos, pues, en este bosquejo del comportamiento fundamentalista, por el principio. Desde hace algunos años puede observarse en la "aldea-mundo" una corriente cultural que tiene algo de muy vieja y algo de muy nueva: el fundamentalismo.
- Se trata de una actitud muy vieja, porque la reacción fanática como afirmación en tiempos de crisis y de incertidumbre es una constante en la historia de la humanidad.
- Es, al mismo tiempo, una corriente muy nueva, porque reivindica una manera de situarse en la vida y unos valores que no son los habituales y que se enfrentan abiertamente a la cultura tejida por Occidente —la modernidad— a lo largo de los últimos siglos.
- El fundamentalismo es, además, un fenómeno mundial. Sus símbolos y valores referenciales varían según la cultura en que despierta, pero el esquema de comportamiento y de reacción es el mismo, tanto en el resurgimiento islámico iraní como en el fundamentalismo cristiano norteamericano, en el lefebvrismo desgajado de la Iglesia Católica o en ciertos grupos del movimiento ecologista, por citar los ejemplos más conocidos.
- El término fundamentalismo lo encontramos por primera vez en una serie de publicaciones aparecidas en EE. UU. entre los años 1910 y 1915 con el titulo "The Fundamentals" y el elocuente subtitulo "A Testimony to the Truth". Con el tiempo, esta palabra, que en su origen designaba a estos círculos cristianos, se ha impuesto como término especializado que designa la corriente cultural que
pasamos a describir.
2.2. Reacción a la modernidad
UTOPIA/POSTMODERNIDA POSTMODERNIDA/UTOPIA: Si partimos de la postmodernidad como respuesta a la crisis del mundo moderno, podemos ver cómo ésta lo que en el fondo hace es llevar las contradicciones modernas hasta sus últimas consecuencias, al final de las cuales sólo se puede tropezar con la impotencia y el desconcierto: ese mundo feliz en el que el progreso técnico iba a significar la liberación de tantas correas deshumanizadoras, en el que las personas llegarían un día a alcanzar la convivencia en tolerancia y en fraternidad, en el que cada quien habría de realizarse y poder desplegar su libertad, ese mundo parece revelarse como engañoso, prisionero entre las paredes de sus estrechas opciones concretas, incapaces de albergar ya utopia real alguna.
El fundamentalismo, como la postmodernidad, es, ante todo, una respuesta a la crisis de la cultura moderna. Una respuesta agresiva, vehemente y alternativa que nace siempre como reacción a una percepción de peligro existencial.
La persona fundamentalista tiene siempre un sentimiento de pertenencia anclado en el pasado, el cual puede ser real o puede ser, en gran medida, imaginario. Es decir, puede tratarse de grupos que valoran altamente sus raíces, las cuales sienten amenazadas por un presente innovador, como es el caso de los fundamentalistas cristianos norteamericanos, herederos de los viejos ideales puritanos, que soñaban con hacer del nuevo continente una nueva tierra prometida y que percibieron su proyecto de sociedad
convulsionado a medida que el modelo industrial, moderno, se abría paso en su país.
También puede suceder que un fundamentalista se remita a un pasado ficticio, a una situación que en realidad nunca existió. Este comportamiento lo encarnan, por ejemplo, grupos políticos extremistas que sueñan con una revolución que tiene como modelo algún acontecimiento histórico o el pasado de algún pueblo, el cual, de hecho, se desconoce y se idealiza con la distancia de la ignorancia o del deseo de construir un refugio alternativo a la inhospitalidad de la realidad actual.
En todo caso, es importante subrayar que los grupos o pueblos que han sufrido procesos brutales de aculturación pueden ser especialmente proclives a abrazar un modelo fundamentalista, pues su vacío de identidad provoca en ellos un agujero psíquico que la modernidad ni colma ni apacigua.
Este sentimiento de pertenencia anclado en el pasado, unido a la vivencia de la propia identidad amenazada, o bien al vacío de identidad, desencadena la reacción básica del fundamentalismo: el mito del retorno hacia el pasado dorado. Dicho retorno presenta dos caras: una negativa, que sería la reacción a la modernidad, y otra positiva, que entraña la oferta fundamentalista, consistente, como veremos, en una revolución hacia atrás.
2.3. La verdad fundamentalista
La reacción a la modernidad se presenta, ante todo, como irracional. El fundamentalista no es irracional por capricho o por superficialidad; muy al contrario, tiene un profundo motivo para serlo: desconfía de la razón humana, pues ella ha sido precisamente el motor de la modernidad y se ha revelado así como enemiga de la verdad.
Pero ¿qué es la verdad para un fundamentalista? Este defiende la existencia de un orden natural preestablecido antes de la existencia humana y, por tanto, de mayor autoridad que la razón. Dicho orden natural puede remitirse a Dios, pero no tiene por qué hacerlo necesariamente: puede ser la naturaleza o cualquier otra autoridad invocada como definitiva. Sea como fuere, nadie tiene derecho a replicar el orden preestablecido, ni mucho menos a ponerlo en peligro.
Consecuentemente con esta visión global de la realidad, el fundamentalismo ofrece una concepción social colectivista que reacciona contra el individualismo moderno, el cual, más tarde o más temprano, aboca, según aquél, al caos moral. Así, para un fundamentalista, la propia conciencia no es en ningún caso la última
instancia de decisión, como tampoco la sociedad puede derivar de un pacto libre entre individuos, porque su constitución precede a la persona. De ahí que en la existencia humana terminen por borrarse las lineas de delimitación de sus diferentes ámbitos. Una concepción unitarista diluye las fronteras entre lo religioso y lo secular, entre lo privado y lo público. En esto consiste el integrismo.
El fundamentalismo discute la democracia como teoría y la rechaza como práctica. No cree en la libertad, puesto que la suprema autoridad no reside en la conciencia de la persona, sino en la ley natural. Tampoco cree en la igualdad, pues no le merecen el mismo respeto ni valor quienes se oponen a la verdad que quienes la obedecen fielmente. Y no cree en la fraternidad como armonía de
individuos, pues sólo puede haber fraternidad en la medida en que todos se sometan al orden legitimo. La unión y la armonía no nacen, por lo tanto, del conflicto interhumano superado en tolerancia y en libertad, sino de la unidad de unos criterios impuestos.
La cultura fundamentalista es, por lo tanto, una cultura manipulada, puesto que, al negarse la libertad de pensamiento, el saber queda siempre subordinado a la pretendida verdad, a cuya consonancia se remitirá todo proyecto científico o artístico admitido.
Ello explica el pragmatismo fundamentalista: el fin es tan santo que justifica los medios.En relación al carácter autoritario del fundamentalismo, surge un problema de graves consecuencias. Dado que la autoridad no se entiende de ninguna manera como una delegación de poder, los mecanismos de selección no pueden ser claros: no hay elecciones, ni directas ni indirectas, sino una autoridad recibida de arriba, siempre carismática. ¿Quién se constituye entonces, de hecho, en autoridad en un grupo fundamentalista? Los canales pueden ser variados, pero esta constitución se hará siempre de manera irracional, apelando a sentimientos o emociones, nunca mediante un mecanismo previsto y prescrito, ni muchos menos logrado por consenso. Este problema se agrava por el hecho de que toda
autoridad suprema fundamentalista es absoluta: no tiene competencias delimitadas.
2.4. Oferta de una revolución hacia atrás
Consecuentemente con su experiencia del pasado y con su lectura del presente moderno, la oferta fundamentalista consiste en una "revolución hacia atrás", un proyecto histórico en el que el futuro no
existe, pues está cerrado como tal: el horizonte al que aspira el fundamentalismo es la repetición ininterrumpida del pasado dorado y feliz. Es decir: en el futuro histórico fundamentalista, lo mejor que puede pasar es que no pase nada.
Esa revolución hacia atrás se apoya en un valor nuclear, una piedra angular sobre la que descansa la suprema autoridad del sistema. En nombre de la Iglesia (lefebvrismo), la Biblia (fundamentalistas norteamericanos), el Corán (integrismo islámico), la Naturaleza (ciertos grupos ecologistas) o el Pueblo, se justifican las acciones concretas y se santifica el sistema como tal. Ello equivale a afirmar
que lo característico del fundamentalismo no es el valor invocado, sino su referencia a dicho valor, que es tabú, intocable.
2.5. Impotencia para el diálogo
Y sin embargo, curiosamente, ese valor no actúa como criterio para articular una escala de valores, sino que junto a él encontramos a todos los otros como apilados, agregados sin orden ni concierto. En el sistema fundamentalista se da, por así decirlo, un "arco de valores": éstos se relacionan entre sí como las dovelas: todas trabajan apoyándose entre sí, y de esta manera dibujan el vano.
Pero, si quitamos una sola piedra, una sola dovela del arco, éste se nos viene abajo. De la misma manera se hunde un sistema fundamentalista si se pone en cuestión uno solo de sus valores. El fundamentalismo no admite que la verdad sea analizada por la razón, puesto que, si una parte de esta verdad se revelara incorrecta o parcialmente errónea, se hundiría la pretensión de intocabilidad de la verdad como tal. Ello demostraría que el sistema como tal puede ser sometido a chequeo, y entonces, ¿qué sucedería con el orden natural? El recurso a la razón lo pondría, sin duda, en peligro.
Ello nos lleva a entender uno de los dos motivos de la falta de disposición para el diálogo propia de todo fundamentalismo: se rata, en primer lugar, de un mecanismo de defensa. Pero hay más: el fundamentalismo no puede entrar en diálogo con otras experiencias de la realidad por su convicción —como ya hemos visto— de que la verdad y el orden no admiten discusión, sino sólo obediencia.
Es importante matizar que un individuo fundamentalista puede muy bien prestarse a hablar con alguien que tenga otra visión de la vida, y hacerlo con paciencia, bondad e interés. Sin embargo, lo que definirá ese encuentro interpersonal, por su parte, será la falta real de diálogo, porque, si éste se da de verdad, la persona está ispuesta a dejarse tocar, modificar, aprender algo de la experiencia del otro. Si no, no es diálogo.
Por el contrario, si un intercambio tiene lugar, y una o las dos partes persiguen convencer al otro, ganarlo para su verdad, esto ya no es un diálogo; se llama proselitismo o adoctrinamiento. Si ni siquiera se pretende convencer al otro, sino lisa y llanamente vencerlo, obligarlo a acatar la propia verdad, entonces ya hemos superado el limite del proselitismo y entramos en un sistema inquisitorial, al que en la práctica recurre el fundamentalismo cuando falta el adoctrinamiento.
2.6. La vida en el refugio
En todo sistema fundamentalista aparece configurado un refugio, un ámbito propio donde los "fieles" se congregan y se fortifican. Se trata de un refugio cálido, acogedor, que permite a quien en él penetra una vivencia fuerte de identidad y de compañía. Esta es la seguridad afectiva que brinda el fundamentalismo a tanta gente perdida en el marasmo de la modernidad, a tanta gente que no puede soportar la carga de incertidumbre que encierran las preguntas por el sentido de la vida cuando son remitidas a la respuesta personal, cuando tienen que ser portadas y soportadas como tales preguntas. En el frío del anonimato que provoca un sistema basado en el individualismo, que deja solas a las personas con pocos recursos propios, a la intemperie en un clima en el cual soplan vientos muy fuertes de desconcierto y de experiencia fragmentada de la existencia, el fundamentalismo ofrece un refugio acogedor, donde uno puede reponerse, al calor del grupo, del frío externo. Y se refugio garantiza, además, no sólo compañía, sino también certidumbre, respuesta, pureza: El mundo está revuelto, pero aquí sabemos claramente qué nos traemos entre manos. Lo sabemos porque somos los auténticos, los que no nos hemos dejado engañar por las sirenas de los falsos valores.
Esta es la seguridad ideológica que ofrece el fundamentalismo. Por ello le es propio un sistema de escuela cerrado que salvaguarda a sus miembros de la contaminación exterior. El adoctrinamiento es,
por lo tanto, no sólo el cauce de relación con el exterior, sino también el modo de formación en el interior del sistema.
2.7. Proyección en la sociedad
Según la percepción de la propia fuerza del grupo, éste convertirá su refugio en un cuartel de invierno (entonces se cerrará sobre si mismo y se limitará a construir una alternativa paralela), o bien en un cuartel general, en un trampolín para la cruzada contra el mundo externo, pervertido y pervertidor. En este caso seguirá diferentes estrategias, según sus diversas posibilidades de éxito. Si tiene muy difícil el control del gobierno del país, iglesia o sociedad que pretende ganar, entonces ejercerá una estrategia de guerrilla, con acciones puntuales muy preparadas y agresivas.
Un ejemplo de este comportamiento guerrillero lo ofrecen círculos dentro —y fuera— de la Iglesia que, movidos por celo y no por ambición arrivista alguna, preparan minuciosamente el acceso de sus fieles a puestos de responsabilidad como medio de incidir en la evolución de ésta. Precisemos que es absolutamente legitimo, en principio, el hecho de que un grupo forme a sus militantes para puestos de responsabilidad. Esto es, por ejemplo, lo que hace un partido político en una democracia. El comportamiento fundamentalista por parte de estos grupos no reside en el fin, sino en la manera, ya que este intento se realiza por vías escondidas, por canales de presión. De todos modos, el fin, aun siendo legítimo en principio, tiene un cierto sabor fundamentalista si se convierte en un fin prioritario, en la medida en que implica una falta de confianza en la capacidad de gente ajena a ellos para llevar adelante el bien común; en este caso, para vivificar la Iglesia. Si el grupo fundamentalista puede aspirar a obtener el poder, entonces —no nos engañemos— su propia coherencia le impelirá a
instaurar una dictadura, un sistema que en ningún caso aceptará la institucionalización de la oposición a su alternativa.
2.8. El fundamentalismo y nuestra fe
FE/FUNDAMENTALISMO FMO/FE: En el seno de un sistema fundamentalista, cabe preguntarse qué pasa con la fe y, en concreto, qué pasa con la fe cristiana. La memoria de Jesucristo que nos ha transmitido la Iglesia corre el peligro de ser esencialmente desfigurada por un sistema fundamentalista. Hay algo que amenaza más la experiencia cristiana que la duda o la pregunta sobre Dios (propia de la modernidad) o que incluso la pregunta por el ser humano (que arroja la postmodernidad), porque éstas se presentan de frente y reclaman ser respondidas. En cambio, cuando la fe cristiana es puesta en entredicho, no por una pregunta, sino por un sistema que, parece defenderla y reforzarla, entonces está realmente en peligro, porque puede perder su esencia sin que siquiera nos demos cuenta de ello: el fundamentalismo arrebata al cristianismo su núcleo más esencial: la fe en la encarnación, la fe en un Dios que se hace historia y que, desde su Palabra Viva, su Hijo, se entrega a nuestra libertad.
Este es el misterio profundo de nuestro grito de fe en lo que sucede en el acontecimiento de la cruz y en la resurrección: un Dios entregado a nuestra libertad, que así, y sólo así, abre una esperanza de futuro para nuestra historia personal y colectiva. Si el fundamentalismo niega la libertad de la persona, si sustituye al Absoluto e Innombrable (Yahvé), de pensamientos insospechados y corazón insensato (¡lo más gordo que dice la Escritura de Dios es que es Dios y que tiene corazón!), por valores absolutos y cuantificables... ¿qué pasa entonces con el misterio de un Dios que entrega su obra en manos del hombre, de un hombre que se abre libremente al misterio de Dios?
3. Apuntes pastorales
Hasta aquí el bosquejo del comportamiento fundamentalista. Y desde este análisis, ¿qué?- Una mirada serena a nosotros mismos (Mt 7,3) puede ayudarnos a aprender de la experiencia de otros. Quizá lo que se encuentra en el "síndrome del fundamentalismo" en estado más o menos puro, se nos puede colar a nosotros en cierta medida sin percibirlo. Y entonces cabe que nos preguntemos: Si nuestras relaciones interpersonales son encuentros en libertad, en los que le dejamos al otro ser él mismo, siempre diferente e inaprehensible o si pretendemos modelar al otro a nuestra imagen y semejanza y reducimos la comunicación a un monólogo, un eco de nuestra voz.
Si concebimos la educación como un proceso de crecimiento mutuo, en el que los educadores tanto tenemos que aprender y tan atentos debemos estar a la verdad que despunta en las vidas que acompañamos... o si, con enorme buena voluntad quizás, aún no hemos traspasado el umbral del amaestramiento y de la adoctrinación. (¡Estas reflexiones tienen repercusiones directas no sólo en la relación interpersonal con los niños y jóvenes, sino en el modelo de escuela que diseñamos!.
Si nuestra mentalidad y nuestro hacer político respecto a grupos matinales y a inmigrantes extranjeros, que cada vez invaden más en tromba nuestras confortables casas del Norte, admite con naturalidad el hecho de que el otro, "los otros", tienen tanto derecho a existir como, por lo menos, nosotros y "los nuestros"... o si se nos están colando planteamientos, quizá no descaradamente racistas, pero que sí están favoreciendo praxis discriminatorias.
Otra pregunta que procede es si el transfondo desde el que analizamos y criticamos el fundamentalismo no contiene, a su vez, distorsiones del Evangelio, aunque éstas sean diferentes.
Es claro que, ante la complejidad de las situaciones reales, las respuestas fanáticas bloqueen una espiritualidad del discernimiento. Pero con igual eficacia la bloquean actitudes de conformismo o de escepticismo. ¿Qué hay, por ejemplo, detrás de una cuidadosa separación del ámbito religioso-espiritual y el ámbito secular y político? ¿O qué se esconde tras la desconexión de vida pública y privada?
La alternativa a un integrismo no pueden representarla dualismos o vivencias fragmentarias de la fe, sino una vida unificada. El Dios misericordioso "Amigo de la Vida" (Sab 11,26) difícilmente se deja
distorsionar como martillo de pecadores y trueno de nuestras —discutibles— concepciones de justicia y de virtud. Pero tampoco, según la Escritura, se deja amaestrar ni domesticar: no resulta un
"partner" con quien podemos llegar a acuerdos razonables, ni parece hallarse muy a sus anchas en el estrecho recinto que quizá le asignamos para celebrarlo de 10 a 11 o para que nos consuele de 7 a 9. Más bien parece empecinarse en irrumpir con fuerza en nuestra vida modernamente sensata y cargarse sin contemplaciones nuestros comportamientos estancos con preguntas incómodas ("¿Qué has hecho de tu hermano?'': Gn 4,9), invitaciones totales ("Ven y lo verás Jn 1,39) o sugerencias radicales ("No sea así entre vosotros": Mt 20,26).
Por último el fundamentalismo es una reacción colectiva no mayoritaria, pero sí lo suficientemente seria como para plantearnos la pregunta de qué realidad social estamos colaborando a construir, como ciudadanos y como iglesia.
Es sumamente importante que tomemos conciencia del desfase entre el progreso material de que es capaz nuestro mundo actual y, por otra parte, la lentitud con la que el ser humano, como individuo y como grupo, digiere los cambios históricos. Esta desproporción parece indicar, en las actuales circunstancias, que caminamos hacia un mundo no necesariamente más razonable. Puesto que el ser humano tiende a adaptarse, si no puede hacerlo experiencialmente a los cambios, porque éstos son excesivamente rápidos, lo hará mediante otros recursos, pero lo hará.
En nuestras sociedades, tan sobreinformadas y tan desorientadas, el fundamentalismo es como una luz de alarma roja que nos recuerda que la persona no puede renunciar a la armenia, a la identidad; que no puede instalarse en el fragmento. Y a la vez entraña el riesgo de poder capitalizar una buena parte de la inseguridad y la irracionalidad despertada por la crisis de nuestra cultura.
Una piensa en tanta gente joven carente de puntos de referencia por falta de acompañamiento adulto. En tanta gente sola y aterida de frío existencial, aunque coma caliente todos los días. En colectividades a las que, dentro y fuera de nuestras fronteras, nuestra sociedad les está negando el pan y la sal de una estabilidad económica y de la propia identidad cultural.
¿Es tan extraño que en todos estos grupos la oferta fundamentalista pueda cuajar con garra?¿No podemos preguntarnos por qué hay tanta gente que anda perdiendo los papeles de su propia existencia y recurriendo a la primera gestoría administrativa de identidad que les sale al paso?
Y todo ello está reclamando de nosotros una respuesta y debe ser tenido muy en cuenta en nuestras orientaciones y acciones pastorales Si el Espíritu del Señor nos ha ungido para sanar los corazones rotos; para decir al cansado una palabra de aliento, para saltar los cerrojos de los cepos... habrá que buscar juntos la manera de traducir estas prioridades.
¿Suena todo ello muy maternal? Yo creo que "partir el pan con el hambriento" (Is 58,7) es, simplemente, fraterno. Lo maternal o, mejor dicho, lo paternalista, se daría si buscáramos a la gente
convencidos de nuestra propia importancia y de poseer la patente exclusiva de la luz. Ocurre que no. Una cree que talos prioridades se nos hacen urgencias cuando nos sentamos a la mesa de la Vida (o sea, a celebrar la Eucaristía) y descubrimos que falta mucha, demasiada gente, y entonces nos precipitamos a la calle a buscarlos, porque sin ellos, sin los otros, ni hay fiesta ni hay vino, ni podemos entendernos a nosotros mismos. No se me apuren. No estoy diseñando una iglesia de cristiandad, sino más bien su contraria. La convicción de la importancia de los otros y de la necesidad que tenemos de ellos es lo único que puede hacernos realmente creativos para hallar nuevos caminos de servir y, sobre todo, de estar: sólo partiendo de los otros daremos con esas nuevas vías que consisten en invertir eclesialmente un movimiento: no esperar a que los otros nos vengan, sino salirles al encuentro allí donde ellos están.
No se trata de nada exótico, sino de retomar día a día el propio ser, concreto, modesto y limitado. Retomarlo con el deseo tozudo de ser fieles a quienes conocemos, de acercarnos e intentar comprender a quienes no comprendemos y de hacer algo (quizá muy poco, pero algo) por construir una casa en la que todos quepamos y cada quien sea llamado por su nombre.
Paloma Fernandez de la Hoz