sábado, 30 de abril de 2011

¿Y qué es la verdad?

La frase del título es de un político de hace casi dos mil años. La dijo desde un tribunal, en un contexto de corrupción política y religiosa, y de prevaricación judicial. Lo hizo delante de un hombre inocente que le habían presentado para que lo condenara. Sabía que era inocente. También sabía que los acusadores faltaban a la verdad, y que los que había detrás de ellos no tenían otra cosa contra el acusado que rivalidades personales y miedo a perder su status social y sus intereses creados.

El político no era del todo malo, ni del todo corrupto. Incluso deseaba encontrar alguna razón convincente para liberar a aquel hombre que le habían traído para que confirmara la sentencia de muerte ya pronunciada. Su propuesta de azotarlo y dejarlo libre, no prosperó. Y la otra, la de convertirlo en el preso que cada año soltaba en ocasión de la Pascua, tampoco fue aceptada. Pilato, porque éste era el político, quería jugar un papel diferente, humano, sincero, sin trampa en este caso; pero él también tenía los pies de barro e intereses poderoso que era preciso defender. Más valía que muriese un hombre, aunque fuera inocente, que no que se perdiera todo. Finalmente, Pilato hizo lo que se esperaba de un político. Representó su papel y Jesús fue crucificado. El gesto de lavarse las manos le ha servido de poco para el veredicto de la historia. Desde entonces y hasta hoy, millones y millones de veces, en todas las lenguas y en todas partes, el pueblo cristiano ha repetido con una insistente e ininterrumpida monotonía la frase: “Padeció bajo Poncio Pilato”. Quizás no haya otro nombre humano que haya sido tan repetido como el de Pilato. El nombre de uno que puso en duda la existencia o la realidad de la verdad.


El recuerdo de la historio bíblica nos lo sugiere la situación actual política y judicial en nuestro país. El común denominador en nuestro espacio político es la representación de unos papeles que han sido previamente asignados, con un diálogo preescrito, del cual nadie se puede apartar. Asistir a un debate parlamentario, como lo hemos podido hacer por televisión, o escuchar las declaraciones de los líderes políticos es como ver una película por quinta vez. Los discursos y las declaraciones son siempre monótonamente los mismos. Cada uno dice lo que ha de decir con el fin de alcanzar unos objetivos políticos predefinidos. No hay lugar para la honestidad, y la verdad casi no importa. Sólo cuenta el miedo, las fobias y las enemistades personales, o lo que a los políticos les parece que es el camino para ganar votos. Y, para alcanzar esta meta, se ha de pactar, incluso con el diablo, si es necesario.

Este menosprecio de la verdad delante de las ventajas personales lo encontramos a todos los niveles, aunque sea en grados diferentes. Para nuestro comportamiento en la vida, parece como si lo que realmente importa no es la verdad, sino la apariencia de la verdad. Decirlo y hacerlo todo en defensa de una pretendida verdad absoluta que es tan falsa que ni los que la expresan se la creen. O decirlo y hacerlo en defensa de lo que realmente creemos que es la verdad, tratando de disimular que nuestro camino sigue direcciones completamente distintas. Lo que sucede es que estamos en el mundo de las medias verdades, o de las verdades aparentes o subjetivas. La verdad siempre suele ser la nuestra, la que coincida con nuestras convicciones O, lo que es peor, con nuestras conveniencias. Establecemos credos religiosos o políticos y los podemos en el centro de la vida, juzgando a los demás por su aceptación o rechazo de eso que nosotros proclamamos como la verdad. Y, con toda razón, nadie está del todo de acuerdo. Y mal cuando todos coincidimos, porque entonces quizás sí que lo que decimos sea la verdad, pero está muerta, porque sino fuera así nadie querría aceptarla. Eso pasa con la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Todo es muy cierto, pero todo es también muy falso. En el fondo, una gran hipocresía.

Quien piense que puede ser una excepción de esta norma, se está engañando a si mismo. En el mundo religioso, como en el político, todos nos creemos en posesión de la verdad. Por esto estamos divididos. Entre los cristianos tenemos diferentes lecturas de la Biblia y todos pretendemos que la nuestra es la auténtica. No hay manera de que nos entendamos a fondo. ¿Hemos de conformarnos con esta situación? No. El conformismo no será nunca cristiano. Jamás lo hemos de aceptar. Es preciso encontrar otro camino.

El único camino que me viene a la mente es el que nos muestra Cristo: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida” Es necesario que nos esforcemos en situar la verdad fuera de nosotros mismos y centrarla, no en unas declaraciones o definiciones en términos de objetivos políticos o religiosos, sino en la vida y el testimonio de Aquel que vino de Dios. Si lo ponemos a El como única verdad absoluta y hacemos de nuestra vida un seguimiento, no se habrán acabado nuestros problemas sobre la verdad de cada día, pero habremos encontrado una auténtica motivación para nuestra acción. Porque, lo que realmente nos divide, no son las palabras que definen la verdad, que siempre serán diferentes y nunca nos acabaremos de poner de acuerdo, sino el hecho de tener motivaciones diferentes en la vida. Y lo que realmente importa no son las declaraciones solemnes ni las afirmaciones dogmáticas acertadas, sino el impulso interior que mueve la vida, es decir, los objetivos finales que perseguimos y que nunca hemos de confundir con los nuestros inmediatos. Nos lo dijo Jesús muy claramente: sólo hay un mandamiento y éste es el de amar. Ama y haz lo que quieras, como nos dijo San Agustín. La verdad se habrá acercado nosotros. Y de esto de amar –o, lo que es lo mismo, solidaridad- hay muy poco en el mundo político, donde casi todos son enemigos. Pero, ¿hay más en el mundo religioso, donde a lo más a que hemos llegado es a ser hermanos separados?

Enric Capó

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