lunes, 11 de abril de 2011

La muerte es mortal.

La resurrección de Cristo es un signo que contradice todo lo que sabemos de la vida y de la muerte, un signo único. No hay ningún otro. Todo, en nuestra tradición y en nuestra experiencia nos lleva a considerar la muerte como un hecho irreversible. La frase bíblica “mientras hay vida hay esperanza” (Coh 9,4) nos habla de esta convicción arraigada que de la muerte es la última realidad. Para nuestra cultura popular y profana, la muerte es –si me permitís decirlo así- inmortal, final, definitiva, eterna. Desde nuestra experiencia de la vida podemos afirmar que de allí, del sepulcro, nadie ha vuelto. Quien muere está muerto. El autor del Cantar de los Cantares está tan convencido de esto que cuando ha de buscar una comparación para mostrar la fuerza del amor dice que “es fuerte como la muerte” (8,6) y el Salmista (88,12) habla del país de los muertos como “el país del olvido”. Parece que al final, cuando haya pasado este mundo y esta vida, sólo quedará una realidad: la muerte, eterna e inmortal.

Cristo, en el primer domingo de Pascua, desmiente esto. Su resurrección no es la reanimación de un cuerpo mortal, como fueron todas la “resurrecciones” que se mencionan en la Biblia. En ellas, unos corazones que habían dejado de latir, fueron puesto de nuevo en funcionamiento para continuar unos años más, tal comko a veces los médicos “vuelven a la vida” quien parecía que estaba ya definitivamente muerto. Y después, estos “resucitados” nos explican sus experiencias: el túnel luminoso, la sensación de bienestar, etc.

Jesús resucitó de otra manera, en otra realidad. Nunca volvió a esta vida. Es cierto que lo vieron y que habló con sus discípulos y nos ha dejado palabras dichas después de la muerte. Pero, a partir del domingo de Pascua, ya no era uno de nosotros. Su cuerpo ya no era nuestro cuerpo. Su vida era diferente. No estaba sujeta ni al tiempo ni al espacio. Pertenecía a la eternidad. Está aquí y sube al cielo, en un ir y venir que nos está vedado totalmente a nosotros. Participa de esta vida y de la otra vida. Visto desde aquí es el hombre nuevo del Reino de Dios que nos muestra una realidad que, de otra manera, está fuera de nuestro alcance.

Su resurrección, pues, es un signo de la vida más allá de la vida; un rayo de luz y de esperanza en un mundo oscuro, dominado por la sombra de la muerte. Ella nos dice que la muerte es mortal y la vida inmortal. Un pensamiento que está recogido por el apóstol Pablo: “sorbida es la muerte en victoria” (1 Co 15,54), es decir, la muerte ha sido hecha mortal. Ya no es definitiva. Cristo la ha vencido y ahora, lo que queda, la única realidad inmortal, es la vida.

Me agrada vivir y pensar esto: si la semana de pasión, con la agonía y la cruz, acaba en un glorioso domingo de resurrección, también mi pasión –la vida vivida en el sentimiento de imperfección y bajo el dominio del pecado y del dolor- acabará en la inmortalidad de la vida. Al final, Dios; al final, la vida plena; al final, el nuevo mundo de Dios. Pero ahora, en este momento presente, nos es necesario vivir la nueva vida de Cristo. El mensaje de la cruz, el de la vida nueva, no es sólo para un más allá de esta realidad humana; es también para hoy y para mi vida en el Espíritu. La vida no es sólo la animación de un cuerpo. Es sobre todo la transcendencia de una humanidad forjada en la comunión con Aquel que es el camino, la verdad y la vida. Aquel en quien serán resumidas todas las cosas en la tierra y en el cielo. Aquel que, con los hombres y mujeres reconciliados, será la última y eterna realidad.

¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?
¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?
(1Co 15,55

Enric Capó

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