Los científicos agnósticos suelen usar el término dios en el contexto de las leyes que rigen el universo. No se trata, evidentemente, de una confesión de fe. Es parte del planteamiento panteísta que muchos de ellos asumen en sus investigaciones científicas. De alguna manera, las leyes y principios universales con los que ellos trabajan, les llevan a hablar de una forma que, superficialmente, podría parecer teísta. El brillante científico Paul Davies, conocido y respetado profesor de física, que ha tenido cátedras en Inglaterra, EE.UU. y Australia, ha realizado, a través de los años, una labor de divulgación de temas científicos en relación especial a los orígenes del universo y las relaciones entre la ciencia y la religión. Desde la publicación en 1983 de su libro “Dios y la nueva física”, en el que sostenía que la ciencia ofrecía un camino más seguro hacia dios que la religión, ha ido evolucionando hacia tesis teístas más cercanas al cristianismo, impresionado por la belleza y complejidad de lo que nosotros llamamos creación y la fiabilidad de la leyes que la rigen. Nos dice que todo, o casi todo, en la naturaleza, tiene explicación y puede ser reproducido, excepto la existencia de las leyes que permiten al científico hacer su trabajo. Todo es posible gracias a las leyes que encontramos inmutables en este nuestro universo y por las cuales “podemos hacer cualquier cosa”. Llamar a estas leyes “dios” no es absurdo, pero evidentemente este dios dista mucho de ser el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo en quien los cristianos creemos. Paul Davies no llega a encontrar verdaderamente a Dios en sus investigaciones, pero lo hace probable y casi necesario. Llega al límite de lo que científicamente se puede alcanzar, dejando el resto a las posibilidades de la mística, que ya cae en el terreno de la metafísica.
Ahora bien, si en todo el universo y a todos los niveles hay unos principios, o leyes inmutables, que lo rigen desde la creación o, en términos científicos, desde el Bing Bang que le dio origen, también los hay en el campo de las relaciones humanas. Y esto es lo que Jesús quiere decirnos cuando nos habla del reino y la justicia de Dios. Hablando en términos cristianos diríamos que, de lo que se trata es de recuperar el orden original de Dios, las leyes y los principios sobre los que se asienta nuestro universo desde la creación. El reino de Dios no es algo ajeno o extraño que nos haya de venir de fuera. Jesús mismo nos dijo que ya estaba entre nosotros. Su presencia es la invitación divina a entrar en el mundo de la reconciliación: del hombre con la tierra, con los hombres, con Dios.
Hay que empezar aceptando el hecho de que cuando Jesús habla del reino, se refiere a los principios o leyes universales que rigen la vida humana. Quizás esto nos sorprenda, ya que hemos espiritualizado tanto el Reino que llega un momento en el que deja de ser lo que Cristo nos dijo que era: el establecimiento de la soberanía de Dios sobre todo. Mejor dicho, el reconocimiento y obediencia a las leyes universales que rigen la existencia humana. Por lo tanto, este reino ha de interpretarse como el orden de Dios; y el nombre de Dios, si así lo quieren los agnósticos y ateos, puede escribirse en minúscula, y asimilarlo a unas leyes impersonales, a pesar de que, al hacerlo así, nos alejamos de la fuente de todas las cosas, incluso de todas las leyes y principios que rigen nuestro universo. Sustituimos el creador por la creación.
Todo esto tiene enormes repercusiones en el campo de las relaciones humanas. Si hemos de encontrar caminos viables para la vida humana, en los que podamos vencer los males que nos aquejan, tales como el hambre en el mundo, la violencia, la injusticia y la opresión, hemos de volver a la obediencia a las leyes que rigen las relaciones humanas. El bien y el mal no son sólo opciones. Apostar por uno o por el otro no es neutro. Si un atentado contra las leyes físicas produce desorden y trae consigo consecuencias negativas, también en el mundo moral y espiritual. Por ejemplo, si no se puede ir contra la ley de la gravedad sin sufrir sus consecuencias, lo mismo sucede a nivel del bien y del mal. Hay un orden de Dios, unos principios morales que rigen nuestra vida humana. No se puede atentar contra ellos sin sufrir las consecuencias.
Estos principios morales que rigen la vida humana han estado allí desde el principio, aunque no los hayamos reconocido plenamente. La carrera humana se ha basado en el principio de los beneficios personales. De alguna manera, a través de los siglos, ha imperado en la conducta humana una especie de ley de la selva en la que todo vale con tal de seguir adelante con los privilegios particulares de cada uno. Ha sido una continua competición en busca de las cosas. Entre las posibilidades que nos ofrece la vida, hemos escogido el egoísmo, a veces disfrazado de moralidad o de religión. Lo que Jesús nos dice es que, naturalmente, hay en la vida un lugar para las cosas. Sin ellas, la vida sería imposible. El clamor de la gente en la montaña donde Jesús predicó su famoso sermón (Mateo 5-7), es totalmente legítimo: “¿Qué comeremos? ¿Qué beberemos? ¿Qué vestiremos?” Jesús lo sabe, pero también sabe que el camino para que estas necesidades básicas de la vida estén al alcance todos, no puede empezar con su búsqueda.
El funcionamiento normal de la vida humana ha de empezar buscando este orden. Es el que ha sido diseñado por Dios para nuestra vida. Organizar nuestra vida y nuestra sociedad a partir de estos principios, es lo que nos puede dar plenitud. La solución de los otros problemas, que los hay y son muy importantes, nos vendrá por añadidura. Si en nuestra vida, y en la vida de la sociedad, ponemos, como principios irrenunciables, las leyes del reino de Dios, es decir, los principios morales que, desde siempre, rigen nuestro universo, nos encontraremos con que, por añadidura, se nos resuelven los otros problemas: los de la pobreza, el hambre, la injusticia, la violencia, etc.
Sin embargo, hemos de añadir que, aunque en esta búsqueda de los principios que rigen las relaciones humanas, podemos prescindir del Dios de Jesús, esto no lo haremos sin un gran daño para nuestra persona. Dios, así en mayúscula, como afirma Cristo y lo hacemos los cristianos, está en el origen de nuestro universo físico, moral y espiritual y, marginarlo, significará renunciar a su poder para hacer posible vencer el desorden y caminar de nuevo en el orden de Dios. En el fondo está siempre la exigencia bíblica del arrepentimiento, es decir, de volvernos de nuestros caminos y de nuestros dioses, al Dios y Padre de Jesús de Nazaret. Lo que se nos exige es ajustar nuestra vida, en todos sus niveles, al orden de Dios.
Enric Capó
No hay comentarios:
Publicar un comentario