Tú lo dices: soy Rey. Para eso he nacido, para ser testigo de la verdad… Jn 18,1-19,42
La celebración ayer de la última cena, la celebración hoy de la muerte y la celebración mañana de la resurrección, son tres aspectos de una misma realidad: La plenitud de un ser humano que llegó a identificarse con Dios que es Amor. La realidad profunda que se nos revela en estos acontecimientos es que Dios es amor. Este es el punto de partida para que cualquier ser humano pueda desarrollar su verdadera humanidad. Pero el amor es también la meta a la que llegó Jesús y a la que tenemos que llegar nosotros. Ese amor, ni en Dios ni en nosotros, puede ser puramente estático; al contrario, es lo más dinámico que podemos imaginar, porque es el motor de puesta en marcha de toda acción verdaderamente humana.
El recuerdo puramente litúrgico de la muerte de Jesús, sin un compromiso de defender en nuestra vida las mismas actitudes que le llevaron a la muerte, es un folclore vació de contenido. Otro peligro que nos acecha en esta celebración, es caer en la sensiblería. Tal vez no podamos sustraernos a los sentimientos ante la descripción de una muerte tan brutal. El peligro estaría en quedarnos ahí y no tratar de vivir lo que estamos celebrando. (La muerte en la cruz tenía como fin eliminar a una persona físicamente; pero también degradarla ante la sociedad, para que su influencia moral desapareciera). Nos importan los datos históricos, pero sólo como medio de descubrir la cristología que en ellos se encierra: Jesús es para nosotros el modelo de lo humano y de lo divino, que manifestó absolutamente en esos momentos decisivos de su vida terrena.
No podemos presentar la muerte de Jesús como el colmo del sufri¬miento. La vida de Jesús se desarrolló con relativa normalidad y con una cierta comodidad. Los sufrimientos duraron sólo unas horas. Millones de personas, antes y después de Jesús, han sufrido mucho más en cantidad y en intensidad. No podemos seguir hablando de sus sufrimientos como si fueran los únicos. Muchísimas personas tendrían motivos para sentirse heridas con esa manera de hablar. El decir que por ser un hombre perfecto tendría mayor sensibilidad al dolor, tampoco es convincente. Fue una muerte cruel, sin duda, pero no podemos presen¬tarla como el paradigma del dolor humano. El valor de la muerte de Jesús no está en el dolor, sino en la motivación de esa muerte, en la actitud de Jesús y de los que lo mataron.
Tenemos que entender bien, la idea de que “murió por nuestros pecados”. El autor de la carta a los hebreos, (que seguramente no es de Pablo) lo que intenta es hacer ver a los judíos, que ya no tenía sentido el repetir los sacrificios que habían sido la base del culto en el templo, porque ya estaba cumplida en Jesús toda la labor de mediación. Esta idea es posible, sólo desde la perspectiva del Dios del AT que premia y castiga; y exige el pago por nuestros pecados. Este Dios no tiene nada que ver con el Dios de Jesús, que nos ama a todos siempre e infinita¬mente y que, si pudiera tener alguna preferencia, sería para con los débiles o los pecadores. Seguimos manteniendo ese Dios del AT, porque está más de acuerdo con nuestros sentimientos sin descubrir que ha sido superado por el Dios de Jesús.
Con relación a la muerte de Jesús, creo que debemos distinguir dos aspectos: ¿Por qué le mataron? ¿Por qué murió? Si no hacemos esta distinción, entraremos en un callejón sin salida. Le mataron porque la idea de Dios que él predicó no coincidía con la idea que los judíos tenían de su Dios. El Dios de Jesús, como veíamos ayer, no es el soberano que quiere ser servido, sino Amor absoluto que se pone al servicio del hombre. Esta idea de Dios es demoledora para todos aquellos que pretenden utilizarlo como instrumento de dominio y esclavitud de los demás. Ningún poder establecido puede aceptar ese Dios, porque no es manipulable ni se puede utilizar en provecho propio. Esta idea de Dios es la que no pudieron aceptar los jefes religiosos judíos. Este Dios nunca será aceptado por los jefes religiosos de ninguna época.
Jesús murió por ser fiel a sí mismo y a Dios. En el fondo no se puede separar las respuestas a las dos preguntas. Jesús como todo ser humano tenía que morir, pero resulta que no murió, sino que le mataron. Esto último, tampoco hace de su muerte un hecho singular. La singularidad de esa muerte hay que buscarla en otra parte. La muerte de Jesús no fue un accidente, sino consecuencia de su manera de ser y de actuar. Creo que en la aceptación de las consecuen¬cias de su actuación está la clave de toda la vida de Jesús. El hecho de que no dejara de decir lo que tenía que decir, ni de hacer lo que tenía que hacer, aunque sabía que eso le costaría la vida, es la clave para compren¬der que la muerte no fue un accidente, sino un hecho fundamental en su vida. El hecho de que le mataran, podía no tener mayor importancia, pero el hecho de que le importara más la defensa de sus convicciones, que la vida, nos da la verdadera profundi¬dad de su opción vital. Jesús fue mártir (testigo) en el sentido estricto de la palabra.
Las palabras y los gestos de Jesús en la última cena, sobre el servicio total a los demás, pueden significar la más elevada toma de conciencia de Jesús sobre el sentido de su vida. Tal vez en ese momento, cuando ya era inevitable su muerte, descubrió el verdadero sentido de una vida humana. Ese sentido no puede ser otro que el servicio, la donación total a los demás como culminación de humanidad. Cuando un ser humano es capaz de consumirse por los demás, está alcanzando su plena consumación. En ese instante puede decir: "Yo y el Padre somos uno". En ese instante manifiesta un amor semejante al amor de Dios. Dios está allí donde hay verdadero amor, aunque sea con sufrimiento y muerte. Si seguimos pensando en un dios de “gloria” ausente del sufrimiento humano, será muy difícil comprender el sentido de la muerte de Jesús. Si pensamos que por un instante Dios abandonó a Jesús, tenemos todo el derecho a pensar que Dios tiene abandonados a todos los que están hoy sufriendo. Eso sería terrible. Dios no puede abandonar al hombre, y menos al que sufre. Pero sigue siendo muy difícil descubrir a Dios en el sufrimiento.
¿Qué tuvo que ver Dios en la muerte de Jesús? El gran interrogante que se plantea sobre esa muerte recae sobre Dios. No podemos pensar que planeó su muerte, ni que la exigió como pago de un recate por los pecados, ni que la permitió o la esperó. La paradoja está en que podemos decir que Dios no tuvo nada que ver en la muerte de Jesús, y podemos decir que fue precisamente Dios la causa de su muerte. Si pensamos en un Dios que actúa desde fuera, nada de lo que digamos en relación con esa muerte tiene sentido. Si pensamos que Dios era el motor de toda la vida de Jesús, de sus actitudes y de sus decisiones, entonces Él fue la causa de que Jesús fuera a la muerte.
La muerte de Jesús es una verdadero interrogante sobre Dios. Según todas las apariencias, Dios abandonó a Jesús a su suerte cuando le pedía a gritos que le ayudara. ¿Cómo podemos armonizar su silencio con la cercanía en el momento de morir? Aquí está la clave de comprensión del misterio Pascual. Dios no abandonó por un momento a Jesús para después revindicarlo. Dios estuvo con Jesús en su muerte. Porque fue capaz de morir antes que fallarle, demuestra esa presencia de Dios como en ningún otro momento de su vida. En la entrega total se identificó totalmente con Dios y lo hizo presente. Cualquier otro intento de demostrar la presencia de Dios en Jesús (conocimientos, poder, milagros) es contrario a las enseñanzas más profundas de Jesús sobre Dios.
Creo que aún tenemos que reflexionar mucho sobre esa muerte para comprender el profundo significado que tuvo para él y para nosotros. Su muerte es el resumen de su actitud vital y por lo tanto, en ella podemos encontrar el verdadero sentido de su vida. Se trata de una muerte que lleva al hombre a la verdadera Vida. Pero no se trata de la muerte física, sino de la muerte al “ego”, y por lo tanto a todo egoísmo, que hizo posible una entrega a los demás hasta la muerte. Este es el mensaje que no queremos aceptar, por eso preferimos salir por peteneras y buscar soluciones que no nos exijan entrar en esa dinámica. Si nuestro “yo” sigue siendo el centro de nuestra existencia, no tiene sentido celebrar la muerte de Jesús; y tampoco celebrar su “resurrección”.
Termino como empezaba, nosotros tenemos que separar la vida, la muerte y la resurrección de Jesús para intentar entenderlas, pero resulta que solamente la podremos entender si descubrimos la unidad inextricable de las tres realidades. La muerte fue consecuencia inevitable de su vida, pero en esa muerte ya estaba toda lo gloria que podía recibir el Jesús como ser humano. La trayectoria humana de Jesús terminó alcanzando la más alta meta que puede conseguir un hombre: desplegar al máximo toda su humanidad, alcanzando y manifestando la plenitud de divinidad. Si no tenemos presente esto, podemos seguir echando balones fuera y sin descubrir lo que tiene de acicate para nosotros el descubrir que un ser humano como, en todo semejante a nosotros, pudo llegar a esa meta.
José A. Pagola
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