Lucas 1, 39-45
Después de recibir la llamada de
Dios, anunciándole que será madre del Mesías, María se pone en camino sola.
Empieza para ella una vida nueva, al servicio de su Hijo Jesús. Marcha "aprisa",
con decisión. Siente necesidad de compartir su alegría con su prima Isabel y de
ponerse cuanto antes a su servicio en los últimos meses de embarazo.
El encuentro de las dos madres es
una escena insólita. No están presentes los varones. Solo dos mujeres
sencillas, sin ningún título ni relevancia en la religión judía. María, que
lleva consigo a todas partes a Jesús, e Isabel que, llena del espíritu
profético, se atreve a bendecir a su prima sin ser sacerdote.
María entra en casa de Zacarías,
pero no se dirige a él. Va directamente a saludar a Isabel. Nada sabemos del
contenido de su saludo. Solo que aquel saludo llena la casa de una alegría
desbordante. Es la alegría que vive María desde que escuchó el saludo del
Ángel: "Alégrate, llena de gracia".
Isabel no puede contener su
sorpresa y su alegría. En cuanto oye el saludo de María, siente los movimientos
de la criatura que lleva en su seno y los interpreta maternalmente como "saltos de alegría". Enseguida, bendice a María "a voz en
grito"
diciendo: "Bendita tú
entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre".
En ningún momento llama a María
por su nombre. La contempla totalmente identificada con su misión: es la madre
de su Señor. La ve como una mujer creyente en la que se irán cumpliendo los
designios de Dios: "Dichosa porque has creído".
Lo que más le sorprende es la
actuación de María. No ha venido a mostrar su dignidad de madre del Mesías. No
está allí para ser servida sino para servir. Isabel no sale de su asombro. "¿Quién
soy yo para que me visite la madre de mi Señor?".
Son bastantes las mujeres que no
viven con paz en el interior de la Iglesia. En algunas crece el desafecto y el
malestar. Sufren al ver que, a pesar de ser las primeras colaboradoras en
muchos campos, apenas se cuenta con ellas para pensar, decidir e impulsar la
marcha de la Iglesia. Esta situación nos esta haciendo daño a todos.
El peso de una historia
multisecular, controlada y dominada por el varón, nos impide tomar conciencia
del empobrecimiento que significa para la Iglesia prescindir de una presencia
más eficaz de la mujer. Nosotros no las escuchamos, pero Dios puede suscitar
mujeres creyentes, llenas de espíritu profético, que nos contagien alegría y
den a la Iglesia un rostro más humano. Serán una bendición. Nos enseñarán a
seguir a Jesús con más pasión y fidelidad.
José Antonio Pagola
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