El
ecumenismo es la asignatura pendiente más importante del protestantismo
español. No creo que se haya dado en nuestro seno ningún estudio serio e
imparcial, al margen de la controversia, sobre las exigencias bíblicas
de comunión, y de exclusión, si éste es el caso, entre aquellos que se
refieren a Jesucristo como único Señor y Salvador. Los artículos y
libros que han tratado este tema, desde nuestras filas, lo han hecho
casi exclusivamente para defender o condenar situaciones, tendencias y
actitudes, muchas veces hechas a partir de realidades del exterior y
controversias que nos vienen de fuera. Han sido los amigos y los
enemigos del ecumenismo quienes principalmente se han ocupado del tema.
Los demás lo han considerado siempre como un problema marginal. Lo
nuestro, es decir, lo del Protestantismo español, ha sido la “sana
doctrina”, a saber, la búsqueda de la fidelidad doctrinal que es una
empresa digna y de enorme trascendencia para la Iglesia, pero que, a
menudo, ha adolecido de falta de rigurosidad. Ha adoptado demasiadas
actitudes de infalibilidad personal y ha ido demasiada cargada de
exclusivismos. La búsqueda y la fidelidad a la doctrina correcta es
condición imprescindible para un verdadera ecumenismo; pero esta
búsqueda de la verdad doctrinal no nos ha de hacer olvidar que el centro
de la doctrina cristiana no es una definición, sino la relación
auténtica con Dios y con los hombres. Y que, si en el caso de nuestras
relaciones con Dios se expresa en términos de amor, paz y
reconciliación, igualmente ha de expresarse con referencia a los
creyentes en general.
El don de la reconciliación. El centro de la doctrina cristiana, tal como la encontramos en la Biblia, es la obra reconciliadora de Dios en Cristo. Ante una humanidad dividida y enemistada, que vive en la injusticia y en la violencia, Dios toma la iniciativa de abrir un camino a la reconciliación. Esta reconciliación es, en primer lugar, entre Dios y los hombres. Se realiza de forma personal e intransferible, uno a uno, mediante una conversión personal que se manifiesta en un cambio de dirección en la vida para buscar y seguir el camino de Cristo. Por esta reconciliación, la humanidad tiene libre acceso al mundo de Dios (Ro 5,1), el mundo de la gracia, e inaugura la vida auténtica: la vida de las relaciones correctas. En una realidad de confusión como la nuestra, el creyente encuentra su lugar, sabe donde está y hacia donde va. Se encuentra a si mismo como creación de Dios y alcanza la paz y el equilibrio interior. Es un hombre reconciliado. Tiene una nueva mente, que es la de Cristo, que le permite caminar en un nuevo camino. Ha dejado ya de lado una vieja manera de vivir, el hombre viejo, para asumir la realidad del hombre nuevo, imagen de Cristo, su modelo. Vive en la tierra y en este presente, pero se esfuerza en vivir la realidad futura -pero que de alguna manera ya ha llegado a nosotros- del Reino de Dios. Es el nuevo ciudadano del nuevo mundo de Dios. No se rige por la Ley, que fue dada para esta realidad terrenal, sino por la nueva fuerza interior que tiene como centro la obligación de amar, por encima de todo y sin ningún tipo de fronteras. Es el hombre que goza de la reconciliación con Dios y vive para la reconciliación con todos los hombres.
Comunidades reconciliadas
Este hombre reconciliado no está todavía en la comunidad del Reino de Dios. Vive todavía aquí, en la debilidad de lo terreno. Vive la ausencia de poder y de gloria. No tiene a su alcance todas las posibilidades del Reino. Todo, menos la realidad de Cristo en su vida, lo vive en la promesa y en la esperanza. Pero este hombre reconciliado, en obediencia a su Señor y Maestro, se integra en una comunidad reconciliada con todos aquellos que han tenido la misma experiencia, una comunidad que tiene como centro el mismo Cristo, el Reconciliador. Esta comunidad es la Iglesia, el cuerpo de Cristo. Esta comunidad a la que se integra es el intento de comunidad reconciliada, el intento de vivir, en este nuestro presente, el proyecto del Reino de Dios que tiene, como objetivo final, la reconciliación perfecta.
Esta Iglesia es, en primer lugar, una comunidad local, fruto de nuestro éxito o de nuestro fracaso. No es jamás una comunidad perfecta. Viene deformada por todos nuestros defectos y nuestras divisiones. El testimonio de vida que damos al mundo, con algunas y dignas excepciones, es más bien pobre y está muy lejos de reflejar la imagen de Cristo. Sin embargo, esta iglesia visible, imperfecta, dividida y zarandeada por las corrientes de un mundo alejado de Dios, es la Iglesia, el cuerpo de Cristo aquí y ahora. Es cierto que podríamos hacer distinciones –como hacen algunos- y decir que es sólo una manifestación histórica e imperfecta de la Iglesia Invisible que constituye el auténtico cuerpo de Cristo. Pero esto sería pasar nuestros problemas al mundo de la fantasía, en lo que parece que somos especialistas. Nadie duda de que haya una Iglesia Invisible, escondida en el corazón de Dios; pero, ¿de qué nos sirve? A menudo es sólo una excusa para decir que tenemos oculto lo que no podemos mostrar en público. Y las cosas escondidas son dudosas. La iglesia local y su proyección a los diferentes niveles denominacionales, nacionales e internacionales, es la única iglesia que conocemos, la única real y visible. Y a la vista del tipo de iglesia que hemos conseguido, habríamos de decir que, si es el cuerpo de Cristo, es un cuerpo martirizado, continuamente crucificado de nuevo por nosotros mismos.
La iglesia, pues, la que está en la calle General Lacy de Madrid o en la calle Aragón de Barcelona, esta realidad histórica, tangible y contable, con personalidad jurídica y con títulos de propiedad, tal como es, sin más pretensiones que las de querer ser, es llamada a asumir el papel de comunidad reconciliada. Si lo alcanza, glorifica a Dios y manifiesta la realidad de la obra de Cristo. Si no lo alcaza, habría de dimitir y disolverse, porque se ha convertido en piedra de escándalo y en negación de aquello que pretende ser. La reconciliación con Dios ha de manifestarse siempre en una reconciliación entre los creyentes. No podemos proclamar el mensaje salvador de Dios desde la división y la “irreconciliación”.
La iglesia local es un microcosmo en el que están presentes todos los elementos esenciales, no le falta nada. Es auténticamente la iglesia de Dios o de Cristo. Pero, forma parte de un todo más amplio: las otras comunidades que tienen el mismo centro.
Entonces,
la reconciliación que ha de mostrar en su propio seno, la ha de
extender a las otras comunidades, a las que no puede juzgar porque, al
hacerlo, se condena a si misma. Si aplicamos al ley de la autenticidad a
las otras comunidades, nos las hemos de aplicar a nosotros mismos y
entonces caemos en la misma condenación. No hay ninguna comunidad que
sea cristal transparente que refleje la auténtica imagen de Cristo. No
hay ninguna doctrina que sea la única interpretación válida de la
Palabra de Dios. No hay ninguna organización eclesiástica que pueda
pretender ser la única posible. Estamos en el campo de las
aproximaciones, siempre renovadas, a la verdad de Dios. La
iglesia auténtica es siempre consciente de sus imperfecciones y es, por
tanto, una iglesia “en continuo proceso de reforma”.
Más allá de la comunidad local. La función reconciliadora de la Iglesia, el don de la reconciliación, se ha de mostrar en las relaciones con los demás. Si una iglesia local es llamada a ser una comunidad reconciliada, lo es también a formar una comunidad de comunidades reconciliadas. La obra de Cristo no permite parcelas de poder independiente. No existe, en el cuerpo de Cristo, tal cosa como una iglesia independiente. Cuanto más independiente, menos iglesia; cuanto más lejos esté de otras comunidades, más lejos estará de Cristo. Es cierto que vivimos en un mundo trastornado y violento, lleno de injusticias y de condenación; pero nuestra actitud no puede ser jamás la del que huye del incendio para salvar su propia vida, es decir, la comunidad que se desentiende de las demás condenándolas para presentarse como la única auténtica. En este contexto se aplica la palabra de Cristo: “quien salva la vida, la pierde; quien la pierde, la gana”. Nuestro mundo no es una causa perdida que se pueda menospreciar a favor del otro. Es un mundo, nos dice Cristo, amado por Dios y es también un mundo salvable y a salvar. Nuestra tarea como iglesias es crear el especio de la libertad, de la renovación, de la vid auténtica. Nos incumbe mostrar, en el día a día de nuestro trabajo eclesial, la obra de Dios. La iglesia ha de ser, por un lado, la muestra del poder reconciliador del evangelio y, por otro, el instrumento de reconciliación.
En
nuestra situación eclesial, hemos de asumir que esta reconciliación se
vive en círculos concéntricos. Unos son más cercanos y otros más
lejanos. Hay aquellos que llevan nuestro mismo “alias” (la marca
denominacional) y los que llevan otros distintos.
Hay
los que conozco y trato con frecuencia y aquellos que siempre me serán
desconocidos. Pero la Iglesia, el cuerpo de Cristo en su manifestación
histórica, son todos ellos. Diferentes razas, diferentes lenguas,
diferentes denominaciones, diferentes confesiones: todos aquellos que
confiesan a Jesucristo como Señor y Salvador. El movimiento ecuménico.
Aquí deberíamos situar el movimiento ecuménico, no como camino hacia una gran iglesia universal integrada en una sola realidad social, sino como exigencia del evangelio, exigencia del respeto a los demás y del amor que nos debemos unos a otros. El ecumenismo no puede significar jamás una pérdida de nuestra identidad ni un sacrificio de nuestra posición doctrinal. Ha de ser, sobre todo, salvar las barreras y los obstáculos, romper tabús y prejuicios religiosos, abrirnos a las relaciones y al diálogo con los demás. Dejar sólo a Dios el juicio sobre nuestros errores y los de los demás. Aquí, nuestra tarea es aceptarnos y ayudarnos en nuestros esfuerzo para ser fieles al que nos ha llamado. Católicos y protestantes, ortodoxos y anglicanos, somos hermanos llamados a sentarnos en la mesa del Señor. Somos los convidados. Todos venimos de “una tierra lejana”, donde “hemos vivido perdidamente”. Un día, conscientes de nuestra situación de hombres y mujeres perdidos, acudimos a la casa del Padre, con nuestras ropas manchadas y nuestros hábitos viciados, y El, el Padre y la Madre de todos, nos ha recibido y nos ha perdonado. Somos hermanos. Es cierto que hay “hermanos mayores” que, si estamos nosotros, no quieren entrar. Es una de las actitudes posibles, la peor. Al excluir a los demás, nos excluimos a nosotros mismos de la obra reconciliadora de Dios en Cristo.
Enric Capó
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