No se requiere ser un conocedor profundo de la historia eclesiástica
para saber que, desde el punto de vista teológico, la Reforma
Protestante del siglo XVI tuvo como objetivo principal el retorno de la
Iglesia a las Sagradas Escrituras como la base para su fe y su vida
práctica. El episodio más representativo de este énfasis fue la Dieta de
Worms (mayo de 1521) convocada por el emperador Carlos V con el
propósito de juzgar a Martín Lutero, quien había sido excomulgado
previamente como hereje por el Papa León por afirmar la autoridad de la
Biblia por encima de la autoridad de los papas y los concilios. Invitado
a retractarse, el reformador alemán respondió con la siguiente
declaración de la sola scriptura, tota scriptura, una
afirmación que sintetiza la convicción teológica evangélica básica
respecto a la centralidad de las Escrituras: “Mi conciencia es cautiva
de la Palabra de Dios. Si no se me demuestra por las Escrituras y por
razones claras (no acepto la autoridad de papas y concilios, pues se
contradicen), no puedo ni quiero retractarme de nada, porque ir contra
la conciencia es tan peligroso como errado. Que Dios me ayude, Amén.”
Sobre esa base bíblica los reformadores construyeron el edificio
teológico constituido por los énfasis evangélicos que se resumen en las
siguientes afirmaciones: solo Cristo (solus Christus), solo la gracia (sola gratia), solo la fe (sola fide), solo la gloria de Dios (soli deo gloria), la iglesia reformada siempre reformándose (ecclesia reformata semper reformanda).
Sin embargo, ya en 1520, antes de la Dieta de Worms Lutero escribió
tres tratados en que exponía su posición teológica en controversia con
la sostenida oficialmente por la Iglesia Católica Romana: La libertad cristiana, A la nobleza alemana acerca del mejoramiento del Estado cristiano, y La cautividad babilónica.
De importancia especial en relación con nuestro tema es el segundo de
los tratados que hemos mencionado. Aunque sin negar la necesidad de un
ministerio “ordenado” por razones funcionales, en su tratado dirigido a
“la nobleza alemana” Lutero rechaza la marcada división tradicional
entre clérigos y laicos, y afirma el sacerdocio de todos los creyentes
(también denominado sacerdocio común) en los siguientes términos:
Todos los cristianos son en verdad de estado eclesiástico
y entre ellos no hay distingo, sino sólo a causa del ministerio, como
Pablo dice que todos somos un cuerpo, pero que cada miembro tiene su
función propia con la cual sirve a los restantes. Esto resulta del hecho
de que tenemos un solo bautismo, un Evangelio, una fe y somos
cristianos iguales, puesto que el bautismo, el Evangelio y la fe de por
si solos hacen eclesiástico al pueblo cristiano.
La base bíblica de esta posición es sólida. De acuerdo con la
enseñanza del Nuevo Testamento, el único sacerdocio válido hasta el fin
de la era presente es el sacerdocio de Jesucristo, quien se ofreció a sí
mismo en sacrificio por los pecados y “con un solo sacrificio ha hecho
perfectos para siempre a los que está santificando” (Heb 10:14). Todos
los que confían en él tienen acceso directo a la presencia de Dios
(10:19-22). Nadie puede ofrecer más sacrificios por el pecado: la obra
de redención ha sido consumada; Jesucristo hombre es el único mediador
entre Dios y los hombres (1Tim 2:5). En virtud de su relación con él,
todos los creyentes participan de su sacerdocio: son el sacerdocio del
Rey (1P 2:9); son “reyes y sacerdotes” (Ap 1:5; 5:10). Y como tales
están llamados a ofrecerse a sí mismos, “en adoración espiritual . . .
como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios” (Ro 12:1).
Bíblicamente, todo cristiano es sacerdote por el solo hecho de ser
cristiano. La Iglesia es un pueblo sacerdotal. Consecuentemente, todos
sus miembros han sido consagrados al servicio de Dios, y para realizarlo
han recibido “diversos dones”, “diversas maneras de servir”, “diversas
funciones” que el Espíritu reparte “para el bien de los demás” (1Co
12). Sobre esta base bíblica, la Reforma Protestante del siglo XVI
desbrozó el camino para que cada iglesia local sea una iglesia-comunidad
que supere la dicotomía entre clérigos y laicos y todos los miembros
del cuerpo de Cristo, sin excepción, participen en servicios que
manifiesten el amor a Dios y al prójimo de manera práctica. La pregunta
que tenemos que hacernos hoy es hasta qué punto nuestras congregaciones
están comprometidas con el sacerdocio de todos los creyentes, tomando
muy en cuenta que “todos los que han sido bautizados en Cristo se han
revestido de Cristo” y, en consecuencia, “ya no hay judío ni gentil,
esclavo ni libre, hombre ni mujer” (Ga 3:27-28).
Rene Padilla
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