Marcos 1,21-28
1. La Buena Noticia según Marcos
Hace unas semanas, durante el Adviento, escuchábamos la proclamación de Marcos anunciando el “principio de la buena noticia de Jesucristo, el Hijo de Dios” (1,1). A lo largo de los domingos de este año vamos a ir leyendo y comentando su “Evangelio”, su “Buena Noticia”: Dios se nos ha acercado en la persona de Jesús de Nazaret, quien va a anunciar y a realizar el Plan de Dios previsto desde siempre. Esto es a lo que el mismo Jesús se refirió como el “Reinado de Dios”.
El evangelista Marcos no nos ofrece un tratado de doctrina. Por el contrario, nos presenta un relato: nos narra el breve ministerio de Jesús, desde su bautismo por Juan en el Jordán hasta su muerte en la cruz y el anuncio de su resurrección por sus seguidores. Sin embargo, lo que Marcos nos ofrece no es un relato periodístico, pretendidamente aséptico e independiente. Al contrario, es el relato apasionadamente comprometido de un discípulo, aunque sea ya de segunda generación. Marcos escribe para que nos convirtamos y creamos en la Buena Noticia que transmitía Jesús, y que ahora es él nos transmite.
2. Jesús anuncia y realiza la Buena Noticia
En el texto que nos ocupa, Jesús acaba de comenzar su ministerio, inmediatamente después de la detención del Bautista por parte de Herodes. Marcos ha resumido la predicación de Jesús en pocas palabras:
“El tiempo se ha cumplido [“ha llegado el tiempo”], y ya está cerca [«acercándose»] el reino [«reinado»] de Dios. Convertíos [«cambiad de vida», «volveos a Dios»] y creed [«aceptad con fe»] en la [«esta»] buena noticia” (1,15).
La predicación de Jesús no es una doctrina abstracta, sino un acontecimiento. En la misma predicación de Jesús, Dios viene. Pero, ¿para qué viene Dios? ¿Para qué viene Jesús de parte de Dios? Porque desde que aparece junto al mar de Galilea, Jesús actúa, y no para de actuar hasta que lo ejecutan.
Marcos insiste a lo largo de su relato evangélico en que la tarea de Jesús consiste en enseñar. Sin embargo, a diferencia de Lucas y, sobre todo, de Mateo, no nos ofrece los contenidos concretos de la predicación de Jesús, no nos aclara suficientemente qué enseñaba. Pero sí nos dice qué hacía Jesús. En el testimonio del evangelista, Jesús “hace” precisamente lo mismo que anuncia, es decir, “realiza” el Reinado de Dios. Sus obras son las obras de Dios. Y lo primero que hace Jesús es empezar a escoger colaboradores: Simón y Andrés, Santiago y Juan, los cuatro pescadores de Cafarnaúm, junto al mar de Galilea (1,16-20).
Jesús entra en la sinagoga, el lugar de reunión del pueblo de Dios, el lugar de encuentro con Dios. La sinagoga es el lugar donde se escucha, se explica y se aplica la Palabra de Dios. el lugar en que se ora y se alaba a Dios. Marcos nos dice que Jesús acude con frecuencia a la sinagoga, y allí enseña. Desde el principio de su ministerio: “Jesús entró en la sinagoga y se puso a enseñar” (1,21).
Las personas que están en la sinagoga se admiran “de cómo les enseñaba” (1,22). Es curioso. No se admiran tanto del contenido de su enseñanza, cuanto de su manera de hablar: “Como quien tiene autoridad y no como los maestros de la ley” (v. 22). Porque los escribas, los encargados de interpretar la ley y de aplicarla a la vida ordinaria, se limitaban a eso, a hacer cumplir la ley. A hablar de lo que habían aprendido. Como mucho, a interpretar lo que habían aprendido. A hacer que la gente cumpliera lo que estaba escrito. Pero no aportaban nada nuevo. No había nada en su enseñanza que sirviera verdaderamente para la vida. Que diera vida a la gente.
Jesús, en cambio, no enseña como los maestros de la ley. Lo hace “con autoridad”. Él es “autor” de lo que dice, no habla de oídas, de lo que dicen otros. Y por eso lo que dice, desde sí mismo, desde su propia vida, se dirige al “corazón”, a la vida misma de la gente, y llama la atención, interpela. La palabra de Jesús produce, de entrada, admiración.
En cuanto Jesús empieza a enseñar, se le enfrenta “un hombre poseído por un espíritu impuro” (1,23). Un hombre poseído por el mal, dominado por el mal. Hasta el punto de perder su propia personalidad. No se nos dice cómo se llamaba el hombre, porque no es el hombre quien habla, sino el “espíritu malo” que lo domina. Marcos nos narra cómo ese “espíritu malo” que dominaba a este hombre se siente agredido por la sola presencia de Jesús, porque percibe que Jesús ha venido [¿a la sinagoga? ¿al mundo?] a destruirlo. No a destruir al hombre poseído, sino al “espíritu malo” que lo posee. Y es precisamente ese “espíritu malo”, que se siente agredido y enfrentado por Jesús, el que reconoce a Jesús, el que sabe quién es, de quién procede y a qué ha venido:
“¡Jesús de Nazaret, déjanos en paz! ¿Has venido a destruirnos? ¡Te conozco bien: tú eres el Santo de Dios!” (1,24).
Sus temores, los del “espíritu malo”, no eran infundados. Jesús no discute con él. Directamente le da dos órdenes. La segunda es comprensible: “Sal de él” (1,25). Jesús libera a aquel ser humano, que ni siquiera tenía nombre, y le permite ser él mismo, le da una vida nueva, le hace vivir humanamente. Como si lo creara de nuevo. Aunque no lo parezca, a él, al hombre cuya vida estaba anulada, iba dirigida la acción de Jesús. La primera orden es más enigmática: “¡Cállate!”. Es como si dijera: “No digas quién soy, ni de quién vengo, ni cuál es mi cometido. Todavía no es el momento de darlo a conocer. Me queda mucho trabajo por hacer”. A partir de este momento, Jesús hará callar a todos los beneficiarios de su actuación sanadora y liberadora: “No digas a nadie nada, preséntate al sacerdote, no lo divulgues…”. Jesús no quiere la fama. Sus planes son otros.
Efectivamente. Los que presencian el milagro de Jesús no han captado nada. No han entendido nada de lo que han visto. Sólo se asustan y se asombran, y no se atreven a preguntar nada a Jesús. Les asombra lo que consideran únicamente un acto de poder de Jesús. Y se dicen unos a otros:
“¿Qué está pasando aquí? Es una nueva enseñanza, llena de autoridad. Además, este hombre da órdenes a los espíritus impuros, y le obedecen!” (1,27).
Aquí empieza la fama de Jesús. Pero no se han enterado realmente de quién es Jesús.
3. Los destinatarios de la Buena Noticia
¿Distinguimos? En un primer momento, los destinatarios de la predicación de Jesús, a lo largo de su ministerio, habían sido los hombres y mujeres de Galilea y de Judea, los habitantes de Jerusalén, los miembros del pueblo de Israel, cuyos antepasados habían recibido las promesas de parte de Dios y al que pertenecía el mismo Jesús. Ellos eran los que tenían que haber acogido con fe el Reinado de Dios, que Jesús les predicó con la plenitud del Espíritu de Dios, y haberlo extendido a toda la humanidad. Pero no fue así. Jesús fue rechazado, y crucificado. Y Dios lo resucitó.
En un segundo momento, los destinatarios de la obra escrita por Marcos son los hombres y mujeres de su iglesia (¿Roma? ¿Antioquía?), que habiendo recibido la predicación apostólica sobre Jesús, necesitan ahora, para su crecimiento espiritual, saber más cosas sobre él, conocer mejor a Jesús en quien han creído. Ellos confiesan a Jesús como Hijo de Dios. Sin embargo, ¿quién era realmente Jesús? ¿Era como los héroes y los dioses de la mitología, en los que habían creído antes, y en los que ahora creían sus amigos y vecinos? Y lo confesaban además como su “Kyrios”, como su “Señor”. Sin embargo, ¿era Jesús más o menos importante que el Emperador, el “Señor” de todo el Imperio Romano? Los cristianos que se habían convertido del paganismo necesitaban saber quién era Jesús, y por qué lo confesaban como “Mesías, Señor, Hijo de Dios”. Para esas personas escribe Marcos su evangelio, impulsado e inspirado por el mismo Espíritu que había habitado plenamente en Jesús y lo había impulsado en su ministerio.
¿Y nosotros? También nosotros somos, aquí y ahora, destinatarios del mensaje que Dios nos dirige, aquí y ahora, en la persona de Jesucristo resucitado. También nosotros hemos recibido el Espíritu Santo, que nos mueve a acoger con fe la Palabra que Dios hoy nos transmite en las Escrituras. También nosotros necesitamos conocer mejor a Jesús, conocer cuáles eran sus enseñanzas y sus obras, para poder “reconocer” en él a Dios que viene a nosotros.
¿Y se acaba en nosotros la Buena Noticia de Jesús? ¿O los destinatarios del anuncio son todas las personas que hoy necesitan que les pase algo extraordinario, que alguien les dé una buena noticia, que Dios venga a ellos y les cambie la vida?
Jesús viene de parte de Dios porque la humanidad lo necesita. Los seres humanos viven, vivimos, como exiliados en este mundo, como Israel en Egipto o en Babilonia, y necesitamos que Dios venga a nosotros a sacarnos de esta situación. Necesitamos la Buena Noticia de que Dios viene a liberarnos.
La vida humana es hermosa. Es obra de Dios. Pero los hombres y mujeres experimentamos el mal. El mal físico, naturalmente. La enfermedad, el dolor, la carencia, la muerte. En todo esto nos asemejamos a los animales. Si n embargo, los animales no experimentan el mal. No tienen conciencia de su dolor. Mientras que los seres humanos, por el contrario, vivimos el mal moral, el sufrimiento, el dolor interno que nos producen la enfermedad, el dolor y la muerte, y la separación, y la frustración, y el desamor. Y experimentamos también el mal que la Biblia llama “pecado”, que es el mal que producimos nosotros a los demás o el que a veces nos producimos a nosotros mismos, y que se genera en nuestro interior, en nuestros sentimientos, en nuestras actitudes, en nuestros valores. Un mal que es rebeldía: rebeldía contra nosotros mismos y contra los demás. Rebeldía contra la vida. Contra Dios. Es el mal que produce ruptura en el ser humano. Ruptura con nosotros mismos, con los demás y con Dios. Eso es lo que significa “diabólico”, lo que separa, lo que rompe la relación, lo que impide la comunión necesaria para la vida.
Hay ocasiones en que la experiencia del mal es total. Ha habido y hay momentos, en la historia de la humanidad y en la vida de los individuos, en que el mal producido por los hombres ha superado a los propios hombres. Esas ocasiones en que los individuos causantes del mal han perdido el control del mal que producían, y el resultado ha sido la experiencia de lo inhumano, de lo infrahumano. Esas ocasiones en que los hombres, o algunos hombres, se han sentido como dioses. Como dioses falsos, claro, como dioses demoníacos, y han creído que ser dios consistía en imponerse por la fuerza, en destruir, en aniquilar.
Hay una experiencia del mal que es sobrecogedora. Es el mal que está en el interior del ser humano y que lo domina, que anula su personalidad, que le impide ser él mismo. Hace apenas cien años que hemos empezado a estudiar la mente o el alma humana, y no sabemos prácticamente nada. Ahí están esos “trastornos” del alma en los que se pierde la noción del bien y del mal, o esos otros en los que la persona se cree el centro del universo, o esos en los que el individuo goza haciendo sufrir a los demás, o aquellos en los que la personalidad queda radicalmente alterada, e incluso destruida. Son experiencias en las que el mal se experimenta como una fuerza [como un “espíritu impuro”, dirían los antiguos] que entra en lo más profundo del ser humano y lo arrastra hasta las profundidades del mal. Son las experiencias de estar poseídos por el alcohol, por la droga, el juego, el sexo, la cólera, el afán de poseer, el placer de humillar y producir dolor… Son experiencias en las que el mal domina al ser humano, lo empuja a la destrucción, y a la autodestrucción, a la perdida de la humanidad y de la dignidad, e incluso de la vida.
Marcos nos anuncia que, en Jesús, Dios viene a enfrentarse al mal, a toda clase de mal, y a destruirlo. Ése es el Reinado de Dios que viene. Ésa es la Buena Noticia de Marcos, y la Buena Noticia que trae Jesús. Y que realiza Jesús. Y que Jesús encargará a sus discípulos. Una Buena Noticia que está pidiendo una respuesta: En primer lugar, convertirse, cambiar, optar por el bien, es decir, por Dios. Pero también continuar la tarea de Jesús. Enseñar con autoridad, como Jesús. Realizar lo que se enseña, como Jesús. Enfrentarse al mal en todas sus manifestaciones, como Jesús. Dar salud, ánimo, alimento, sentido, humanidad, libertad, vida, como Jesús. En el nombre de Jesús. Con el poder de Jesús. Con la fuerza del Espíritu de Dios. Con la fuerza del amor de Dios.
Hoy, aquí y ahora, sigue resonando, para todos, la predicación de Jesús:
“El tiempo se ha cumplido, y ya está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en la buena noticia” (1,15).
1. La Buena Noticia según Marcos
Hace unas semanas, durante el Adviento, escuchábamos la proclamación de Marcos anunciando el “principio de la buena noticia de Jesucristo, el Hijo de Dios” (1,1). A lo largo de los domingos de este año vamos a ir leyendo y comentando su “Evangelio”, su “Buena Noticia”: Dios se nos ha acercado en la persona de Jesús de Nazaret, quien va a anunciar y a realizar el Plan de Dios previsto desde siempre. Esto es a lo que el mismo Jesús se refirió como el “Reinado de Dios”.
El evangelista Marcos no nos ofrece un tratado de doctrina. Por el contrario, nos presenta un relato: nos narra el breve ministerio de Jesús, desde su bautismo por Juan en el Jordán hasta su muerte en la cruz y el anuncio de su resurrección por sus seguidores. Sin embargo, lo que Marcos nos ofrece no es un relato periodístico, pretendidamente aséptico e independiente. Al contrario, es el relato apasionadamente comprometido de un discípulo, aunque sea ya de segunda generación. Marcos escribe para que nos convirtamos y creamos en la Buena Noticia que transmitía Jesús, y que ahora es él nos transmite.
2. Jesús anuncia y realiza la Buena Noticia
En el texto que nos ocupa, Jesús acaba de comenzar su ministerio, inmediatamente después de la detención del Bautista por parte de Herodes. Marcos ha resumido la predicación de Jesús en pocas palabras:
“El tiempo se ha cumplido [“ha llegado el tiempo”], y ya está cerca [«acercándose»] el reino [«reinado»] de Dios. Convertíos [«cambiad de vida», «volveos a Dios»] y creed [«aceptad con fe»] en la [«esta»] buena noticia” (1,15).
La predicación de Jesús no es una doctrina abstracta, sino un acontecimiento. En la misma predicación de Jesús, Dios viene. Pero, ¿para qué viene Dios? ¿Para qué viene Jesús de parte de Dios? Porque desde que aparece junto al mar de Galilea, Jesús actúa, y no para de actuar hasta que lo ejecutan.
Marcos insiste a lo largo de su relato evangélico en que la tarea de Jesús consiste en enseñar. Sin embargo, a diferencia de Lucas y, sobre todo, de Mateo, no nos ofrece los contenidos concretos de la predicación de Jesús, no nos aclara suficientemente qué enseñaba. Pero sí nos dice qué hacía Jesús. En el testimonio del evangelista, Jesús “hace” precisamente lo mismo que anuncia, es decir, “realiza” el Reinado de Dios. Sus obras son las obras de Dios. Y lo primero que hace Jesús es empezar a escoger colaboradores: Simón y Andrés, Santiago y Juan, los cuatro pescadores de Cafarnaúm, junto al mar de Galilea (1,16-20).
Jesús entra en la sinagoga, el lugar de reunión del pueblo de Dios, el lugar de encuentro con Dios. La sinagoga es el lugar donde se escucha, se explica y se aplica la Palabra de Dios. el lugar en que se ora y se alaba a Dios. Marcos nos dice que Jesús acude con frecuencia a la sinagoga, y allí enseña. Desde el principio de su ministerio: “Jesús entró en la sinagoga y se puso a enseñar” (1,21).
Las personas que están en la sinagoga se admiran “de cómo les enseñaba” (1,22). Es curioso. No se admiran tanto del contenido de su enseñanza, cuanto de su manera de hablar: “Como quien tiene autoridad y no como los maestros de la ley” (v. 22). Porque los escribas, los encargados de interpretar la ley y de aplicarla a la vida ordinaria, se limitaban a eso, a hacer cumplir la ley. A hablar de lo que habían aprendido. Como mucho, a interpretar lo que habían aprendido. A hacer que la gente cumpliera lo que estaba escrito. Pero no aportaban nada nuevo. No había nada en su enseñanza que sirviera verdaderamente para la vida. Que diera vida a la gente.
Jesús, en cambio, no enseña como los maestros de la ley. Lo hace “con autoridad”. Él es “autor” de lo que dice, no habla de oídas, de lo que dicen otros. Y por eso lo que dice, desde sí mismo, desde su propia vida, se dirige al “corazón”, a la vida misma de la gente, y llama la atención, interpela. La palabra de Jesús produce, de entrada, admiración.
En cuanto Jesús empieza a enseñar, se le enfrenta “un hombre poseído por un espíritu impuro” (1,23). Un hombre poseído por el mal, dominado por el mal. Hasta el punto de perder su propia personalidad. No se nos dice cómo se llamaba el hombre, porque no es el hombre quien habla, sino el “espíritu malo” que lo domina. Marcos nos narra cómo ese “espíritu malo” que dominaba a este hombre se siente agredido por la sola presencia de Jesús, porque percibe que Jesús ha venido [¿a la sinagoga? ¿al mundo?] a destruirlo. No a destruir al hombre poseído, sino al “espíritu malo” que lo posee. Y es precisamente ese “espíritu malo”, que se siente agredido y enfrentado por Jesús, el que reconoce a Jesús, el que sabe quién es, de quién procede y a qué ha venido:
“¡Jesús de Nazaret, déjanos en paz! ¿Has venido a destruirnos? ¡Te conozco bien: tú eres el Santo de Dios!” (1,24).
Sus temores, los del “espíritu malo”, no eran infundados. Jesús no discute con él. Directamente le da dos órdenes. La segunda es comprensible: “Sal de él” (1,25). Jesús libera a aquel ser humano, que ni siquiera tenía nombre, y le permite ser él mismo, le da una vida nueva, le hace vivir humanamente. Como si lo creara de nuevo. Aunque no lo parezca, a él, al hombre cuya vida estaba anulada, iba dirigida la acción de Jesús. La primera orden es más enigmática: “¡Cállate!”. Es como si dijera: “No digas quién soy, ni de quién vengo, ni cuál es mi cometido. Todavía no es el momento de darlo a conocer. Me queda mucho trabajo por hacer”. A partir de este momento, Jesús hará callar a todos los beneficiarios de su actuación sanadora y liberadora: “No digas a nadie nada, preséntate al sacerdote, no lo divulgues…”. Jesús no quiere la fama. Sus planes son otros.
Efectivamente. Los que presencian el milagro de Jesús no han captado nada. No han entendido nada de lo que han visto. Sólo se asustan y se asombran, y no se atreven a preguntar nada a Jesús. Les asombra lo que consideran únicamente un acto de poder de Jesús. Y se dicen unos a otros:
“¿Qué está pasando aquí? Es una nueva enseñanza, llena de autoridad. Además, este hombre da órdenes a los espíritus impuros, y le obedecen!” (1,27).
Aquí empieza la fama de Jesús. Pero no se han enterado realmente de quién es Jesús.
3. Los destinatarios de la Buena Noticia
¿Distinguimos? En un primer momento, los destinatarios de la predicación de Jesús, a lo largo de su ministerio, habían sido los hombres y mujeres de Galilea y de Judea, los habitantes de Jerusalén, los miembros del pueblo de Israel, cuyos antepasados habían recibido las promesas de parte de Dios y al que pertenecía el mismo Jesús. Ellos eran los que tenían que haber acogido con fe el Reinado de Dios, que Jesús les predicó con la plenitud del Espíritu de Dios, y haberlo extendido a toda la humanidad. Pero no fue así. Jesús fue rechazado, y crucificado. Y Dios lo resucitó.
En un segundo momento, los destinatarios de la obra escrita por Marcos son los hombres y mujeres de su iglesia (¿Roma? ¿Antioquía?), que habiendo recibido la predicación apostólica sobre Jesús, necesitan ahora, para su crecimiento espiritual, saber más cosas sobre él, conocer mejor a Jesús en quien han creído. Ellos confiesan a Jesús como Hijo de Dios. Sin embargo, ¿quién era realmente Jesús? ¿Era como los héroes y los dioses de la mitología, en los que habían creído antes, y en los que ahora creían sus amigos y vecinos? Y lo confesaban además como su “Kyrios”, como su “Señor”. Sin embargo, ¿era Jesús más o menos importante que el Emperador, el “Señor” de todo el Imperio Romano? Los cristianos que se habían convertido del paganismo necesitaban saber quién era Jesús, y por qué lo confesaban como “Mesías, Señor, Hijo de Dios”. Para esas personas escribe Marcos su evangelio, impulsado e inspirado por el mismo Espíritu que había habitado plenamente en Jesús y lo había impulsado en su ministerio.
¿Y nosotros? También nosotros somos, aquí y ahora, destinatarios del mensaje que Dios nos dirige, aquí y ahora, en la persona de Jesucristo resucitado. También nosotros hemos recibido el Espíritu Santo, que nos mueve a acoger con fe la Palabra que Dios hoy nos transmite en las Escrituras. También nosotros necesitamos conocer mejor a Jesús, conocer cuáles eran sus enseñanzas y sus obras, para poder “reconocer” en él a Dios que viene a nosotros.
¿Y se acaba en nosotros la Buena Noticia de Jesús? ¿O los destinatarios del anuncio son todas las personas que hoy necesitan que les pase algo extraordinario, que alguien les dé una buena noticia, que Dios venga a ellos y les cambie la vida?
Jesús viene de parte de Dios porque la humanidad lo necesita. Los seres humanos viven, vivimos, como exiliados en este mundo, como Israel en Egipto o en Babilonia, y necesitamos que Dios venga a nosotros a sacarnos de esta situación. Necesitamos la Buena Noticia de que Dios viene a liberarnos.
La vida humana es hermosa. Es obra de Dios. Pero los hombres y mujeres experimentamos el mal. El mal físico, naturalmente. La enfermedad, el dolor, la carencia, la muerte. En todo esto nos asemejamos a los animales. Si n embargo, los animales no experimentan el mal. No tienen conciencia de su dolor. Mientras que los seres humanos, por el contrario, vivimos el mal moral, el sufrimiento, el dolor interno que nos producen la enfermedad, el dolor y la muerte, y la separación, y la frustración, y el desamor. Y experimentamos también el mal que la Biblia llama “pecado”, que es el mal que producimos nosotros a los demás o el que a veces nos producimos a nosotros mismos, y que se genera en nuestro interior, en nuestros sentimientos, en nuestras actitudes, en nuestros valores. Un mal que es rebeldía: rebeldía contra nosotros mismos y contra los demás. Rebeldía contra la vida. Contra Dios. Es el mal que produce ruptura en el ser humano. Ruptura con nosotros mismos, con los demás y con Dios. Eso es lo que significa “diabólico”, lo que separa, lo que rompe la relación, lo que impide la comunión necesaria para la vida.
Hay ocasiones en que la experiencia del mal es total. Ha habido y hay momentos, en la historia de la humanidad y en la vida de los individuos, en que el mal producido por los hombres ha superado a los propios hombres. Esas ocasiones en que los individuos causantes del mal han perdido el control del mal que producían, y el resultado ha sido la experiencia de lo inhumano, de lo infrahumano. Esas ocasiones en que los hombres, o algunos hombres, se han sentido como dioses. Como dioses falsos, claro, como dioses demoníacos, y han creído que ser dios consistía en imponerse por la fuerza, en destruir, en aniquilar.
Hay una experiencia del mal que es sobrecogedora. Es el mal que está en el interior del ser humano y que lo domina, que anula su personalidad, que le impide ser él mismo. Hace apenas cien años que hemos empezado a estudiar la mente o el alma humana, y no sabemos prácticamente nada. Ahí están esos “trastornos” del alma en los que se pierde la noción del bien y del mal, o esos otros en los que la persona se cree el centro del universo, o esos en los que el individuo goza haciendo sufrir a los demás, o aquellos en los que la personalidad queda radicalmente alterada, e incluso destruida. Son experiencias en las que el mal se experimenta como una fuerza [como un “espíritu impuro”, dirían los antiguos] que entra en lo más profundo del ser humano y lo arrastra hasta las profundidades del mal. Son las experiencias de estar poseídos por el alcohol, por la droga, el juego, el sexo, la cólera, el afán de poseer, el placer de humillar y producir dolor… Son experiencias en las que el mal domina al ser humano, lo empuja a la destrucción, y a la autodestrucción, a la perdida de la humanidad y de la dignidad, e incluso de la vida.
Marcos nos anuncia que, en Jesús, Dios viene a enfrentarse al mal, a toda clase de mal, y a destruirlo. Ése es el Reinado de Dios que viene. Ésa es la Buena Noticia de Marcos, y la Buena Noticia que trae Jesús. Y que realiza Jesús. Y que Jesús encargará a sus discípulos. Una Buena Noticia que está pidiendo una respuesta: En primer lugar, convertirse, cambiar, optar por el bien, es decir, por Dios. Pero también continuar la tarea de Jesús. Enseñar con autoridad, como Jesús. Realizar lo que se enseña, como Jesús. Enfrentarse al mal en todas sus manifestaciones, como Jesús. Dar salud, ánimo, alimento, sentido, humanidad, libertad, vida, como Jesús. En el nombre de Jesús. Con el poder de Jesús. Con la fuerza del Espíritu de Dios. Con la fuerza del amor de Dios.
Hoy, aquí y ahora, sigue resonando, para todos, la predicación de Jesús:
“El tiempo se ha cumplido, y ya está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en la buena noticia” (1,15).