Nuestra iglesia evangélica, igual que la católica, parece haberse obsesionado por los temas sexuales, como si ésos fuesen los únicos problemas críticos de nuestro tiempo y como si de ellos dependiera el futuro de la iglesia y de la civilización. Temas sexuales, especialmente la homosexualidad, dominan abrumadoramente el discurso de los políticos protestantes; entre la gran mayoría de los evangélicos, la sola mención de homosexuales y lesbianos les infunde pánico. Más que sólo principios bíblicos y teológicos, que por supuesto son cruciales, parece funcionar aquí un profundo prejuicio social.
Los evangélicos, junto con los católicos, salen en masa para unirse a las marchas contra los homosexuales. Manifestaciones multitudinarias se han realizado en Costa Rica, Argentina, Brasil y muchos otros países. Es una causa popular, apoyada por el prejuicio de la sociedad misma.
No estoy minimizando la importancia de la ética sexual ni de nuestra fidelidad bíblica, pero sí quiero cuestionar las prioridades erradas de esta obsesiva campaña contra los homosexuales. ¿Por qué será que para una marcha anti-homosexual salimos a la calle por cientos de miles, pero cuando se trata de una protesta contra la corrupción en el gobierno (como el Manifiesto de la Vergüenza en Costa Rica), somos mudos y brillamos por nuestra ausencia? ¿Por que no se han unido las iglesias protestantes y católicas para organizar marchas contra las guerras de Irak y Afganistán? ¿Por qué no se les ha ocurrido a nuestros líderes religiosos una masiva protesta contra el golpe de estado en Honduras y el régimen represivo de su gobierno "democrático"?
Precisamente por eso, las iglesias evangélicas carecen de autoridad moral para que sus campañas anti-homosexuales sean convincentes. Los partidos protestantes han sido casi siempre cómplices del sistema, a veces hasta partícipes en la corrupción. Líderes ambiciosos han manipulado a los miembros ingenuos para quedar electos en puestos políticos, y ya electos no muestran una mínima comprensión de las necesidades reales del país ni una visión positiva del futuro nacional. Por eso, sus arengas contra la homosexualidad quedan en ridículo ante los sectores pensantes y críticos de la población y a veces huelen a oportunismo e hipocresía.
En amplios sectores de nuestras sociedades latinoamericanas, nuestras iglesias evangélicas se conocen más por su oposición a la homosexualidad que por cualquier otra cosa. Parece que la iglesia protestante en América Latina siempre ha necesitado algún gran enemigo con quien pelear. Es el síndrome del "anti". Originalmente era anti-catolicismo, después anti-comunismo y anti-ecumenismo, y ahora más que otra cosa, anti-homosexual. Pero el evangelio no vive de negaciones sino de las buenas nuevas. El evangelio es el "Sí" y el "Amén" de Dios (2 Cor 1:19-20); cuando lo negativo domina en la iglesia, ella está enferma.
La cuestión homosexual no siempre tenía la importancia que ahora tiene. En los Estados Unidos, Ronald Reagen, con gran astucia, forjó una alianza entre católicos y protestantes en torno a dos temas: homosexualidad y aborto. Les hizo pensar que esos eran los mayores problemas del país y los únicos criterios para el voto. Con esa táctica ganó la presidencia y el apoyo para sus guerras en Centroamérica y sus fatales políticas económicas, de las que hoy sufrimos las consecuencias. Con la misma táctica Nixon y los dos Bush politizaron estos temas para cometer más atrocidades. Y hoy, si nos unimos con la cruzada anti-homosexual, nos estamos aliando con otras causas que son contrarias al evangelio y negativas para el futuro de nuestros países.
Por todo eso quiero proponer una moratoria, digamos de unos cinco años, en que dejemos en paz a los homosexuales y que nos dediquemos a otros temas más importantes y más evangélicos. ¡Una moratoria de diatribas homofóbicas, nada de ataques e insultos, nada de marchas populacheras! Un descanso, para volver a respirar aire fresco. Y de hecho, la causa anti-homosexual no perderá nada, porque la jerarquía católica y las grandes mayorías homofóbicas de nuestros países se encargarán de proteger la patria y la familia.
Propongo que durante este período de moratoria nos dediquemos a analizar con calma este tema, dispuestos con humildad a juzgar nuestros propios pecados, pues el juicio debe comenzar en la casa de Dios. Debemos analizar mucho más a fondo los aspectos bíblicos de este tema (exegéticos y hermenéuticos), que tienen sus bemoles muy importantes. Nos haría mucho bien recordar que los mismos pasajes denuncian la avaricia (¡los avaros no entrarán al reino de Dios, pero sí en las iglesias!); el Nuevo Testamento dice mucho más contra la avaricia y la codicia que contra la homosexualidad. Otras preguntas que requieren un análisis imparcial son: ¿es congénita la homosexualidad en algunos casos, y cómo afecta eso el tema? ¿Cómo afecta la homosexualidad, positiva y negativamente, a ellos mismos, comparado con el matrimonio heterosexual? ¿Amenazan estas prácticas a la familia y la sociedad? ¿Cómo? Confieso que no tengo respuestas a estas preguntas, pues hasta ahora no me convencen los argumentos ni de un lado ni del otro.
Una pregunta fundamental: ¿Qué significa el mandamiento de amar, el gran mandamiento de la ley, para este tema? Muchas iglesias evangélicas ahora se conocen más por su aparente odio contra otros grupos que por su amor cristiano. Con la moratoria que propongo, la iglesia evangélica podría volver a ser conocida como la comunidad de amor en Cristo y no como un enemigo más de otro sector social ¡Qué lindo sería!
Me parece que hoy la iglesia está enferma con fiebre, y necesita reposo para bajar la calentura.
Esta guerra homofóbica está haciendo mucho daño a nuestras iglesias. Es hora para una tregua. Sería muy saludable y nos haría muchísimo bien. ¡Qué lo permita Dios!
Juan Stam
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