miércoles, 1 de diciembre de 2010

Edificar-Derruir.

Edificar - Derruir

La palabra “edificación”, en el contexto de la fe cristiana evangélica, no tiene entre nosotros buena acogida. Nos parece que viene de un pietismo desfasado que vale más dejar de lado para vivir un cristianismo más moderno, más de acuerdo con la cultura de hoy y más dado a hablar de servicio, solidaridad, vida comunitaria. Pero yo al menos me resisto a perder esta palabra de nuestro léxico religioso. Me parece que es muy importante para entender alguna cosa del comportamiento cristiano. Dejadme que me explique

Nuestra principal tarea humana es edificar nuestra vida. Lo hacemos desde el principio, incluso antes de tener –decimos- uso de razón. Y lo hacemos, también, en muy diferentes aspectos. Cuando vamos a la escuela o accedemos a la universidad estamos construyendo nuestra personalidad con vistas a una vida más rica y con más posibilidades de subsistencia. Cuando practicamos algún deporte y ejercitamos nuestros músculos, tenemos muy claro que estamos haciendo un cuerpo más fuerte y más armónico. Cuando nos preocupamos de una alimentación sana y equilibrada, estamos haciendo salud. Todo esto tiene que ver con la palabra “edificación”. Edificamos nuestra vida. La conocida frase latina “mens sana in corpore sano” es un objetivo a alcanzar mediante la disciplina mental y física.

Pero hay un aspecto muy importante de esta tarea de arquitectos y constructores que nos ha dado la naturaleza –por no apelar en este momento a Dios- que nunca podemos dejar de lado. Va mucho más allá de la formación cultural, o física, o espiritual, ya que es la tarea de construir una persona, o nuestra personalidad específica, lo cual es independiente de nuestra cultura o nuestra fortaleza física. Es aquello que realmente somos. Quiénes somos. Cómo somos. No se trata del rostro ni de la formación, sino de nuestra verdadera personalidad en referencia a nosotros mismos y en referencia a los demás. ¿Cuál es el nivel moral de nuestra construcción? ¿Qué nota obtenemos en el examen de la totalidad de la vida? ¿Hasta qué punto es armoniosa y equilibrada la construcción humana que hemos hecho? Estas cosas van más allá y son más importantes que las mencionadas anteriormente. No es fácil identificarlas. Son sentimientos y movimiento interiores que regulan nuestra conducta y la hacen negativa o positiva. Quizás lo que mejor se acercaría a una definición justa sería el juicio de los demás: “Es todo un hombre (mujer)”, es decir, ha alcanzado la estatura humana ideal, la madurez o –bíblicamente hablando- ha llegado al “varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo” (Ef 4,13)

Esta estatura moral, esta madurez, este llegar a ser lo que deberíamos ser si fuésemos capaces de dominar los elementos negativos que encontramos en nosotros mismos, es el gran desafío en nuestra tarea de construir. Y es aquí que vuelvo a la palabra “edificación”. En la vida hay cosas que edifican y otras que derriban. Nada de los que hacemos o de lo que nos pasa es indiferente. Todo tiene que ver con el edificio de nuestra vida. A veces nos puede parecer que no es así. Que hay cosas negativas que no nos afectan. Que antes de decir una mentira, o de adulterar, somos los mismos que después de haberlo hecho. Y no es así. La mentira o el adulterio, o cualquier otra cosa negativa, significa siempre un golpe a las murallas de nuestra vida y ésta se resiente. Quizás la grieta todavía no es visible, pero alguna cosa en nosotros ha quedado afectada y, golpe tras golpe, acabará por hacerse evidente.

Este principio funciona también en positivo. Hay cosas que edifican. Hacer el bien, ser solidario, preocuparse por los demás, atender a los más pequeños, son cosas que fortalecen nuestra vida. Cualquier victoria, pequeña o grande no importa, sobre la tentación al mal, edifica, es decir nos hace más fuertes y nuestra vida queda enriquecida en la tarea de ser verdaderamente humanos. El mejor elogio que se puede hacer de un mensaje de la palabra de Dios es decir que ha sido edificante. Ha fortalecido nuestras defensas. Y esto tampoco no es evidente al principio, pero sí que lo será a la larga. A veces nos puede parecer que asistir al culto y escuchar el mensaje es un ejercicio inútil, ya que al salir muy a menudo no recordamos ni el texto del sermón. Pero esto también es engañoso. Escuchar la Palabra de Dios una y otra vez nos fortalece interiormente, nos da el conocimiento y la fuerza que necesitamos para vivir en positivo. Aquella palabra, que quizás ahora ni recordamos, ha significado como una paletada de cemento en la tarea de edificar la vida.

Es evidente que en la vida no lo tenemos todo claro. A veces la mente y el corazón tienen argumentos contradictorios. Siempre tenemos la tendencia a obedecer la razón y dejar fuera, como menos valioso, el corazón, el sentimiento y la intuición. Pero esto no ha de ser siempre así, ya que el corazón tiene a menudo razones que la mente no entiende. El que, en casos dudoso, hemos de hacer es decidirnos por aquello que edifica, que nos hace bien a nosotros mismos y a los demás, aunque no tengamos todas las respuestas. Hay caminos de la razón que nos parecen totalmente evidentes, pero que para nada nos sirven a la hora de construir la vida, sino que la rebajan e, incluso, le causen daños irreparables. Estos caminos no son buenos ni saludables. Es preciso evitarlos y seguir todo lo que contribuye al bien y a la edificación. El apóstol Pablo nos dice: “Todo me es permitido, pero no todo edifica” ( 1Co 10,23). Y añade en la epístola a los Romanos: “Seguid lo que contribuye a la paz y a la mutua edificación” (Ro 14,19)

Enric Capó

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