martes, 29 de septiembre de 2015

El orgullo es nuestro mayor problema

La gente nos hacen preguntas comunes cuando quieren averiguar lo que hacemos. ¿Eres fontanero? Prepárate para ayudar a reparar un grifo que gotea. ¿Un médico? Prepárate para recibir un listado de molestias y dolores misteriosos.
Para los consejeros en algún lugar cerca de la parte superior de la lista está la pregunta, “¿Qué problemas encuentras más a menudo?”. La depresión, la ansiedad, la ira, el conflicto matrimonial, todos están ahí. Pero mi respuesta a lo que está hasta más arriba en la lista tal vez te sorprenda. Es el orgullo. Esto no debería ser una sorpresa para nadie, y menos para los cristianos. Proverbios 6:16-19 lista siete características que Dios desprecia y la primera (“ojos soberbios”) es una forma proverbial de hablar acerca del orgullo.

El orgullo es una prisión que perpetua la ira, las heridas y la necedad, mientras que mantiene alejados los efectos restauradores de la culpabilidad, humildad y la reconciliación (Pro. 11:2; 29:23; Gá. 6:3; Sa. 4:6; Ap. 3:17-20). Más adelante, en Proverbios 16:18, Dios nos dice: “Delante de la destrucción va el orgullo, y delante de la caída, la altivez de espíritu”. No es solo que el orgullo vaya a ser nuestro carcelero, también será nuestro verdugo.

Todos los demás son el problema

Cuando las parejas vienen a verme por primera vez en la sala de consejería, con frecuencia tienen una lista de ofensas cometidas contra ellos por su cónyuge, así como un ensayo de inventario de los comportamientos que esperan que su pareja cambie. De manera similar, los padres a menudo traen niños a la consejería informando de que necesitan aprender formas de ser respetuosos, tener autocontrol, y ser útiles. Además la gente viene con un catálogo de formas en las que el mundo que los rodea no les ha servido en su búsqueda de alegría, comodidad, y seguridad.
Es necesario escuchar estas ofensas con ternura. Nuestros hermanos y hermanas necesitan experimentar algo de la misericordia de Dios en los momentos en que explican algunas de sus heridas más dolorosas. Un doctor me dijo una vez que la medicina efectiva se encuentra en la intersección del tacto, tiempo, y dosis. Lo mismo se puede decir de la consejería (y estoy seguro que de muchas otras disciplinas también).

Además, los comportamientos que ellos quieren ver cambiar ciertamente necesitan ser reformados. Al mismo tiempo, durante el curso de nuestro trabajo juntos, cuando cambio la perspectiva y comienzo con preguntas como: “¿Qué le has hecho a tu esposo/hijo/mundo? ¿De qué podrías tener que arrepentirte? ¿Cómo puedes mostrarles a Cristo en la misma forma en que anhelas que ellos te lo muestren a ti?”, normalmente no obtengo respuestas, sino miradas confundidas y dolidas. Y a menudo responden con completa indignación. Responden con orgullo.

Cristo rindió sus derechos

Comparemos esta reacción con la de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Si alguna vez hubo alguien que tuvo el derecho de ser orgulloso, es Aquel a través del cual toda la vida llegó a existir. Si Jesús hubiese venido al mundo y hubiese exigido que todos le sirviesen, no hubiese sido arrogante. Hubiese sido apropiado. Sin embargo, como nos dice Filipenses 2, Él no vino en la forma de un gobernante, sino de un siervo.
El llamado de Cristo para nosotros es que vivamos de forma que evidencie un servicio similar, y que de esa forma nos demarque como aquellos que tenemos nuestra ciudadanía en el Cielo, y no en el mundo (Mt. 20:25-28). De este modo, Cristo redime nuestro servicio. Qué gozo es servir a mi cónyuge, a mi hijo, o a aquellos que me rodean y reflejarles —aunque solo sea en parte— algo del carácter de Dios.

Quitando las cadenas

¿Cómo podemos quitarnos las cadenas de la obsesión orgullosa y mover hacia la libertad del humilde auto-servicio?
Hay tres perspectivas que suelo pedir que comprueben dentro de ellos mismos a las personas a las que aconsejo. Piensa en ellas como tres facetas (aunque puede haber muchas más) de la joya de la verdadera humildad cristiana.
  • ¿En los pecados de quién te estás centrando?
  • ¿Cuál es el centro de tu alegría, seguridad y contentamiento?
  • ¿Cuál es el enfoque de tu servicio?
Cuando vemos que estamos esclavizados a nuestro propio orgullo, las respuestas a las preguntas anteriores son normalmente: en el de otros (pecado), en el mundo (alegría), y en mí mismo (servicio). ¿De quién es el pecado que es más odioso para mí en esos momentos? ¿De quién es el pecado que necesita ser sacado a la luz, confesado, y finalmente mortificado? No es el mío, sino el de todos los demás. ¿Dónde encuentro mi consuelo, mi alegría, mi paz, mi seguridad? No es en la gloria del evangelio, sino en algún suceso, cosa o persona. Si solamente hiciese más dinero, tuviese más poder, tuviese un cónyuge, hijos, casa, perro, lo que sea. Cualquier cosa menos el gozo de sufrir por el evangelio. ¿Quién debe ser servido en todo esto? Yo. El mundo, mis relaciones, y Dios mismo existen para servirme.
Pero las Escrituras contestan estas preguntas de manera muy diferente.
  • ¿En qué pecados debería centrarme? En los míos. (Ro. 8:13).
  • ¿Quién es el centro de mi alegría, seguridad y contentamiento? Cristo. (1 Pe. 1:8-9).
  • ¿Quién debería ser el centro de mi servicio? Los demás, y especialmente los compañeros cristianos. (Fil. 2:3-4)
Aunque los problemas presentados pueden variar ampliamente, el problema que normalmente suele complicar la consejería desde el mismo principio es el orgullo. Y la respuesta es una humildad habilitada por el Espíritu Santo y centrada en Jesús.




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