Introducción
Estamos a apenas seis años del quinto centenario del acontecimiento que dio inicio a la Reforma protestante, es decir, la publicación de las 95 Tesis de Lutero. Es de suponer que, para celebrar de modo conveniente a dicha efemérides, a medida que nos vayamos acercando a esta fecha podremos asistir a unos espectaculares fuegos artificiales ecuménicos entre representantes de las iglesias romanista y protestante, que podrían llegar a hacer a algún tipo de acercamiento o reconocimiento mutuo sin precedentes.
Estamos a apenas seis años del quinto centenario del acontecimiento que dio inicio a la Reforma protestante, es decir, la publicación de las 95 Tesis de Lutero. Es de suponer que, para celebrar de modo conveniente a dicha efemérides, a medida que nos vayamos acercando a esta fecha podremos asistir a unos espectaculares fuegos artificiales ecuménicos entre representantes de las iglesias romanista y protestante, que podrían llegar a hacer a algún tipo de acercamiento o reconocimiento mutuo sin precedentes.
Y cuando hablo de estos más que previsibles actos de confraternización ecuménica, no me estoy refiriendo solamente a las iglesias del llamado protestantismo histórico (las grandes iglesias protestantes nacionales nacidas de la Reforma y que a lo largo del tiempo han caído presas el liberalismo y el pluralismo teológico), sino también del protestantismo evangélico, que es el mayoritario tanto en España como en los países de Sudamérica. Protestantismo evangélico que, de la mano de la Alianza Evangélica Mundial, se ha metido de lleno en el diálogo ecuménico con la Iglesia papal. Fruto de este diálogo han visto la luz dos documentos oficiales que sitúan áreas vitales de la vida de la Iglesia, como el testimonio y la proclamación del Evangelio, en perfecta sintonía con Roma; a saber, el primer documento, “Iglesia, evangelización y los vínculos de la koinonía” (2002), y el segundo, “Testimonio cristiano en un mundo de pluralismo religioso” (2011).
Sí, hemos de tener claro que el mundo evangélico hoy es pluralista de cara el interior (véase su división en denominaciones) yecumenista de cara al exterior.
Con lo cual, la primera pregunta que surge de ello, al menos para mí y creo que también para todo el que piense honestamente al respecto, es cómo podemos seguir pidiendo a los demás que lleguen a tener la misma fe que nosotros, cuando hemos justificado precisamente que los demás no la tengan. Está claro que, desde este punto de vista, la evangelización y la misión se convierten al final en superfluas e innecesarias.
Pero hay muchas otras preguntas que se pueden seguir haciendo en este sentido. Hay una pregunta que llevo haciendo desde hace años en conferencias y artículos, y es la siguiente: ¿Por qué nosotros, creyentes del siglo XXI, somos hoy protestantes evangélicos, y no cualquier otra cosa? La respuesta que fácilmente se puede dar es, porque en el siglo XVI hubo la Reforma protestante y que nosotros, de una manera u otra, más clara o más difusamente, somos todavía herederos de ese movimiento que en su día transformó la Iglesia.
Bien, pues entonces, teniendo en cuenta todos estos recientes posicionamientos ecumenistas del mundo evangélico, la gran pregunta es si la Reforma del siglo XVI fue un hecho que nosotros hoy podríamos no sólo justificar, sino incluso también estaríamos dispuestos a repetir.
¿Justificamos hoy la Reforma protestante? Se puede decir que sí. Sin ir más lejos, normalmente, se sigue celebrando en esta fecha el Día de la Reforma. Pero, en líneas generales, esto no se hace tanto desde el punto de vista del mensaje de la salvación, de la doctrina de la Iglesia, de la adoración a Dios, como desde un punto de vista subjetivista, del individuo. Es decir, la Reforma protestante es vista muchas veces, sino la mayoría de las veces, como la reivindicación de la conciencia individual del creyente, simbolizada por Lutero, ante los dogmatismos de la Iglesia institucional de su tiempo. Tal vez también en el sentido de la libertad de conciencia y de religión. En este sentido, que es el discurso tradicional del liberalismo protestante y que los evangélicos hemos asumido como propio, sí que estamos dispuestos a justificar la Reforma protestante, y lo hacemos. No me invento nada. Todo esto se puede comprobar aquí en las interpretaciones de la Reforma que se hacen aquí y allá en los medios de comunicación evangélicos actuales.
En cuanto a si estaríamos dispuestos a repetir la Reforma hoy, la respuesta es, evidentemente, no, en la medida que damos por bueno no sólo nuestra división en denominaciones sino incluso al protestantismo liberal del Consejo Mundial de las Iglesias y así como a la Iglesia de obediencia romana, posicionándonos con ellos en documentos oficiales.
Sin embargo, quiero llamar la atención al hecho que en todas estas respuestas, lo que prevalece es nuestro discurso actual de hoy. Es decir, tenemos nuestro discurso propio y actual acerca de lo que representó la Reforma, un discurso que nos va bien y que nos conviene, pero es un discurso que no se construye citando y apoyándose en lo que los actores de la Reforma de hace casi cinco siglos dijeron e hicieron. Aquí hay una cuestión fundamental a tratar, pues, y es que –en vez de tomar nuestras ideas actuales como criterio de verdad o en vez de hacer nuestras proyecciones mentales hacia el pasado– tenemos que intentar recuperar el sentido original de la Reforma, a partir de lo que sus actores, los Reformadores, dijeron y enseñaron. Se tiene que volver a las fuentes originales de la Reforma. Este es una de las mayores urgencias del día de hoy.
Y es este el propósito de esta misma conferencia, al menos en la medida de sus posibilidades, a saber, presentar las razones por las que los Reformadores en su día acometieron la tremenda tarea de llevar a cabo la Reforma de la Iglesia. Para ello me centraré principalmente en el Reformador Juan Calvino, por ser un reformador “de segunda generación”, que poseía por tanto una cierta perspectiva temporal con respecto al movimiento iniciado por Lutero. De manera particular, me centraré en un tratado que él escribió directamente al emperador Carlos V (o el rey Carlos I de España), de título La necesidad de reformar la Iglesia.[1]
Calvino lo escribió con motivo de la Dieta de Espira del año 1544, prácticamente en vísperas del inicio del Concilio de Trento (1545-1563). En esta Dieta Carlos V buscaba el apoyo de todos los territorios alemanes en su guerra contra Francia, incluido por tanto los territorios protestantes. La ocasión política se presentaba propicia, entonces, para que estos territorios protestantes pudieran recibir algunas concesiones de parte del Emperador, quien había permanecido fiel a Roma. En este tratado, pues, Calvino hace una defensa en toda regla del movimiento de Reforma. Pero no sólo eso: al final del tratado incluso instará al Emperador a que él mismo la proteja y la adelante en todos sus territorios. ¿Nos imaginamos lo que suponía hacer este llamamiento al hombre más poderoso de aquel tiempo, el emperador Carlos V?
1. La verdadera naturaleza de la Reforma
Pero antes de entrar a considerar sumariamente el contenido del tratado, debemos dejar a un lado, de manera axiomática para nuestra conferencia, la comprensión subjetivista habitual que se tiene acerca de la Reforma, es decir, la de Lutero como encarnación de la conciencia individual del creyente frente al dogmatismo férreo de la Iglesia institucional. Debemos dejarlo de lado porque es, sencillamente, falso. Lutero no inició la Reforma para liberarse del yugo dogmático de la Iglesia. Por supuesto que Lutero se enfrentó a una cierta tradición dentro de la Iglesia católica, desarrollada en el último periodo de la Edad Media, es decir, la teología escolástica. También es cierto que él hablaba mucho en primera persona y que fue un personaje con un gran carisma personal. No hubiera sido posible emprender ninguna Reforma sin este carisma, está claro. Pero la preocupación principal de Lutero no era tanto su persona como el mensaje de la salvación, la proclamación del Evangelio por parte de la Iglesia. Se trataba de un mensaje objetivo de la Palabra de Dios, que debía ser recibido por la gente como tal. Prueba evidente de ello es cómo Lutero finalizó su tratado de polémica con Erasmo de Rótterdam, El siervo albedrío, recriminando a este su falta de afirmaciones claras, de aserciones como dice Lutero, al hablar a la enseñanza de la Palabra. Lutero le dice:
“Y no es difícil suponer que, puesto que eres un hombre, tú hayas podido no comprender correctamente, ni observar con suficiente cuidado las Escrituras o las palabras de los Padres bajo cuya dirección crees haber alcanzado el objetivo. De esto nos damos suficientemente cuenta, cuado escribes que no escribes nada por aserción, sino que “haciendo comparaciones”. No escribe así el que ve el fondo del asunto y quien lo comprende correctamente. En cuanto a mí, con este libro, YO NO HE “HECHO COMPARACIONES” SINO QUE HE SOSTENIDO Y SOSTENGO POR ASERCIÓN; y no quiero dejar el juicio a nadie, sino que me esfuerzo por persuadir para que asientan.”[2]
Lutero era doctor de la Iglesia y sabía que una de las potestades de la Iglesia es la de definir las enseñanzas de la Palabra de Dios. Su intención al clavar las 95 tesis era la de iniciar un debate teológico acerca de las prácticas introducidas en la Iglesia medieval, en particular las indulgencias, y acerca de las doctrinas en las que estas se basaban. Cuando la polémica con Roma fue en aumento, Lutero hizo reiterados llamamientos para la celebración de un Concilio de la Iglesia en el que se trataran debidamente todos estos asuntos, y en el que ambos partidos estuvieran debidamente presentes. En vez de llevarlo a cabo, el “papa” de Roma procedió a excomulgarlo directamente. El Concilio solicitado por Lutero se celebraría finalmente, sí, pero treinta y cuatro años después de su excomunión, sin que Lutero y sus seguidores pudieran estar presentes en él.
La preocupación de Lutero para iniciar la Reforma, por tanto, no fue la de emprender una aventura personal que diera sentido a su vida –lo cual no significa que por causa de la Reforma su vida no tomara un sentido completamente nuevo e inesperado para él, sino que esto no fue su motivación para llevarla a cabo–.
Lo mismo puede ser dicho de Calvino: si leemos los capítulos del libro cuarto de la Institución de la religión cristiana, que se corresponden a las doctrinas de la Iglesia, o eclesiología, nos daremos cuenta rápidamente de que su preocupación principal era la Reforma del cuerpo de la Iglesia como tal. En el libro cuarto, capítulo onceavo de la Institución, Calvino describe esta Reforma de manera resumida como la tarea de “destruir el reino del Anticristo –es decir, liberar a la Iglesia del dominio del “papa”– y levantar otra vez el verdadero reino de Cristo”,[3] lo cual para él significaba volver a la edad de oro de la Iglesia antigua, la Iglesia de los siglos IV y V y de los primeros grandes concilios ecuménicos a partir del de Nicea, en el año 325 d.C. De esta manera, en su carta de respuesta al cardenal Sadoleto, Calvino podía afirmar que:
“Sabes muy bien que estamos más de acuerdo con la antigüedad que vosotros; y además no pedimos otra cosa sino que esta antigua faz de la Iglesia pueda por fin ser restaurada y renovada por entero.”[4]
Por tanto, la Reforma no se concebía a sí misma como una modernidad o una innovación en la Iglesia. Más bien, los reformadores llamaban a una vuelta a su estado original, y desde este punto de vista, la novedad que se había llegado a producir en la Iglesia había sido en realidad el surgimiento de un moderno concepto del papado, gracias la acumulación cada vez mayor de prerrogativas del obispo de Roma durante todo el periodo de la Edad Media.
Todo esto es de una importancia vital para entender la necesidad de obrar una Reforma en la Iglesia. La preocupación eclesial era algo central para los Reformadores. No así con nosotros. ¿Por qué no hay Reforma hoy? Pues en gran parte, porque no vemos la necesidad de reformar la Iglesia. Para nosotros es algo completamente secundario. Pero en la mente de los Reformadores, no se podía disociar, como la mayoría de las veces hacemos nosotros, evangélicos del siglo XXI, entre, por un lado, el mensaje de la salvación y, por otro, la Iglesia institucional –es decir, en un sentido de Iglesia visible–. Porque, por una parte, el mensaje del Evangelio es lo que da forma a la Iglesia (lo vemos claramente: somos convertidos y salvos por medio de este mensaje del Evangelio); pero, por otra parte, porque es la Iglesia visible e institucional, quien debe proclamar este mensaje. Así que las dos estaban unidas, y la definición de la doctrina de la justificación por la fe y todas las demás doctrinas relacionadas –el mensaje a proclamar– demandaba y traía consigo una Reforma análoga de la Iglesia institucional.
2. La necesidad de la Reforma
a) La cuestión fundamental
Hecha esta aclaración inicial, pasamos ahora a tratar el contenido del tratado de “La necesidad de la Reforma de la Iglesia”, de Juan Calvino. Como nos podemos imaginar, escribir un tratado de defensa de la Reforma evangélica dirigido al Emperador no es un asunto baladí. Si alguna posibilidad de éxito podía tener este tratado, esta residía –además, por supuesto, de que Dios bendijera esta lectura– en el hecho de que Calvino se expresara, no de una manera confusa o vaga, sino con una total claridad de ideas. De esta manera, la idea principal de este tratado nos la encontramos en su introducción misma. En ella, Calvino quiere responder a los que acusaban a los Reformadores de haber iniciado algo que no tenían el derecho de hacer. Escuchando las siguientes palabras de Calvino comprenderemos este punto perfectamente:
“Primero, entonces, la pregunta no es si la Iglesia trabaja con enfermedades graves y numerosas (esto es admitido aun por cualquier juez moderado) sino si las enfermedades son de un tipo que ya no admite ser más demorada, y en cuando a que, por consiguiente, no es útil ni apropiado aguardar resultados de remedios lentos. Se nos acusa de innovaciones precipitadas e impías, por habernos aventurado a proponer por lo menos algún cambio en el estado anterior de la Iglesia […] Oigo que hay personas que, aun en este caso, no vacilan en condenarnos; su opinión es que ciertamente teníamos razón en desear cambios, pero no razón en procurarlos”.[5]
Hasta aquí las palabras de Calvino. Podemos parafrasearlas nosotros diciendo que Calvino está presentando el gran dilema:cambios lentos o Reforma ya. Todo el mundo, dice Calvino, estaría de acuerdo en afirmar que la Iglesia estaba mal y que tenía que cambiar. Pero –dirían– hay que buscar la transición, la evolución. No ser radical, buscar más bien la moderación.
Esta es, todavía hoy, la gran queja contra la Reforma protestante desde el punto de vista romanista; ellos dicen: “Reforma sí, y ya se tuvo Reforma ordenada en el Concilio de Trento. Pero nunca puede haber una Reforma que atente contra la constitución de la Iglesia o su esencia misma”. ¿Y qué es, según ellos, la constitución y el ser de la Iglesia? ¿Qué es lo que hace que la Iglesia sea tal? Pues, en última instancia, el gobierno jerárquico, en cuya cúspide está el “papa” de Roma. Una Reforma sin su visto bueno es para ellos inaceptable, y aquí está, en el fondo, la clave del asunto.
Nosotros, como protestantes, no damos en principio validez alguna a estas pretensiones absolutistas del papado de Roma. No tienen base en la Escritura y tampoco se sostienen por la Historia. Pero puestas estas acusaciones en el contexto de su época, son de una gravedad extraordinaria: según ellas, no tenían que haber buscado la Reforma abrupta, sino la gradual, guiada por el “papa”. De ser cierta esta acusación, los Reformadores tendrían que ser vistos, ayer y hoy, como unos exaltados radicales y su obra, por lo tanto, debería ser desechada como cismática. Bien, ¿cuál fue la respuesta de Calvino? Pues sencillamente, pedir que tales personas que hacen estas acusaciones “suspendan su juicio –dice– hasta que yo haya mostrado de los hechos que en nada nos hemos precipitado –no hemos procurado nada temerariamente, nada ajeno a nuestro deber– de hecho, nada hemos emprendido hasta vernos obligados por la más suprema necesidad”.[6]
La más suprema necesidad. El tratado quiere demostrar precisamente esto. Para hacerlo, expondrá tres puntos principales, que serán los tres capítulos del libro: primero, mostrando la necesidad real que existía de Reforma. Segundo, exponiendo los remedios que la Reforma dio a tales males. En tercer y último lugar, Calvino dará respuesta a la pregunta fundamental de porqué no se podía esperar sino que se había procedido a una Reforma inmediata.
b) Los males de la Iglesia
Comienza, así, Calvino exponiendo los males de la Iglesia primeramente en el área de la adoración. Es muy interesante, dicho sea de paso, notar el orden, pues él sitúa la adoración a Dios por delante de los males en la materia de la doctrina de la salvación. Vemos que, para Calvino y la Reforma en general, la verdadera adoración a Dios era un asunto de la mayor importancia, puesto que se trata de dar al Señor el honor y la honra debida a Su nombre.
Y en este sentido, Calvino comienza exponiendo la regla por la cual se distingue la adoración verdadera a Dios de la adoración falsa. Esta regla consiste en no adoptar “ningún artificio o invención que nos parezca apropiada, sino atender a los mandatos de Aquel que solo tiene derecho en prescribir”.[7] La verdadera adoración, por tanto, es la que Dios establece en las Sagradas Escrituras. Esto significa que los creyentes no tenemos la libertad para adorar a Dios según nuestras propias ideas, ni siquiera de introducir aquellas cosas que incluso Dios no prohíbe en Su Palabra. Significa, por tanto, que debemos adorar a Dios según lo que Él nos ordena en las Escrituras. La Palabra de Dios es –debe ser– nuestra regla de adoración.
Por supuesto, esto excluye todas las innovaciones que los hombres han añadido a la adoración. Y Calvino enumera un buen número de ellas: la oración a los santos y a la Virgen María, el uso de las imágenes, la introducción de un sinfín de ceremonias tomadas parcialmente del paganismo o el convertir la doctrina del arrepentimiento en toda una serie de ejercicios externos del cuerpo.
Pero Calvino continúa hablando de las doctrinas de la salvación, y cómo ellas habían llegado a ser también extremadamente adulteradas. Aborda así la disminución del pecado original al exaltar el libre albedrío del hombre. O también habla de la gran disputa sobre la justificación, acerca, no si los cristianos debemos hacer buenas obras –que eso está fuera de toda discusión– sino acerca de si estas buenas obras cuentan en algo para que seamos justificados, o bien si lo somos exclusivamente gracias a la obra de Cristo a nuestro favor. O también Calvino habla de cómo se había perdido el sentido de la seguridad de la fe en el creyente, lo que le hacía estar en un estado de permanente incertidumbre en cuanto a la obra de la gracia de Dios en él. Todas estas cosas no son cuestiones menores. Los errores en estas áreas, y de tal magnitud, eran, según Calvino, una “herida mortal” para la Iglesia, por ellos “la Iglesia había sido traída al borde de la destrucción”.[8]
Calvino también hace una mención especial acerca de los sacramentos. De entrada, rechaza que los sacramentos en la Iglesia fueran siete –puesto que, a excepción del Bautismo y de la Santa Cena, el resto han sido introducidos no por autoridad divina sino por autoridad humana–. Además, también rechaza la concepción de su eficacia que sujeta tanto la gracia de Dios a ellos que hace que Cristo estuviese presente en ellos –la concepción conocida como el ex opere operato–.
Calvino desarrolla especialmente la Santa Cena. De manera bien significativa, afirma que se había convertido en una escena “melodramática”[9], en la que el sacerdote se excomulga de pueblo, separándose del resto de la asamblea, negando la copa al pueblo y hablando en una lengua que le resultaba desconocida, a saber, el latín. No sólo eso, sino que se le había conferido el valor de un sacrificio expiatorio por los pecados, no sólo de los vivos, sino también de los muertos. O también de haber inventado la superstición de guardar el pan en un tabernáculo para ser adorado.
Por último, Calvino pasa en revista los defectos del gobierno eclesiástico. Afirma resueltamente que el “oficio pastoral mismo, tal como Cristo lo instituyó, por mucho tiempo desapareció”.[10] Lo que constituye el ministerio pastoral es la enseñanza y predicación de la Palabra de Dios. Pues difícilmente uno entre cien obispos –dice Calvino– subía al púlpito para enseñar, habiendo degenerado los obispos en príncipes seculares. Su vida estaba llena de lujos, entretenimientos, bailes, cazas, eran dados a la avaricia, a la rapiña y a los desenfrenos sexuales, lo cual se extendía a toda la orden ministerial gracias a la desgraciada imposición del celibato forzoso del clero. Los ministros, en vez de haber sido elegidos de acuerdo a las normas de la Escritura y de los concilios antiguos, habían sido comprados por dinero.
Al leer todo esto, alguien podría decir hoy: Calvino exagera diciendo todo esto. Bien, pues si todo esto no fuera cierto, y no fuera evidente para todos, sería una muy pobre defensa la de Calvino ante el Emperador, ¿verdad?
Pero hay una cosa más que Calvino dice acerca del gobierno eclesiástico, que nos sorprenderá tratándose de la Iglesia de aquella época, porque nos resultará, a nosotros los evangélicos, extrañamente actual. Cito:
“Sin embargo, ahora los que quieren ser tenidos por gobernantes de la Iglesia se arrogan a sí mismos una libertad para hablar cualquier cosa que les agrade, e insisten que tan pronto como ellos han hablado deben ser obedecidos sin ninguna consideración. Se afirmará que esto es una calumnia, y que el único derecho que ellos asumen es ratificar por su propia autoridad lo que el Espíritu Santo ha revelado”.[11]
Es decir, los gobernantes se arrogaban el ser “oráculos del Espíritu Santo” en afirmaciones fuera del terreno de la revelación de la Escritura. De esta manera, concluye Calvino, “no habrá límites a su autoridad”.[12]
b) La Reforma de los males
La Reforma protestante, por tanto, se presentaba como el remedio a tales males. Y Calvino encabeza su listado de reformas hablando de la Confesión de Fe que los protestantes esgrimían. Imaginémonos por un momento la situación en la que Calvino intentaba no sólo abogar por la Reforma ante el Emperador, sino que incluso él la abrazara y que él adelantara su causa. Bien, pues el Emperador perfectamente podría decir: “¿De qué habláis? ¿Y quiénes sois vosotros?”
Vemos, por tanto, la importancia para la Reforma de la Confesión de Fe, así como del mantenimiento del principio del ministerio pastoral en la Iglesia. Ambas cosas son las que identifican y sitúan la Reforma ante todos. La Confesión de Fe es la expresión pública de la doctrina predicada en la Iglesia. Igualmente ocurre con el ministerio pastoral. La Reforma fue llevada a cabo por pastores de Iglesias. Por tanto, todo esto no era algo oculto o reservado, todos lo podían examinar debidamente.
Los males eran los que hemos citado, y en los territorios protestantes habían sido remediados de una manera clara y evidente. Todos lo podían ver, todos lo podían comprobar. ¿No es mucho mejor –pregunto yo, no Calvino– este tipo de Reforma que el tipo de negociaciones entre bastidores, tendentes al cambio progresivo, al acuerdo y el compromiso no sólo entre distintas facciones, sino más aun entre la verdad y el error, entre la autoridad de Dios y la usurpación de Su autoridad por los hombres, entre la virtud cristiana y el pecado y la perversión?
c) La urgencia de la Reforma
En definitiva, el tratado de Calvino hace un tratamiento exhaustivo de todas estas razones o motivos de Reforma, de las cuales ahora en esta conferencia sólo podemos hacer brevemente mención. En todo caso, lo visto hasta ahora basta para confirmar lo que hemos dicho al inicio, es decir, que la Reforma no se hizo para una hipotética emancipación del creyente individual frente a la férrea y dogmática Iglesia. La Reforma se hizo, precisamente, para reformar la Iglesia. Parece una banalidad recordarlo, pero no lo es. Lo otro, el discurso contemporáneo, es precisamente el de la no-Reforma.
¿Por qué los Reformadores, pues, tomaron para sí la responsabilidad de emprender la Reforma? Sin ella, su vida habría sido sin duda más tranquila, podrían haber vivido más años y con más salud, habrían optado a los lugares más prestigio de su tiempo, y de esta manera, de haber pasado a la historia, lo habrían hecho como hombres más simpáticos y tolerantes. ¿Qué es lo que les movió a un tal combate que marcaría definitivamente sus vidas?
Pues simplemente, el celo por la gloria de Dios y la salvación de los hombres. Sin este celo por el Señor, dice Calvino, se es peor que los paganos, pues ellos lo tienen por sus divinidades falsas.[13] Pero peor aun: sigue diciendo Calvino que los perros ladrarán si ven a su amo ser atacado, ¿y hemos de callar nosotros si vemos el sagrado nombre de Dios deshonrado?[14]
Es indudable que Calvino tenía este celo por el Señor, y lo expresaba de manera memorable. Cito sus palabras:
“Hay algo e engañoso en el nombre de moderación y la tolerancia es una cualidad que tiene una apariencia justa y parece digna de elogio; pero la regla que debemos observar en todo lo que está en juego es esta: nunca soportar con paciencia que el nombre sagrado de Dios sea atacado con blasfemias impías; que Su verdad eterna sea suprimida por las mentiras del Diablo; que Cristo sea insultado, Sus misterios sacrosantos contaminados, las infelices almas cruelmente destruidas, y la Iglesia se retuerza en agonía bajo los efectos de una herida mortal. Esto sería no mansedumbre, sino una indiferencia sobre cosas a las cuales todas las demás deberían posponerse”.[15]
El tratado de Calvino se acercaba a su fin. Pero Calvino no podía finalizarlo sin antes dar respuesta a Calvino una grave acusación, una de las principales que se pueda hacer a la Reforma, que es la siguiente: por el hecho mismo de emprender una Reforma, se rompía la unidad de la Iglesia. Dicho de otra manera, no tenían que haber hecho la Reforma de la Iglesia, para guardar su unidad. ¿Cuál fue la respuesta de Calvino a esto? Calvino afirmaba, en primer lugar, que la verdad de Dios estaba del lado de la Reforma, como estaba dispuesto a demostrar personalmente,[16] y de hecho demostró en sus muchos escritos. Si la verdad de Dios estaba de su lado, pues, también lo estaba la Iglesia verdadera de Dios. Y para mostrar este punto, presenta el ejemplo de Jeremías en el Antiguo Testamento. ¿Dónde estaba, entonces, la Iglesia, de parte del profeta de Dios o de los sacerdotes oficiales que se le opusieron?
En segundo lugar, Calvino habla que la Iglesia tiene unas señales por las cuales debe ser reconocida como tal. Es de esa Iglesia, la Iglesia verdadera, de la que nadie tiene el derecho de separarse. En palabras de la Confesión de Fe Belga (1562) en su artículo 28:
“Todos aquellos que se separan de ella, o que no se unen a ella, obran contra lo establecido por Dios”.[17]
Con todo, todavía hay una última objeción que se puede presentar, a saber, que la Reforma de la Iglesia debe ser obra de toda la Iglesia, no de personas, o ministerios particulares. Dicho de otra manera, se tiene que esperar a que la Iglesia se reúna para ello y mantenga un concilio, un concilio presidido por el “papa”. Esperar a Trento, digamos. De esta manera, la Reforma será una Reforma de toda la Iglesia, no de una parte de ella.
Aparentemente, esta es una objeción de peso. Pero, ¿qué responde Calvino a ello? Pues de entrada hay que decir que ni Calvino ni los Reformadores, ni las Iglesias reformadas nunca han tenido ningún problema con los concilios de la Iglesia. Todo lo contrario. El gobierno eclesiástico instaurado por Calvino y las iglesias reformadas no fue otro que recuperar el gobierno sinodal de la Iglesia antigua. La Iglesia reformada y presbiteriana es una Iglesia sinodal. Si hemos de buscar algunos precedentes históricos, lo podríamos perfectamente verlo en la Iglesia española visigótica de los siglos anteriores a la invasión musulmana. La Reforma verdaderamente enseña este modelo y aspira que toda la Iglesia en general sea regida por el mismo.
Este punto es de la mayor importancia: precisamente la Reforma se hizo en base al sistema sinodal de la Iglesia antigua. En la Iglesia antigua había sínodos provinciales, regulares (unas dos veces al año) y luego sínodos ecuménicos de toda la Iglesia (mucho más esporádicos, cuando había una necesidad apremiante de ello). La cuestión es que los sínodos provinciales no eran subordinados o incompletos: entre sus competencias estaban precisamente el tratar herejías o reformar abusos en la Iglesia dentro de su jurisdicción. Y lo hicieron repetidamente, durante siglos.
La misma lógica se impone aquí. Iglesias particulares, por medio de sus ministros oficiales, oyen la voz de la Reforma y deciden en sínodo ponerla en práctica, bajo una Confesión de Fe que las reagrupe a todas ellas. Si el resto de las Iglesias no se suma a la Reforma, ¿debe detenerse la Reforma por ello? ¿Y el honor de Dios? ¿Y la verdad de la Palabra de Dios? ¿Y la verdadera faz de la Iglesia? ¿Y la salvación de las almas? La única verdad en todo esto es que cada uno tiene que cumplir con su deber delante de Señor y aquel que ha visto claramente la verdad no puede callarse ni dejarla sepultada. Por supuesto que lo ideal es que toda la Iglesia a una se reforme, y esta era la súplica incesante de los reformados al Señor. En todo caso, ellos eran guiados por las palabras de Dios a sus profetas, con declaraciones como estas:
“Les hablarás, pues, mis palabras, escuchen o dejen de escuchar; porque son muy rebeldes. Mas tú, hijo de hombre, oye lo que yo te hablo, no seas rebelde como la casa rebelde” (Ez. 2: 7-8).
“Vuélvanse ellos a ti, y tú no te vuelvas a ellos” (Jer. 15:19).
Conclusión
Como decíamos al inicio, el propósito de esta conferencia era presentar las razones por las cuales los Reformadores acometieron la empresa de Reformar la Iglesia, y hacerlo no volcando sobre ellos nuestros propios pensamientos y las ideas de nuestra mentalidad actual, sino dejando que ellos mismos nos hablen por medio de sus escritos, y fundamentalmente Calvino en su tratado dirigido al Emperador Carlos V. Esperamos que hayamos podido cumplir debidamente con este propósito.
En realidad, si hemos estado atentos a lo largo de toda esta conferencia, en la actualidad no estamos en una situación muy distinta de la que vivieron los Reformadores hace casi quinientos años. Los actores son los mismos, sólo que los evangélicos hace mucho que en verdad no siguen en la Reforma.
El combate es el mismo. La autoridad de los hombres, o la autoridad de Dios hablando en Su Palabra. El consenso y las componendas o la verdad de Dios. Ciertamente, como en los días de Calvino, la voz imperante dice que no se tiene que ser radical, sino que siempre se tiene que buscar la moderación. O, en términos dialécticos, la síntesis entre contrarios. Pero la verdad nunca es radical. La verdad es, simplemente, verdad, tiene su luz propia, y no tiene necesidad de estar atenuada al ser situada entre una escala de grises.
El honor de Dios sigue siendo el asunto más importante de esta vida. Y está siendo pisoteado en este mundo moderno, sobre el cual Él, a pesar de todo, es misericordioso, sí, pero sobre el cual Él también gobierna enviando Sus juicios. Todo esto nos debería hacer conmover. El espectáculo de ver a la Iglesia del Señor Jesucristo presa de la confusión y el error nos debería hacer consumir. El Señor Jesucristo ganó a Su Iglesia al precio de su inmaculada sangre, de incalculable e infinito valor. Él merece, por tanto, reinar sobre una Iglesia visible conforme a las ordenanzas que Él ha establecido y que proclame la verdad que Él ha revelado.
Esta, y no otra, es la necesidad de la Reforma de la Iglesia, ayer y hoy.
Jorge Ruiz Ortiz
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