Juan 4: 7-10
Uno de los símbolos más frecuentes en la
historia de la salvación es el agua, necesidad vital y permanente, tanto para
las personas como para los animales y las plantas. El agua limpia, purifica y es
vida, aunque en ocasiones es símbolo de desgracia y destrucción en el caso de
tormentas e inundaciones.
Desde el diluvio hasta el bautismo,
pasando por la roca del Horeb, donde Dios hizo manar agua, el agua se asocia en
la Biblia con la presencia del Espíritu Santo, que purifica, da vida y recrea,
como lo hace el agua. Es el Evangelio de Juan precisamente el que más insiste
en esta relación entre el agua y el Espíritu Santo.
Lo sucedido con la samaritana se repite
constantemente en nuestra vida. Agustín de Hipona también conocía la sed, y
hastiado después de tanta aventura tras el placer mundano, dijo: Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro
corazón estará inquieto hasta que descanse en Ti. La sed de la samaritana,
como la de Agustín, inconscientemente era sed de Dios. El personaje de la
samaritana se presenta en una época histórica llena de desavenencias entre
judíos y samaritanos. Los primeros consideraban que los samaritanos estaban
poseídos por el diablo y no los tenían en cuenta como nación, considerando
además los judíos que las mujeres samaritanas eran impuras por naturaleza.
En este enrarecido ambiente lleno de
hostilidad, unos evitaban cualquier tipo de contacto con los otros. Por su
parte, los samaritanos hostigaban a los judíos haciendo peligroso, incluso,
cualquier viaje en el que los judíos tuvieran que transitar por Samaria,
provocándoles en todas las ocasiones que se les presentaran. De ahí la sorpresa
de la samaritana cuando Jesús se dirige a ella para pedirle agua: ¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a
mí, que soy samaritana? (Juan 4:9).
Cuando la samaritana llegó al pozo de
Jacob para sacar agua era una persona sin horizontes ni objetivos en su vida;
estaba angustiada, pero buscaba la felicidad sin encontrarla. Acudía
diariamente al pozo para saciar su sed y la de los suyos, pero por mucho que
bebieran volvían a tener sed; sed de búsqueda e insatisfacción. La samaritana
estaba sedienta de paz, de felicidad y de vida. Lo había buscado, pero sin
hallarlo. Ignoraba su propio valor personal y por ello eligió una vida de
inseguridad y ninguno de sus esposos había sabido valorarla como era debido.
Ella ignoraba la posibilidad real de
salvación. Necesitaba comprender que la religiosidad no tiene nada que ver con
un lugar específico o con unos determinados ritos. Ella necesitaba saber que
una religión no salva por sí misma, sino el propio comportamiento personal
basado en lo que dicta la religión.
Jesús, cansado del camino y sediento,
llega junto al pozo de Jacob en espera de que alguien llegara a sacar agua del
pozo y le ofreciera de beber. El hubiera podido usar su poder, y tanto sed como
cansancio habrían desaparecido. Pero no lo hizo y esto demuestra la posesión de
un gran espíritu de sacrificio. Jesús prefería usar sus poderes para el bien de
los demás en lugar de para el suyo propio. Sin embargo es muy posible que Jesús
ya supiera que en pocos momentos iba a hacerse presente la samaritana, la cual
sí necesitaba de su ayuda.
Encontrar a Jesús lleva necesariamente a
la conversión. Jesús comprende y consuela, pero también exige. Sólo encontrando
a Jesús podremos saciar nuestra sed y descansar de tantos y tan variados
problemas. Sólo acudiendo a su presencia beberemos paz, perdón, serenidad y
fortaleza para continuar caminando en este desierto de la vida.
Sólo leyendo y comprendiendo su Palabra y
conversando con El en la oración nos fortaleceremos con el Agua de Vida que El
nos dará. Y algo imprescindible: solamente acercándonos a los necesitados, a
los que aún sufren de sed espiritual, lograremos descubrir el rostro de Jesús
quien, al igual que con la samaritana, siempre nos está esperando junto al pozo
de agua viva.
Y para finalizar, nunca olvidemos la
historia del hombre que se perdió en el desierto. Estaba a punto de perecer de
sed, cuando aparecieron algunas personas junto a él. El hombre les pidió agua,
pero ellos discutían entre si darle agua en una jarra de barro, de plata o de
oro. Mientras todos discutían, el hombre agonizaba por falta de agua.
En la vida nos ocurre con frecuencia lo
mismo. Mientras muchas personas padecen de hambre o de sed, nosotros hablamos
de cosas sin importancia. Y lo más trágico de todo es que nosotros mismos
desfallecemos sin saberlo.
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