En
esta primera parte se analizan los peligros que presentan algunas tendencias
del ecumenismo y el diálogo interreligioso actuales.
El Diccionario de la Real Academia Española define el ecumenismo
como la «tendencia o movimiento que intenta la restauración de la unidad entre
todas las iglesias cristianas». Tal es el sentido más frecuentemente otorgado
al concepto: se restringe al ámbito de la cristiandad y se asocia a la búsqueda
de la unidad (por otro lado, tal y como es frecuente en sus definiciones de
términos religiosos, el DRAE introduce un marcado sesgo al utilizar el término
"restauración", con lo que asume que en el pasado la cristiandad
estuvo unida en una sola iglesia, lo cual no es exacto). En cambio, para hacer
referencia a las relaciones entre diferentes religiones se suele utilizar el
término "diálogo interreligioso".
Pero no siempre se entiende que el ecumenismo implique las dos
características señaladas: cada vez es más común el uso del término para
referirse a las relaciones interreligiosas en general; y también hay quienes
hablan de ecumenismo sin tener en mente la búsqueda de la unidad. En tales
casos "ecumenismo" y "diálogo interreligioso" funcionan
prácticamente como sinónimos.
Estos dos artículos no son más que un esbozo de un tema amplísimo.
En esta primera parte señalaré los peligros que observo en ciertas tendencias
ecuménicas de nuestro tiempo; en la segunda propondré algunas vías que
faciliten un aprovechamiento constructivo de las relaciones entre cristianos y
entre religiones en general. Para una ampliación y profundización remito a las
referencias aportadas en los enlaces.
1. Confundir diálogo por voluntad con diálogo por necesidad
El primer peligro consiste en confundir diálogo por voluntad con
diálogo por necesidad. En atención a las motivaciones, se podrían distinguir
dos tipos de diálogo: el diálogo por voluntad e interés y el diálogo por necesidad. El primero es el
que mantienen dos o más personas cuando desean conocerse e intercambiar puntos
de vista. Siendo su objetivo la comunicación y el conocimiento en sí, no está
condicionado por la consecución de unos resultados específicos, sino que es un
diálogo abierto, libre, y por tanto lo mismo que comienza puede acabar.
El diálogo por necesidad es el que entablan dos partes con
el objetivo de alcanzar un acuerdo o un pacto. Puede haber interés previo, pero
sobre todo lo definen los objetivos establecidos y la necesidad de tomar
decisiones vinculantes mediante el consenso. Es el diálogo de la política y las
instituciones (por ejemplo, el "diálogo social", entre sindicatos y
patronal), en el que las partes siempre tienen que ceder en algunos de sus
planteamientos iniciales.
El diálogo interreligioso debe ser siempre un diálogo por
voluntad, pero gran
parte del movimiento ecuménico contemporáneo somete el diálogo a la consecución
de unos objetivos prefijados, partiendo de la premisa de que quienes se
comunican alcanzan siempre y necesariamente posturas consensuadas. A
veces se expresa explícitamente que el objetivo es la unidad. De esta manera,
el diálogo por voluntad se convierte en diálogo por necesidad,
pervirtiendo así su naturaleza libre y sometiéndolo a la exigencia de un
consenso. Todo aquello que obstaculice el objetivo final previamente
señalado se margina e, incluso, se condena.
Algunos promotores del "diálogo" consideran que para que
éste sea fecundo han de despejarse obstáculos. En su encíclica sobre el
ecumenismo, Juan Pablo II afirmaba: «Cuando se empieza a dialogar, cada una de
las partes debe presuponer una voluntad de reconciliación en su interlocutor,
de unidad en la verdad. Para realizar todo esto, deben evitarse las
manifestaciones de recíproca oposición. Sólo así el diálogo ayudará a superar
la división y podrá acercar a la unidad». Según este planteamiento, el
"diálogo" hay que llevarlo hasta sus últimas consecuencias, evitando
«las polémicas y controversias intolerantes» (Ut unum sint, 29 y
38; destacados añadidos en todas las citas).
Observo aquí el riesgo de que se avance hacia el pensamiento
único. Porque, ¿acaso las organizaciones religiosas deben renunciar a creencias
esenciales a fin de salvar el diálogo? La convicción en la verdad (en
una verdad, si se quiere) no es negociable, como no lo es la conciencia
individual, y los dirigentes religiosos no deberían actuar como delegados de
las religiones cuyo objetivo es decidir qué deben creer los respectivos fieles
(ver nuestro artículo Diálogo).
2. Confundir la tolerancia con el
respeto
Aunque el ecumenismo nace en el ámbito cristiano (protestante, más
concretamente), desde hace varias décadas se ha desarrollado un ecumenismo más
global, el "ecumenismo humanista", basado en el diálogo entre
todas las religiones y expresiones de espiritualidad. Auspiciado por la ONU
(especialmente por su agencia cultural, la UNESCO) y por instituciones como el
Parlamento de las Religiones, viene promoviendo encuentros y foros de los que
emanan numerosos documentos. Todas estas declaraciones están inspiradas en
altísimos valores éticos y comparten encomiables objetivos personales y
sociales: la libertad religiosa, la paz, la justicia, la igualdad, el perdón,
la compasión...
Ahora bien, un análisis cuidadoso y crítico revela fallas
conceptuales de las que se podrían derivar consecuencias graves, en caso de
aplicación de las medidas propuestas. En primer lugar, se tiende a fomentar la tolerancia
(el año 1995 estuvo consagrado a ella por la ONU) más que el respeto.
Aunque la "Declaración de principios de la tolerancia" de aquel año
lo define de forma muy amplia, el concepto de tolerancia podría implicar una
actitud permisiva hacia los derechos ajenos; antes o después, por su
parentesco terminológico, puede derivar hacia la adopción de una posición de
superioridad, indicando que se "tolera" que otro piense de modo
distinto que nosotros, sin aceptar realmente su derecho inalienable. Lo
acertado, en cambio, es que los derechos ajenos no se deben tolerar, sino que se deben respetar.
Son los defectos ajenos los que, con vistas a una sana convivencia, han de ser
tolerados. Y las creencias religiosas no deben considerarse defectos.
Invocando la tolerancia se puede cuestionar que las minorías
defiendan sus ideas como verdaderas, sobre todo si quieren difundirlas (aun cuando no
pretendan imponerlas). El relativismo subyacente a algunas declaraciones
contempla como alguien sospechoso a quien pretende convencer a los demás en
materia religiosa. De ahí que se acuse de "proselitismo" a
algunas comunidades religiosas en crecimiento, sugiriéndose incluso la
prohibición del derecho a la expresión de las convicciones religiosas con fines
de difundir una creencia (ver Ecumenismo humanista).
3. Voluntarismo y pragmatismo
El tono general de estas declaraciones ecuménicas es idealista;
las expectativas de futuro son optimistas, incluso contra los signos que
nítidamente auguran tiempos difíciles para la humanidad.
En relación con la acción política, es loable el llamado constante
a la búsqueda de soluciones según el principio de la no violencia, si bien en
algunos casos subyacen concepciones pragmáticas basadas en la
violencia y se acepta el concepto de "guerra justa" (ídem).
4. Imbricación religión-política
Por otro lado, es de destacar que en muy pocas ocasiones se apela
al principio de separación entre las organizaciones religiosas y el estado.
Esta ausencia se puede deber a que estas declaraciones oficiales intentan
aglutinar a representantes de todas las tradiciones religiosas, algunas de las
cuales no reconocen explícitamente este principio; y que lo hacen sugiriendo la
necesidad de cooperar estrechamente con los estados y con organismos
supranacionales. Pero, considerando que esta separación es un pilar básico en
el desarrollo de la democracia y las libertades en Occidente, resulta
preocupante que no se destaque como esencial. Estaríamos ante uno de los
característicos riesgos de la búsqueda del consenso en torno a mínimos comunes.
El movimiento ecuménico, que nació, al menos en parte, de la
inquietud por un conocimiento mutuo profundo y sincero, ha evolucionado hacia
una institucionalización de proyección política, que amenaza con quebrar
las frágiles fronteras con que a través de la historia algunas naciones han
conseguido delimitar el poder político de la práctica religiosa. Es patrimonio
de Occidente haber circunscrito (que no "proscrito") la religiosidad
al ámbito privado (por contraposición al estatal), correspondiendo al estado
solamente la protección de sus derechos. Ahora hay una tendencia a invertir
esta concepción. La Modernidad supuso una privatización de la religión,
entendida como el paso a un marco regido por la voluntad individual y no por la
coacción pública; la globalización impulsa una imbricación de las religiones
con el ámbito político o estatal. Esto podría implicar el peligro de querer
establecer cuál es la función social de las religiones y, en gran medida,
condicionar su propia identidad. Se contempla el ecumenismo cada vez más como
vía de solución de problemas globales (ídem).
5. Sincretismo
La búsqueda de una religión universal implica necesariamente el
sincretismo. En este sentido, las declaraciones interreligiosas siempre
"favorecerán" los postulados de las creencias más sincretistas;
de ahí que sea frecuente encontrar expresiones que reflejan la "teología"
de las religiones orientales.
El Templo de la Comprensión, una institución inspirada en las
iniciativas del monje católico Thomas Merton, aspira a constituirse en unas
"Naciones Unidas espirituales"; en su "Declaración sobre la
Unidad de la Familia Humana" no habla de Dios, sino de «una única entidad
de origen divino», y alude a «la tarea evolutiva de la vida humana y de la
sociedad para moverse por la eterna corriente del tiempo hacia la
interdependencia, la comunión y una conciencia cada vez mayor de la Divinidad».
Esta cosmovisión orientalista se aproxima a la corriente universal de la
Nueva Era, movimiento sincrético por antonomasia, y
se aleja radicalmente de las religiones abrahámicas: judaísmo, cristianismo,
islam (ídem).
Las invitaciones a "venerar la Tierra y todos los seres
vivos" son también cada vez más frecuentes, y se tiende a buscar la
unidad en aspectos simbólicos y hasta idolátricos: desde la oración ecuménica,
la liturgia y la veneración de imágenes y reliquias, hasta la sacralización
de espacios y ciudades, como Jerusalén, concebida como "madre de todos los
pueblos" y punto de confluencia interreligioso (ver Los hijos de Abrahán).
6. Diálogo sólo de élites
Muchos grupos ecuménicos fomentan unas relaciones a partir de las
comunidades de base, pero no todos lo ven igual. El Vaticano II establece que
quienes participen en reuniones ecuménicas «bajo la vigilancia de los Prelados,
sean verdaderos peritos» (Unitatis redintegratio, 9). Según Chiara
Lubich, fundadora del Movimiento de los Focolares, «es un verdadero peligro
pensar que todo cristiano tiene la capacidad de dialogar. Lo pueden hacer sólo
las personas preparadas y que tengan la vocación» (ver Ecumenismo y autoridad).
7. Revisionismo histórico-teológico
El ecumenismo moderno hunde sus raíces en los intentos de algunas
iglesias protestantes de buscar un denominador común de cara a la misión en el
siglo XIX. Desde entonces, el ecumenismo entre iglesias protestantes ha
avanzado significativamente, si bien todavía son enormes las divisiones entre
las iglesias reformadas (sobre todo porque las iglesias de mayor crecimiento,
que son las que se suele clasificar como propiamente "evangélicas"
–destacando entre ellas las pentecostales–, son generalmente reacias al
ecumenismo). Aun así, el concepto de iglesia en el mundo protestante
responde en general al de "iglesia invisible"; no coincide por tanto
con la visión sacramental y jerarquizada del catolicismo romano. Por eso en
general se asume la división confesional como algo natural, y no hay en
principio una obsesión por lograr una unidad "visible" que se
concrete en el sometimiento a una autoridad centralizada.
La Iglesia Católica Romana (ICR), que reconoce que «el
movimiento ecuménico comenzó precisamente en el ámbito de las Iglesias y
Comunidades de la Reforma» (Ut unum sint, 65), y que fue durante décadas
reticente a esta corriente, sólo muy tardíamente asumió la voluntad de dialogar
con los demás cristianos y con las otras religiones. Fue en el Concilio
Vaticano II cuando esta iglesia, dando un giro 180 grados, se integró en el
movimiento ecuménico pero, en lugar de sumarse a los avances dados por las
demás confesiones, asumió el liderazgo promoviendo un ecumenismo
centrado en la institución eclesiástica romana. Desde entonces el
Vaticano se ha prodigado en documentos e iniciativas ecuménicas, entre las que
destacan el decreto conciliar de 1964 Unitatis redintegratio y la
encíclica de Juan Pablo II Ut unum sint (1995), que supone básicamente
una repetición actualizada de las ideas del decreto.
El resultado es que casi todos los avances
en el ecumenismo entre protestantes y católicos han supuesto una aproximación
de aquellos a las posiciones romanas. Las iglesias protestantes tradicionales
han entrado en diálogo sobre asuntos que bíblicamente son incuestionables y que
además están en los orígenes de la Reforma, como son las indulgencias o
la naturaleza del papado. De esta forma, parece que el ecumenismo
alienta a revisar y diluir el valor de la Reforma protestante, más que a
contrastar la adecuación de las distintas iglesias a las Escrituras (ver Ecumenismo cristiano).
8. Búsqueda de una unidad visible
Las distintas corrientes ecuménicas actuales tienen en común el
objetivo de lograr algún tipo de unidad religiosa. El ecumenismo humanista
habla de la "unidad de la familia humana"; la ICR lo expresa mediante
la noción de "unidad visible". En todos estos conceptos subyace la
idea de unidad organizativa y, de alguna manera, política.
En un mundo de efervescencia neorreligiosa, superado el materialismo, casi
todas las iniciativas "globalistas" confieren un papel importante a
las religiones, bien como aliadas o instrumento de la política, bien como motor
de cambio.
Hasta en las religiones más igualitarias existe una tendencia
histórica a la institucionalización jerárquica de la representatividad y
la autoridad, de manera que las voces particulares de los fieles se van
acallando ante la imposición o, simplemente, el liderazgo de los dirigentes.
Por ello, las comunidades religiosas más pequeñas, menos
institucionalizadas o de perfil más disidente no pueden contar con una voz
propia en el movimiento ecuménico global. Al igual que la globalización está
dirigiendo al mundo inevitablemente a la construcción de bloques
económicos y políticos, sepultando los intereses de países débiles o pequeñas
comunidades, el ecumenismo silencia a los grupos religiosos que no se ajustan a
las grandes tendencias. Las organizaciones con más capacidad de influir
políticamente tienden a descalificar a las confesiones más independientes, para
lo cual resultan muy efectivos los términos "secta",
"fanatismo" y "fundamentalismo" (ver Ecumenismo y autoridad).
9. Supremacismo romano
Siendo que desde hace décadas el papado es el máximo líder
mundial en cuestiones de diálogo interreligioso y ecumenismo, es necesario
detenerse en los planteamientos y la práctica de sus relaciones con otras
religiones y confesiones.
El ecumenismo papal se presenta como la búsqueda de la unidad
de la humanidad dentro de una serie de círculos concéntricos; la propia ICR
sería el círculo interior, en torno al cual se van abriendo otros círculos en
función de la mayor o menor proximidad eclesial y dogmática con ella: las
iglesias católicas orientales, las iglesias ortodoxas orientales, las iglesias
anglicanas, las iglesias protestantes, las religiones no cristianas y los
ateos, hasta finalmente abarcar el mundo entero. «En el centro encontramos al
papa quien, siendo el sucesor de Pedro es Vicario de Cristo en la tierra y,
como tal, el poder centralizador de la unidad de todos los círculos, de la
humanidad en general, por la cual él asume el pastorado» (V. N. Olsen, Supremacía
papal y libertad religiosa, Miami: API, 1992, p. 127).
Ateniéndonos a los planteamientos de la trascendental encíclica de
Juan Pablo II, los objetivos del ecumenismo entre cristianos están
determinados de antemano; el diálogo no es abierto, sino que está
supeditado a la consecución del «fin último del movimiento ecuménico [que] es
el restablecimiento de la plena unidad visible de todos los bautizados». Se
insiste en la idea de que la Iglesia ha de ser «única y visible». El diálogo
con las demás confesiones «tiene dos puntos de referencia esenciales: la
Sagrada Escritura y la gran Tradición de la Iglesia. Para los católicos
es una ayuda el Magisterio siempre vivo de la Iglesia» (Ut unum sint,
77, 7, 39); es decir, se introducen instancias de autoridad exclusivas o al
menos propias de esa iglesia, y se supedita todo resultado a la propia autoridad
jerárquica romana.
En los documentos ecuménicos papales el acento está en los aspectos
eclesiásticos y sacramentales propios de esta iglesia y ajenos a otras
(ídem, 3, 22, 79; Unitatis redintegratio, 2). El Vaticano considera la
unidad de los cristianos una exigencia y «un preciso deber del Obispo de
Roma como sucesor del apóstol Pedro», pues la ICR es para todos un
«sacramento inseparable de unidad» y «es consciente de haber conservado el
ministerio del Sucesor del apóstol Pedro, el Obispo de Roma, que Dios ha
constituido como "principio y fundamento perpetuo y visible de
unidad"». El papa está revestido de autoridad y debe vigilar todas las
iglesias, cuya comunión con Roma es «requisito esencial –en el designio de
Dios– para la comunión plena y visible»; además el papa «puede incluso –en
condiciones bien precisas, señaladas por el Concilio Vaticano I– declarar ex
cathedra que una doctrina pertenece al depósito de la fe. Testimoniando así
la verdad, sirve a la unidad» (ídem, 5, 88, 92, 94, 97).
Nada del espíritu auténticamente ecuménico
puede hallarse en los documentos vaticanos, que más bien reafirman las
posiciones tradicionales de la ICR: «Únicamente por medio de la Iglesia
católica de Cristo, que es el auxilio general de salvación, puede alcanzarse la
total plenitud de los medios de salvación», pues la «una y única Iglesia
[...] subsiste indefectiblemente en la Iglesia católica [...]
enriquecida con toda la verdad revelada por Dios» (Unitatis reditegratio,
4).
Tras definir estos "mínimos", que en realidad no dejan
ni un solo resquicio para un replanteamiento de lo esencial de la doctrina
papal tradicional, ni permiten a otras confesiones propuestas alternativas,
el papado se muestra dispuesto a «encontrar una forma de ejercicio del primado
que, sin renunciar de ningún modo a lo esencial de su misión, se abra a
una situación nueva». Con esas premisas, es difícil, por no decir imposible,
que algo nuevo pueda organizarse en este asunto esencial. A pesar de esta
enumeración, en la que la figura de Cristo y el valor del evangelio apenas
quedan recogidos, Wojtyla, siguiendo a Juan XXIII, consideraba que «es mucho
más fuerte lo que nos une que lo que nos divide» (Ut unum sint, 95 y
20).
La proyección ecuménica del papa Francisco, si bien teñida
del tono desenfadado que le caracteriza, y a pesar de algunos matices del lenguaje con respecto a papas anteriores, está
basada en los mismos principios de siempre: búsqueda urgente de la plena
comunión visible en torno a Roma (p. ej., Evangelii Gaudium, 246), nostalgia de los tiempos previos a la
Reforma protestante (Zenit, 21.2.14), o celebración de actos supuestamente
ecuménicos cargados de elementos religiosos inaceptables para el resto de
iglesias, como la vigilia de oración por
la paz en Siria (ver los
análisis de Leonardo de Chirico en Protestante Digital, en especial los
de 24.11.13, 14.12.13, 28.12.13, 1.2.14, 28.6.14, 27.9.14 y 8.11.14).
10. Búsqueda de un liderazgo mundial
Desde casi todas las instancias sociales y políticas se clama
por la necesidad de un liderazgo que dirija a la humanidad hacia sendas de
progreso, paz y justicia. Los líderes políticos, "contaminados"
por la naturaleza de su propia actividad, no cuentan con suficiente legitimidad
moral ante la población. Por eso ellos mismos buscan apoyos instrumentales en
los sistemas de creencias, cuya capacidad de cohesionar la sociedad e ilusionar
con proyectos es mucho mayor.
El liderazgo papal se sustenta por un lado sobre la propia
concepción de poder universal consustancial a la Iglesia Romana, y por otro
sobre la necesidad del ejercicio de la autoridad moral que se considera que
tiene el mundo en el actual proceso de globalización. En cuanto a la primera,
la ICR concibe su proyecto de cristiandad no tanto como propuesta alternativa
para el hombre que opta por Jesucristo, sino como una organización
"visible" (es decir, organizada, estructurada) cuyo fin es «la
salvación de la humanidad» (Ut unum sint, 99).
En cuanto a la necesidad de un liderazgo moral, ningún líder
recibe en el mundo actual el reconocimiento que recibe el papa, no sólo por
su carisma personal, sino por la propia imagen de sí misma que la institución
que representa, el papado, ha logrado consolidar en todo el mundo.
Representantes de todas las tendencias religiosas e ideológicas coinciden en
resaltar, no ya tanto la espiritualidad o la visión religiosa del papa, sino
sobre todo su iniciativa social y política, su liderazgo moral, el calado de
sus mensajes.
Así, el movimiento ecuménico, de tradición horizontal e
igualitaria, va confluyendo hacia un modelo de autoridad carismática
centrado en una institución cuya vocación histórica es la supremacía sobre
la humanidad.
Guillermo Sanchéz
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