Me doy cuenta de que en mis artículos me repito. Me siento tan a menudo descalificado por mis convicciones teológicas, que me obsesiona todo aquello que tiene que ver con la confesión de la fe y la verdad religiosa. Normalmente, mis críticos me acusan de pretender tener la verdad y de descalificar a los demás, cosa que me niego a aceptar. Yo no tengo, y no he pretendido tener jamás, la verdad religiosa absoluta. Trato de encontrar mi camino entre los caminos que otros han seguido antes de mí, sin descalificar a los demás. Pero también me niego a comulgar con ruedas de molino. Hay cosas, en nuestro pequeño mundo religioso, que son imposibles de tragar. Y esto hay que decirlo. La fe cristiana no es siempre racional ni razonable. Pablo nos dirá que para el mundo es locura o absurda, y esto es así; pero no hay por qué defender nuestras formulaciones doctrinales contra toda evidencia. Hay que buscar caminos de reconciliación entre la fe y el pensamiento del mundo moderno, entre fe y razón, o entre fe y ciencia. Si alguno dice que el relato de la creación del Génesis tiene un sentido literal e histórico, hay que decirle que está equivocado y que debe rectificar. La evidencia está totalmente en contra.
Estos últimos días he estado leyendo el libro Por qué soy cristiano1 del filósofo español José Antonio Marina, un cristiano atípico pero que se mantiene en el ámbito de la fe cristiana, aunque muchos creyentes no lo aceptarían. En este libro, este filósofo propone la teoría de la doble verdad o de los dos niveles de verdad: la verdad privada, aquella que es propia y personal, pero que no recibe el refrendo de la evidencia, y la verdad universal, es decir, aquella otra que tiene validez general y que viene avalada por el consenso de todos. Si aceptamos esta teoría, debemos concluir que todo lo que se refiere a la religión, sea cual fuere, cae dentro del ámbito de la verdad privada. Pueden darse en su seno verdades absolutas, como lo afirmamos los cristianos, pero éstas no tienen el respaldo de la evidencia y, por tanto, las hemos de vivir en el marco de la verdad privada. Son nuestras verdades, pero no son necesariamente las del vecino. Por tanto, no podemos exigir la aceptación de los demás.
La Iglesia Católica que, durante el franquismo, elevó las verdades privadas a verdades absolutas (es decir, pretendió hacerlo), se ha dado cuenta de la debilidad de su argumentación y ahora, en sus relaciones con el estado y con la sociedad, trata de mantener posturas parecidas, pero defendiéndolas desde la ley natural, algo que difícilmente puede concretarse. Así, a partir de esta premisa, se defiende la oposición al aborto, a la homosexualidad, a la eutanasia, etc. Dice no defender dogmas religiosos, como en el pasado, sino la ley natural. Posturas parecidas encontramos actualmente en cristianos conservadores y fundamentalistas.
La confusión entre verdades privadas y verdades absolutas es algo que los cristianos deberíamos evitar siempre. Debemos hacerlo en el marco de la sociedad en general, donde no podemos exigir que los no creyentes acepten nuestras verdades, pero también en al ámbito de las relaciones entre nosotros mismos. Incluso en el caso en que todos estuviéramos de acuerdo en conceder a la Biblia un carácter normativo absoluto –cosa que está lejos de ser una realidad- de ninguna manera tendríamos derecho a atribuirlo a nuestras interpretaciones, que son muchas y variadas. Y esto está sucediendo, especialmente en los círculos conservadores y fundamentalistas. Parece que los que no pertenecemos a estos círculos estemos siempre obsesionados en atribuirles actitudes intolerantes, pero creo que es un hecho que los liberales, si así queremos denominarlos, no niegan el pan y la sal a los conservadores, es decir, no ponen en duda su fe cristiana, pero es una realidad que éstos sí niegan, a los que no piensan como ellos, la autenticidad de su fe.
Otra idea que preside el libro de José Antonio Marina es lo que él considera un error de la Iglesia al poner, en el centro de su reflexión y de su práctica, la ortodoxia doctrinal. La historia de la Iglesia es un impresentable espectáculo de luchas fratricidas en nombre de la doctrina correcta. Desde el Concilio de Nicea con sus discusiones cristológicas, de donde surgió el dicho popular “armar la de Dios es Cristo”, hasta las actuales descalificaciones de creyentes por cuestiones doctrinales, pasando por la Inquisición, las cruzadas y las guerras de religión, no ha cesado la lucha, a menudo feroz, por la verdad doctrinal. No se ha tratado de la búsqueda de Aquel que nos dijo “yo soy… la Verdad”, sino de la búsqueda de definiciones. No sólo las iglesias tienen sumo cuidado en redactar sus confesiones de fe, sino que nos encontramos con el hecho de que cualquier organismo nuevo que se cree, se siente en la obligación de poner delante de sus estatutos un credo que, no solamente los identifique, sino que impida la entrada a los que no son como ellos. Así lo hizo la llamada Agrupación de Escritores y Comunicadores Evangélicos, en la que sólo los conservadores son aceptados, y así lo van haciendo otros organismos. Ante mi tengo, en mi mesa de despacho, la propuesta de estatutos de la Asociación de Ministros del Evangelio de Catalunya en la que (¿Cómo no?) figura una estrecha confesión de fe que, suponemos, se nos exigirá aceptar si queremos pertenecer a ella.
Desde la publicación de The Fundamentals, a finales del siglos XIX, estamos viviendo entre nosotros una “dogmatitits” aguda, una enfermedad que se ha hecho crónica en la Iglesia Católica y que, en los últimos tiempos, está afectando peligrosamente a las iglesias evangélicas. Y esto es muy dañino para ellas mismas, que ponen la letra por encima del espíritu, y sobre todo para las relaciones entre los cristianos. De alguna forma es como si estuviéramos volviendo al gnosticismo para el que el conocimiento era prioritario. Parece que lo más importante en la iglesia es la doctrina, una formulación perfecta de las bases doctrinales. Sin ellas parece que no hay ninguna posibilidad de ser cristiano. Estamos muy lejos de aquella confesión primitiva que se exigía a los candidatos al bautismo: “Jesucristo es el Señor”. Ahora, según algunos, hay que afirmar esto y un montón de cosas más. Imprescindibles para la salvación.
Quisiera terminar este artículo mencionando una propuesta del mismo filósofo citado anteriormente. Propone que las iglesias y las religiones no deberían poner como meta de sus esfuerzos el logos, sino el ágape. Si lo hiciéramos así, empezaríamos un camino en el que todos podríamos encontrarnos. Valdría la pena explorar en el futuro los pros y los contras de esta propuesta que consiste en sustituir el concepto de Verdad, que es inalcanzable, por el de Bien. En el logos no hay posibilidad de entendimiento, pero en el ágape todos, incluso los ateos, podríamos coincidir plenamente, porque el ágape es lo más cercano posible a una verdad universal y todas las religiones están de acuerdo en el resumen de la ley que nos hizo Cristo: “Amarás al Señor tu Dios…amarás a tu prójimo…”
Enric Capó
1 Por qué soy cristiano. José Antonio Marina. Editorial Anagrama. Barcelona 2006
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