Me lo dijo un pastor francés haciendo referencia al control de la velocidad de los coches: “Superar los límites de velocidad en la carretera o en las calles de la ciudad, sólo es pecado si te cogen”. Evidentemente, era una broma. Primero, porque la frase no se aviene con nuestro talante protestante y, segundo, porque hablar de pecado en este contexto –y también en otros muchos en que los hacemos- no tiene apenas sentido. Eso del pecado es un concepto a revisar y una palabra quizás a evitar. Va tan cargada de ideas falsas y tiene un contenido tan marcadamente religioso, que prácticamente ya no nos sirve. Tipifica conductas y actos que no se avienen con la forma de hacer de nuestra sociedad y que se desprecian como escrúpulos de sacristía.
Sin embargo, la desobediencia civil al Código de Circulación, o a la normativa municipal, o a cualquier otra de las disposiciones que regulan la convivencia, forma parte de un planteamiento erróneo de la vida. Y esto sí que el “pecado”. En nuestra tradición protestante, enraizada en la Biblia, el pecado no es un acto aislado que podamos cuantificar y definir en grados de mayor o menor gravedad. Hablado teológicamente, el pecado no es tanto un acto como una actitud. Se refiere no tanto a los errores o acciones malas que podamos cometer, como a una actitud global de la vida delante de Dios y de los hombres. Se trata especialmente de direcciones, tendencia, objetivos.
Si alguien me dice que ir a 120 km/h en lugar del límite establecido de 90 Km/h es pecado, esto me hace sonreír. Introduce en la vida de la fe un elemento que no le es propio. Reduce mi religiosidad a cuestiones puntuales y, entonces, a partir de este postulado, se puede discutir, como se hace a menudo en la Iglesia Católica, si es un pecado venial o mortal. Mi relación con Dios, aquella que rompió el pecado, no puede quedar afectada por actos de esta naturaleza, porque sólo tiene que ver con el planteamiento fundamental que yo he dado a mi vida en relación a la exigencia de Dios y sus repercusiones en el marco de la vida humana.
Y esto sí que tiene que ver con mis actitudes delante del Código de Circulación. En un momento dado, puedo desobedecer una señal de circulación, pero esto no lo pondré en el apartado “pecado”. Será un acto negativo que habré realizado en el marco de mis obligaciones ciudadanas y basta. Pero, de todas formas, no dejara de tener connotaciones humanas y, por tanto, religiosas. Porque toda nuestra vida está determinada por nuestras decisiones fundamentales. Y esto es el que, en el contexto de la circulación, exige nuestra fe.
Nuestra fe no nos obliga a la obediencia de normas que nos vienen de fuera. Lo que es permitido o prohibido en el ámbito, por ejemplo, de la ciudad, no tiene por qué tener nada que ver con mis obligaciones religiosas, si las tuviera. Pero el que sí importa es la actitud fundamental de mi vida: qué es lo que me motiva, hacia donde voy, cual es la relación que sigo con respecto a los demás y cuales son mis obligaciones hacia ellos. El pecado no serán las acciones individuales y concretas cometidas, sino la orientación de la vida.
La dirección correcta es orientar la vida hacia el servicio, la solidaridad y el amor. Esto nos marcará pautas de conducta, sin tener que recorrer a una contabilidad de pecados.
Enric Capó
No hay comentarios:
Publicar un comentario