martes, 22 de junio de 2010

Enfermar

Yo también, como los demás, enfermo. Como todos los demás. De la misma forma. Ser cristiano no me ha proporcionado ningún privilegio. El azote de la enfermedad que hiere a todos por igual me llega y siendo su dolor y su angustia. Nunca he sido objeto de un milagro objetivo que me haya devuelto la salud. Soy escéptico en lo que se refiere a las curaciones milagrosas, a pesar de que en ningún momento las niego, pero nunca he participado en una de ellas. Siento que la vida es la vida y la enfermedad forma parte de ella. La he de sufrir.

Pero nunca he pensado que la enfermedad sea voluntad de Dios. Ni tampoco que era consecuencia de un pecado que había cometido. Estoy muy lejos de los amigos de Job que lo querían convencer de su culpa en la situación extrema en que se encontraba. Sé que Dios no quiere la enfermedad, ni la desgracia, ni la muerte. Es el Dios de la vida y de la plenitud. Y cuando me habla, por medio de su Palabra, me invita a mirar hacia arriba, hacia el Reino de Dios, donde no hay clamor, ni llantos, ni dolores. Pero no podemos evitar la situación presente, provocada, de forma que ahora no podemos comprender, por la realidad del pecado. Es nuestra situación. Se nos escapan las razones que justifiquen la presencia del mal y del dolor. Simplemente, están ahí. Y nuestra tarea no es tanto tratar de comprender el por qué, sino como luchar para minimizar sus efectos.

Orar, cuando estoy enfermo, es la esperanza. No sé si entonces espero que el Señor me cure. Nunca estoy seguro. Pero sé que poner mis cosas en sus manos me hace bien, me ayuda, me fortalece, Estoy en las manos de Alguien que lo controla todo y no hay nada que me pueda dañar de forma definitiva. Mi oración es siempre un grito de auxilio, la mayoría de las veces inarticulado, pero sé que El me escucha y me contesta.

De todas formas, en Dios no busco tanto la solución a todos mis problemas, como la fuerza para confrontarlos. Eso también lo aplico a la enfermedad. No pretendo estar exento de sufrirla. Sé que una y otra vez llamará a mi puerta y no tengo derecho a ser diferente de los demás. Tampoco tengo caminos alternativos. Soy uno más en la rueda de la vida y me toca lo que me toca. Lo que entonces busco y encuentro es la fuerza del Espíritu, la seguridad de no haber sido olvidado, la certidumbre de su presencia y la fuerza interior para seguir adelante sin hundirme, sin permitir que aquella situación cierre las puertas a la esperanza y me conduzca a una ruina moral y espiritual. Y en esto reside mi gozo y mi privilegio.

He aprendido que en cualquier situación, por trágica y dolorosa que sea, siempre hay una luz. Es la presencia de Dios. Donde El está, todo puede pasar, nada es imposible. Eso me da fuerzas e ilumina mi camino. No estoy solo. No me ha abandonado. Continúa siendo el Dios de la luz, incluso en las situaciones extremas de enfermedades terminales. Incluso cuando el médico ya ha cerrado todas las puertas humanas. Entonces es el momento apropiado para decir con el salmista: “Y ahora, Señor, ¿qué esperaré? Mi esperanza está en ti”(Salmo 39,7).

Enric Capó

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