martes, 27 de julio de 2010

Oremos sin cesar... Y eso ¿cómo se logra?

"Rogamos al Padre celestial que no tome en cuenta nuestros pecados ni por causa de ellos nos niegue lo que pedimos" (Martín Lutero. Catecismo Menor, 1527)
Nadie, digo bien, nadie que se precie de seguir a Jesús menospreciará la importancia vital de la práctica de la oración. Es más, por activa y por pasiva somos exhortados desde los púlpitos a orar, a interceder, a pasar tiempo – y cuanto más mejor- en relación con Dios. Si embargo muchos cristianos y cristianas viven sometidos a un sentimiento de culpa por no orar lo suficiente o no hacerlo en absoluto.

En mis años de ministerio pastoral, y durante el dilatado tiempo que me dediqué a la formación de pastores y pastoras del pueblo de Dios, he observado que no existe pregunta más incómoda como la que interroga sobre la vida de oración. Y es que la oración se ha convertido en un problema para muchos creyentes. ¿Oramos..? Sólo Dios lo sabe.

Nos cuesta orar. Nos cuesta orar porque, en más ocasiones de las que reconocemos, no sabemos qué decir. Y cuando, por fin, balbuceamos cuatro palabras pensamos que hemos orado “poco”, aunque esos balbuceos hayan sido suficientes para Dios, de tal manera que la “poca” oración, en lugar de ser liberadora, se convierte en una añadido más al sentimiento de culpa que nos persigue en relación con dicha práctica.

Mirad, nuestros hijos e hijas y nuestros seres queridos podrán hablar mucho o poco con nosotros, pero ello no es óbice para que dejemos de quererlos, reconocerles como hijos e hijas y ayudarles en sus vicisitudes. ¡Cuánto más el Dios de Jesús!

Dicho lo anterior - y a través de la columna falible que trato, no sin esfuerzo, de escribir cada semana- quisiera exponeros una sugerencia en relación con la práctica de la oración. Una sugerencia que surge de la meditación en textos y prácticas cristianas que, si bien están alejadas de nuestro tiempo, siguen siendo relevantes para los cristianos y cristianas del siglo XXI.

Quiero fijarme en el Catecismo Menor, escrito por Martín Lutero durante el año 1527. En esa pequeña obra, Lutero recomienda que todo seguidor/a de Jesús debiera orar tres veces al día. A expensas de no ser original, y en este tema no conviene serlo, deseo exponeros el apartado que el reformador dedica a los tiempos de oración, no sin antes afirmar que si uno no sabe qué orar bien hará en recitar los salmos o adquirir la costumbre de decir las oraciones que propone el otrora fraile agustino en su catecismo.

Lutero está, en su texto, interesado en la coherencia de los discípulos y discípulas de Jesús, por ello les escribe que deben iniciar el día con su pensamiento dirigido a Dios. De ahí que recomiende, una vez fuera del lecho, decir “En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén”, y a continuación, de pie o de rodillas, reciten el Padrenuestro y hagan una breve oración:
Te doy gracias, Padre celestial, por medio de Jesucristo,
tu amado Hijo, porque me has protegido
durante la noche de todo mal y peligro, y te ruego
también que me preserves y me guardes de pecado
y de todo mal en este día, para que en todos
mis pensamientos, palabras y obras te pueda servir
y agradar. En tus manos encomiendo el cuerpo,
el alma y todo lo que es mío. Tu santo ángel
me acompañe para que el maligno no tenga ningún
poder sobre mí. Amén.
A continuación sugerirá que el cristiano se dirija a su lugar de trabajo o de estudio entonando un himno o recitando lo que su corazón le dicte.

Llegada la hora de la comida principal, nos enseñará que debemos agradecer a Dios los alimentos que nos ofrece. También para ello nos sugiere un par de oraciones. Una para el inicio de la comida (en la que incluye el Padrenuestro), y otra para una vez que la hayamos concluido:
Señor Dios, Padre celestial: Bendícenos y bendice
estos tus dones, que de tu gran bondad recibimos.
Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
Después de haber comido, con reverencia dirán (todos los componentes de la familia) así:
Alabad al Señor, porque es bueno; porque para
siempre es su misericordia. Él da alimento a todo
ser viviente; a la bestia su mantenimiento, y a los
pequeños cuervos que claman. No se deleita en la
fuerza del caballo, ni se complace en la agilidad
del hombre. Se complace el Señor en los que le
temen, y en los que esperan en su misericordia.
Entonces recitarán (los miembros de la familia) el Padrenuestro, añadiendo la siguiente oración:
Te damos gracias, Dios, Señor nuestro y Padre
celestial, por Jesucristo nuestro Señor, por todos
tus beneficios: Tú que vives y reinas ahora y por
siempre. Amén.
El día llega a su fin y antes de retirarnos a descansar, Lutero, nos aconsejará, de nuevo, unas oraciones:
Por la noche, cuando te retires a descansar, dirás así:
En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu
Santo. Amén.
Te doy gracias, Padre celestial, por medio de Jesucristo,
tu amado Hijo, porque me has protegido
con tu gracia en este día, y te ruego que me perdones
todos los pecados que haya cometido, y que
por tu gran misericordia me guardes de todos los
peligros de esta noche. En tus manos encomiendo
el cuerpo, el alma y todo lo que es mío. Tu santo
ángel me acompañe para que el maligno no tenga
ningún poder sobre mí. Amén.
Luego descansa confiadamente.
Lo importante es el fondo de lo que leemos en los consejos de Martín Lutero. La idea central es que Dios, el Dios de Jesús de Nazaret, esté presente en nuestros pensamientos desde el inicio del día hasta su conclusión. Ahora bien, alguien estará pensando, y la intercesión dónde queda. Mirad a lo largo de un día suelen acudir a nuestra mente muchos pensamientos acerca de personas que queremos, acerca de problemas que experimentamos y un largo etcétera de cuestiones. Pues bien en ese momento cuando tu mente se ve ocupada por esos pensamientos, eleva una oración al Dios que escucha tu corazón.

Una vez adquirida la costumbre, sin duda, descansará nuestro espíritu agotado de tanta “culpa” por la ausencia de una comprensión correcta de la práctica de la oración cristiana.

Oremos sin cesar... ¡Merece la pena!

Ignacio Simal

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