jueves, 14 de julio de 2011

No es tiempo de arrancar

Mt 13, 24-43

La parábola de la cizaña es una de las siete que Mt narra en el capítulo 13 como decíamos el domingo pasado, se trata de un contexto artificial. No tiene mayor importancia porque la parábola tiene su valor por sí misma, independientemente del momento o lugar en que se pronuncie. Como todas las parábolas se trata de un relato completamente inofensivo por sí mismo, pero que, descubriendo la intención del que la relata, puede llevarnos a una reflexión muy seria sobre la manera que tenemos de catalogar a las personas en dos categorías excluyentes: buenos y malos.

Empecemos por notar que el sembrador siembra buena semilla en su campo, la cizaña tiene un origen muy distinto. Según aquella mentalidad, hay un enemigo del hombre empeñado en que no alcance su plenitud. Hoy sabemos que la hipótesis del maniqueísmo es innecesaria. Durante milenios el hombre trató de buscar una respuesta al interrogante que plantea la existencia del mal. Hoy sabemos que no tiene que venir ningún maligno a sembrar mala semilla. La limitación que nos acompaña como criaturas, da razón suficiente para explicar los fallos que en toda vida human se van manifestando.

El ser vivo arrastra tres mil ochocientos millones de años de evolución que ha ido siempre en la dirección de la supervivencia del individuo y de su especie. A ese objetivo estaba sometido cualquier otro logro evolutivo. Al aparecer la especie humana, descubre que hay un objetivo más valioso que el de la simple supervivencia. Al intentar caminar a esa nueva plenitud de ser que se le abre en el horizonte, el ser humano tropieza con esa enorme inercia que le empuja al objetivo puramente egoísta. En cuanto se duerme un poco, aparece la fuerza que le arrastra en la dirección equivocada.

El objetivo de subsistencia individual y el nuevo horizonte de unidad que se le abre al ser humano no son contradictorios. En el noventa por ciento deben coincidir. Pero esa pequeña proporción que les diferencia no es fácil de apreciar. Como en el caso de la cizaña y el trigo, solo cuando llega la hora de dar fruto queda patente lo que los distingue. Es inútil todo intento de dilucidad teóricamente lo que es bueno o lo que es malo. La mayoría de las veces el hombre solo descubre lo bueno o lo malo después de innumerables intentos por acertar en su caminara hacia la meta.

Podíamos decir que el bien biológico individualista sería siempre bueno mientras no vaya contra el bien de los demás. Todo el esfuerzo que haga el ser humano por vivir mejor de lo que vive en una época determinada, sería estupendo si toda mejora alcanzara a todos los hombres, y no se consiguiera el bien de unos pocos a costa del mal de muchos. En el mundo que nos ha tocado vivir, podemos descubrir esa contradicción. El hombre, buscando su plenitud como individuo, arruina su plenitud como ser humano.

El punto de inflexión en la lógica del relato lo encontramos en las palabras del dueño del campo. “dejadlos crecer juntos hasta la siega”. Lo lógico sería que se ordenara arrancar la cizaña en cuanto se descubriera en el trigo, para que no disminuyera la cosecha. Pero resulta que contra toda lógica el amo ordena a los criados que no arranquen la cizaña, sino que la dejen crecer con el trigo. Este quiebro, es el que debe hacernos pensar. No es que el dueño del campo se haya vuelto loco, es que el que relata la parábola quiere hacernos ver que otra visión de la realidad es posible y plausible.

No les deja crecer juntos porque el señor se siente generoso y perdona la vida a los malos. Tampoco se trata de tener paciencia hasta que la justicia de Dios actúe. No, se trata de reconocer la condición humana y dejar abiertas sus posibilidades de crecer. El evangelio no secunda la primera lectura cuando dice que Dios es grande cuando perdona. Jesús va mucho más allá. Para él Dios no tiene nada que perdonar. Esta idea va en contra de todo lo que se nos ha enseñado durante siglos y nos va a costar mucho aceptarla tal como nos la trasmite el evangelio. Dios no puede premiar ni castigar “a posteriori”, porque se ha dado a cada uno antes de que lleguemos a la existencia.

No la arranquéis, que podríais arrancar también el trigo. Aquí encontramos la profundidad del mensaje. La cizaña es una hierba muy parecida al trigo, y no se puede distinguir de él hasta que no produce el fruto. Pero aunque se distinga perfectamente una de otra, al intentar arrancarla, se puede arrancar sin querer el trigo porque las raíces de ambas plantas están completamente entrelazadas, si tiras de la cizaña, el trigo puede ser arrancado sin pretenderlo. Pretender separarlo mientras están creciendo puede arruinar la posibilidad de crecimiento del trigo y malograr la cosecha.

No solo es imposible distinguir la caña de cizaña de la del trigo hasta que no da el fruto, sino que, aplicado al ser humano, la cosa se complica hasta el infinito, porque en cada uno de nosotros coexisten juntos cizaña y trigo. Esta mezcla inextricable no es un defecto de fabricación, como se ha hecho creer con mucha frecuencia; por el contrario se trata de nuestra misma naturaleza. Dejaríamos de ser humanos si anularan nuestra posibilidad de fallar y de acertar. No solo es completamente absurdo el considerar a uno bueno y a otro malo, sino que el solo pensar que una persona se pueda considerar “buena” es descabellado. El que presuma de ser trigo limpio o es un ignorante o es un impostor. Las dos cosas son nefastas en orden a alcanzar la plenitud.

Hay otro aspecto que puede resultar interesante al aplicar la parábola al ser humano. Nadie es esencialmente bueno ni malo. Todo ser humano va desplegando la bondad que hay en él a través de su vida. Esto tiene consecuencias tremendas a la hora de aplicar la parábola. No sólo conviven en cada uno de nosotros la cizaña y el trigo, sino que lo que hay de trigo se puede transformar en cizaña y lo que tenemos de cizaña se puede transformar en trigo. Esto anularía toda posibilidad de juicio de valor definitivo sobre una ser humano mientras está vivo y coleando sobre la tierra.

Como en el caso de la parábola del sembrador que hemos leído el domingo pasado, también hoy Jesús, a petición de sus discípulos, explica la parábola. Ya hemos dicho que no se trata de una explicación de Jesús, sino de un añadido de la primera comunidad, que convirtió las parábolas en alegorías para poder utilizarla como instrumento moralizante. En la explicación que el evangelio da de esta parábola, se ve con toda claridad la diferencia entre parábola y alegoría. Podemos apreciar cómo se desvía el acento desde la necesidad de convivir con el diferente a la preocupación por el destino de los cristianos, con la intención de que el miedo al más allá nos haga mejores aquí.

Como institución hoy más que nunca tenemos que confesar el “mea culpa”. Si a través de los dos mil años la Iglesia hubiera hecho el más mínimo caso a esta parábola, se hubieran evitado miles y miles de atropellos en nombre de la limpieza del trigo. Tanto en la doctrina como en moral, se ha perseguido al que discrepaba de la oficialidad, no por razones teológicas, sino por el afán de conservar la pureza legal, que tanto preocupa a la jerarquía. Se ha excomulgado, se ha exiliado, se ha quemado en la hoguera a miles de cristianos que eran bellísimas personas aunque no coincidieran en todo con los cánones oficiales. Es realmente patético, que a algunos de los que han sido sacrificados sin piedad, después se les haya intentado declara santos.

Desde el punto de vista personal, aún tenemos pendiente un cambio radical en nuestra actitud ante el diferente. Hemos sido educados en el más absoluto exclusivismo. Se nos ha enseñado a despreciar e incluso a odiar al diferente. Hace treinta años me preguntaba un marques muy serio él, si se podía ser amigo de un protestante. Jesús sabía muy bien lo que decía a un pueblo judío que se creía elegido y superior a todos los demás pueblos y razas. A pesar de la claridad del mensaje, muy pronto olvidaron los cristianos las enseñanzas de Jesús y reprodujeron, corregido y aumentado, el exclusivismo judío. Una sola frase resume esta actitud totalmente antievangélico: “fuera de la Iglesia no hay salvación”. Esta máxima (mínima) ha sido defendida por el último Catecismo de la Iglesia Católica. Como veis, la parábola de la cizaña tiene una rabiosa actualidad.

José A. Pagola.

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