sábado, 29 de enero de 2011

Sobre el diezmo.


Pocos temas generan tanta controversia, dentro y fuera de la iglesia, como el diezmo. Que es un fraude, dicen algunos; que es la clave para entrar en una vida de prosperidad, aseguran los otros. Me propongo en este artículo analizar el tema, pero no solo responder a la cuestión de que si debería ser el diezmo una práctica de la iglesia, sino también analizar uno de los problemas que encierra la práctica de dar el 10% de nuestros ingresos a la iglesia local: el diezmo puede llegar a atar las manos de los creyentes y volverlos insensibles ante las necesidades que están a su alrededor.

Realmente, el diezmo es un tema oscuro dentro del cristianismo, y la evidencia de que dar el 10% de los ingresos fuera una práctica de los primeros creyentes es de por sí muy escasa en el Nuevo Testamento. De todos modos, es común en nuestros días tomar estructuras, modelos y ejemplos del Antiguo Testamento, especialmente del período monárquico de Israel, y extrapolarlas a la iglesia. Así, encontramos paralelismos forzados entre el sacerdocio aarónico y el ministerio pastoral o entre el templo de Salomón y nuestros actuales lugares de reunión. No es de extrañar el hecho de que si para algunos el pastor es equivalente al sacerdote —atropellando el sacerdocio de todos los creyentes— y los lugares de reunión actuales equivalentes (en cuanto a su uso, su reverencia y los recursos que consumen) a los mega-templos de Israel —obviando el hecho de que ya Dios no habita en templos hechos por manos de hombres—, se argumente la necesidad de dar el 10% legal para mantener los engranajes del sistema pseudo-sacerdotal funcionando.

Dígase también, que ni siquiera aquello de colectar una ofrenda semanal era una práctica como tal dentro de las primeras iglesias, sino más bien un recurso que utilizó cierta vez el apóstol Pablo para que una iglesia levantara una ofrenda determinada para otra congregación necesitada antes de que él llegara, con el fin de evitar recolectar dinero durante su visita. Fue un caso acaecido una vez, pero que comúnmente se toma como ley universal.

Uno de los peligros más grandes del diezmo no es que alguien se lo robe, como en efecto puede suceder, sino que en un intento de centralizar la ayuda este fomenta el desentendimiento. Cuando la única responsabilidad del creyente es depositar en un sobre mensualmente el 10% de sus ingresos entonces el 100% de la responsabilidad de ayudar a los necesitados recae sobre una sola persona, o como mucho, sobre los elegidos para administrar los ingresos. Aquella lastimosa queja de que el pastor o la iglesia no están haciendo encuentra uno de sus más fuertes sustentos en el supuesto de que por ser él el administrador del dinero de la iglesia está obligado a resolver todos los problemas de toda la congregación.

Para entender el funcionamiento del diezmo en nuestros días, en base a moneda —originalmente, se diezmaba en animales, alimentos y especias—, hay que entender cómo funciona el dinero y cuál es su utilidad. El dinero, económicamente hablando, no es más que una mercancía con valor universal. Este tiene dos utilidades básicas: transportar la riqueza y preservar el valor de la misma. Si un agricultor deseaba moverse de una ciudad a otra no podía llevar con él su producción agrícola, pero si la vendía, convirtiéndola en la mercancía de valor universal (dinero), sí podía hacerlo. Por otro lado, a menos que se convierta en dinero, no es posible ahorrar el excedente de la cosecha, pues de pudre.

Mirándolo así, aunque el caso parezca un poco exagerando, sería muy saludable que en vez de dar en metálico diéramos en víveres, carnes, pan, o legumbres, pues obligaría al administrador a repartir inmediatamente entre los necesitados todo lo recolectado, para que no se desperdicie. Ya que el dinero diezmado puede ser almacenado infinitamente, tenemos casos donde la cuenta de ahorros de la congregación crece desmedidamente mientras sus miembros padecen hambre y viven en condiciones precarias.

Pienso que las razones expuestas son algunas de las causas principales de que el diezmo (especialmente en dinero) no aparezca documentado en las escrituras como una práctica de la iglesia: los primeros creyentes no tenían lugares de reunión lujosos ni con tan altos costos de mantenimiento, como nosotros —los primeros templos cristianos datan de después del 300 d.C., y no fueron construidos por los creyentes, sino que los recibieron como regalos. La iglesia primitiva se reunía, principalmente, en las casas y lugares públicos—; no existía la imagen de un pastor-sacerdote que se mantenía de las entradas de la iglesia local; y por último, los creyentes compartían sus posesiones para suplirse entre ellos mismos sus necesidades: los unos a los otros. (No son estos casos exhaustivos, pues sí existe testimonio de que en determinados lugares los hermanos vendían todos sus bienes y ponían el dinero en un fondo común que al parecer era administrado por los apóstoles, pero ni siquiera este es un argumento para demostrar la vigencia del diezmo, sino un ejemplo para nosotros de un desprendimiento aún más grande: darlo todo por amor al reino.)

La iglesia es un cuerpo dinámico donde todos los miembros deberían poder interactuar para suplirse unos a otros sus necesidades (alimenticias, emocionales, espirituales). Lamentablemente, el diezmo convierte en una actividad impersonal, sustentada en dinero, aquellos «unos a los otros» que mencionan las escrituras en innumerables ocasiones. Como la misericordia está centralizada, la responsabilidad del 99% de los creyentes se limita a depositar su aporte en una caja y sentarse de brazos cruzados a esperar que alguien administre adecuadamente los recursos y haga aquel trabajo que él debería estar haciendo. En el mismo momento en que da su 10% deja de sentirse responsable, se vuelve indiferente y como mucho se limita a criticar el sistema con aquel lastimoso: la iglesia debería estar haciendo. Diezmar es una labor estática, ofrendar para suplir las necesidades de la iglesia un deber dinámico. Cuando se diezma se cierran los ojos, cuando se ofrenda con sentido, se está atento a las necesidades del prójimo.

Todo debe ser dicho, y es cierto que el diezmo puede llegar a tener algún tipo de utilidad (como una buena práctica, claro está, y no como una obligación legal para la iglesia). Puedo citar por lo menos dos casos por los cuales me parece útil: establece un hábito de dar y evita enfrentar el temor al rechazo.

Ya ha habido algunos que impulsados por la avaricia y la tacañería se han constituido en exegetas solo por no desprenderse de un centavo de su dinero. Para ellos, creo que el diezmo está muy bien, pues si algo tenía este sistema judío era sabiduría —en los asuntos de dinero los israelitas siempre se han destacado—, dar en base a porcentaje, y no un monto fijo, asegura que todos colaboren proporcionalmente: el que más gana más aporta. Estos, intentado demostrar la falsedad del diezmo, o su dureza, solo alcanzan a demostrar la dureza de su corazón y la falsedad de su fe. Aquel que se recuesta en la hermenéutica para evitar ayudar a su hermano no es solo un falso maestro, sino un ladrón, pues aún lo que tiene no es suyo, sino de Dios. Cuando la avaricia está presente, la hermenéutica se convierte en el camino más corto hacia la mezquindad.

Por otro lado, uno de los dilemas de la misericordia está en que para hacerla, es necesario vencer el temor al rechazo. No todo el que está —o parece estar— en necesidad desea ser ayudado, ya sea por orgullo o por simple vergüenza. Mucha gente que podría estar dando no lo hace por temor a recibir un no por respuesta. Así, prefieren contribuir a un fondo común, donde el necesitado pueda acudir discretamente a satisfacer su necesidad, que ir directamente a intervenir en la solución. Lo mejor sería que en una comunidad de amor, como la iglesia, no existieran este tipo de barreras, pero tampoco debemos dejar que el idealismo nos ciegue ante la posibilidad de ayudar, entre no dar nada o diezmar es mejor diezmar. Aunque no sea una ley y la evidencia de su práctica se escasa, hambre es hambre y pan es pan.

Termino este artículo recordando que la condición natural del hombre caído no es desprenderse, sino acaparar. Aunque sea muy difícil establecer el diezmo como una ley para la iglesia me parece que es una buena práctica y sumamente útil en determinadas ocasiones, principalmente para inculcarnos el hábito de dar. Pero no nos limitemos a dar el 10% de nuestro dinero, sino, mejor pongámoslos como meta dar eso y mucho más.

Una opción interesante para aquellos que no tiene la costumbre, sería iniciar aportando el 5% de sus ingresos para suplir las necesidades de la iglesia —entiéndase por iglesia la comunidad de los santos, no la infraestructura—, ya sea diezmando o supliendo directamente, a medida que Dios les prospere podrían ir aumentando este porcentaje. Sobre todo, estemos atentos a las necesidades de nuestros hermanos, no esperemos que venga alguien a suplir cuando la solución está al alcance de nuestras manos.

Rafael Peréz

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