Siempre me ha preocupado la eclesiología en su vertiente teórico-teológica, algo necesario. Pero principalmente ha sido objeto de mi estudio el paso siguiente de toda reflexión, hacerla carne, pasarla a los hechos, realizarla en medio de la realidad de las iglesias.
Dos artículos, una conversación y la preocupación señalada hace un momento me sugieren algunas reflexiones sobre el hecho comunitario cristiano en su aspecto litúrgico. En uno de los artículos1 que he leído esta semana se apuntaba un fenómeno que está experimentando la Unión Bautista Británica. Se trata del notable aumento de la asistencia a sus cultos frente al descenso de su membresía. El articulista comentaba la reticencia de las personas a adquirir compromisos con las iglesias locales.
El segundo artículo hacía referencia a la salida masiva de los cristianos latinoamericanos de las iglesias institucionales estadounidenses para formar, lo que el articulista denomina, "iglesias orgánicas". Grupos de cristianos que se reúnen en las casas sin las estructuras propias de las comunidades institucionales, para poner en común sus diferentes experiencias de fe, la lectura de las Escrituras y la Mesa del Señor. Son encuentros, a mi entender, donde la conversación toma el lugar del discurso-sermón.
La conversación que mencionaba tenía que ver con las diversas comprensiones de la liturgia a plasmar en las celebraciones dominicales cristianas. Especialmente hablábamos acerca la formalidad y la informalidad del orden cultual, de la música congregacional utilizada... Mientras algunos cristianos echan a faltar la utilización de la himnología clásica y la formalidad en el transcurso del culto, a otros les agrada lo que se ha dado en llamar "tiempo de alabanza" y las intervenciones extemporáneas a lo largo de la celebración.
Ahora bien, debemos decir que la comunidad cristiana debe reinventarse constantemente en su plasmación histórica. Lo ha hecho siempre, y lo debe seguir haciendo. Ese reinventarse debe ser reflexionado desde la premisa que nos ofrece Jesús cuando afirmó que "el ser humano no ha sido creado para el sábado" sino más bien al contrario. De ahí que debamos atender a los cambios sociales y de hábitos que se están dando en nuestras sociedades y en las personas que las conforman, de cara a que el hecho cristiano sea relevante y atienda a las sanas expectativas que el Evangelio levanta.
Deseamos llegar a todos con el Evangelio y para ello, a la manera paulina, la comunidad cristiana “siendo libre de todos, se hará sierva de todos -en su concreción histórica- para ganar a mayor número” (1Cor. 9:19). Por ello opino que nuestras comunidades -muy lejos ya del concepto antiguo de parroquia- debería plasmar su actividad de encuentro y celebración en tres vertientes básicas.
La primera vertiente tiene que ver con las celebraciones formales. Es decir, la comunidad cristiana debe ofrecer celebraciones cuya liturgia sea formal para llegar a las necesidades de aquellos cristianos que son confortados por esos modelos litúrgicos (ej. Liturgia reformada / himnología clásica).
La segunda vertiente guarda relación con lo que doy en llamar “liturgia conversacional”. Es decir una liturgia que siendo formal no es formalista. Una liturgia que concede espacio para la conversación y que no reprime lo extemporáneo. Que atiende a una himnología contemporánea, pero que cuida sus contenidos de la mediocridad de muchos de los mal llamados “coritos” actuales, donde el intimismo individualista y huida de la realidad a través de sus letras son frecuentes (¡qué diferencia con el contenido de los Salmos!).
La tercera vertiente que propongo es dejar espacio (libre de crítica y proselitismo) en la comunidad para aquellos, que sin ser miembros oficiales o activos, desean asistir, en ocasiones de forma aleatoria, a las celebraciones y actividades comunitarias.
Las comunidades cristianas, sin renunciar a sus respectivas identidades, deben optar por formas mixtas de celebración y encuentro con el claro objetivo de llegar a las necesidades existenciales de todos sus -o no- miembros. Unas comunidades que son espacios donde todos los cristianos se reciben unos a otros, no para contender sobre opiniones (Ro. 14.1) sino para acompañarse mutuamente en el crecimiento como personas.
La misión más propia de la iglesia es ser asamblea de encuentro fraterno donde sus participantes recuperan fuerzas para llevar a cabo su testimonio cristiano en sus centros de estudio, lugares de trabajo, oenegés -cristianas o no-, sindicatos, asociaciones de vecinos, movimientos sociales, partidos... De ahí la relevancia de que nuestras celebraciones litúrgicas y espacios de encuentro respondan a todas las sensibilidades existentes entre los cristianos y cristianas del siglo XXI.
Ignacio Simal.
Barcelona
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