Morir puede ser la mayor experiencia de la vida si la vivimos conscientemente. Pero, incluso en el caso en que no sea así, el conocimiento de la seguridad de la muerte, como punto final de esta vida, nos determina y nos condiciona. En cualquier etapa de la vida y en cualquier momento, la muerte está siempre presente. La fuerza de la vida nos permite olvidar este hecho. Podemos vivir muchos años sin pensar seriamente en la muerte, pero más pronto o más tarde se hará indefectiblemente presente.
No siempre afrontamos la muerte de cara. Muy a menudo lo hacemos de lado, al sesgo, oblicuamente. Pero, en el fondo del corazón siempre está la consciencia de la muerte. Sabemos que hemos de morir y, día tras día, tenemos señales y avisos: la muerte de los otros, mis enfermedades, la vejez… Morir es el final. Todo se ha acabado. Todas las expectativas, todas las ilusiones, todos los proyectos, todo, queda paralizado. El camino se ha convertido en un callejón sin salida. Todo lo que ayer tenía importancia y trascendencia, hoy ya no la tiene. Alguien, en aquel momento final, delante del que está de cuerpo presente, dirá la frase ritual: “no somos nada”.
Morir forma parte de la vida. La acompaña, pero no es su amiga. Todo lo contrario. Si la vida es luz, la muerte es oscuridad; si la vida abre puertas, la muerte las cierra. Por tanto, todo ser viviente se rebela contra la muerte. No la acepta como un final lógico y necesario de la vida. La experimenta como una herida traumática, antinatural, alienante. Nosotros también lo vivimos así, excepto en aquellos casos en que la vida se hace demasiado fatigosa. Cuando la vida se hace tan insoportable que la muerte viene a ser una liberación.
Para mi, cristiano, la perspectiva de la muerte no me angustia. Puedo mirar hacia el futuro sin miedos. Es cierto que el pensamiento de dejar la vida produce un vacío en el fondo del corazón y una amargura en la boca. No estamos hechos para la muerte y nos repugna. Es el hecho y el dolor que la acompaña. Pero Cristo me enseña a superar esto. La última experiencia de la vida puede ser la primera experiencia del mundo nuevo.
Jesús me enseña que la muerte, a pesar de ser el final de un camino, puede ser una puerta abierta a un nuevo futuro. El vivió mi vida y murió mi muerte. Pero lo hizo en la esperanza y la seguridad de la acción de Dios que retorna los muertos a la vida. Sus última palabras en la cruz son signo de un camino que yo sigo: “en tus manos encomiendo mi espíritu”. En aquella hora final se han acabado los miedos, las tinieblas, la tensión de la muerte. Aparece a luz, la vida y la esperanza. Esta es también la experiencia del salmista, ya en la última hora de su vida: “Y ahora, Señor, ¿qué esperaré? Tu eres mi esperaza” (Sl 39,7).
Y es en esta esperanza que yo vivo. No lo tengo todo claro ni tampoco tengo todas las respuestas, pero puedo decir con voz bien alta que creo en la vida y porque creo en ella –como algo más que una causalidad en un mundo de casualidades- creo en la resurrección. Escuucho –y esto me da fuerzas- la palabra de Jesús “Yo soy la resurrección y la vida. Quien cree en mi, aunque muera, vivirá. Todo aquel que vive y cree en mi, no morirá para siempre”
Y Jesús acaba diciendo: “¿Lo crees esto?” (Jn 11,25)
Enric Capó
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