Mt. 12: 46-50
A veces salgo a caminar por el Canal Imperial con
algún amigo. A veces aprovecho que alguien me está escuchando para quejarme,
para hablar de mis dolores, para señalar las nubes grises que hay en el
horizonte de mí fe. Pero mi amigo insiste en hablar del sol.
Qué duras e incomprensibles resultan esas
palabras que Mateo pone en labios de Jesús, también citadas, casi textualmente,
en los evangelios de Lucas y de Marcos. La misma idea aparece en otros párrafos
de los evangelios sinópticos, donde Jesús dice haber venido a traer
enfrentamientos entre hijo y padre, hija y madre, nuera y suegra, etc. En
fin, una especie de apocalipsis para las relaciones familiares tal como las entiende nuestra cultura.
Pero este capítulo junto con el anterior lo que
intentan es decirnos la oposición que encuentra Jesús en su ministerio público. La exigencia de romper vínculos de sangre y con
la tierra aparece constantemente en el Antiguo Testamento. Desde Abraham,
llamado a dejar el país de Ur, a Moisés, criado fuera de su familia hebrea, a los
judíos, obligados a vagar durante cuarenta años por el desierto antes de llegar
a la tierra prometida, sin olvidar el exilio en Babilonia y las numerosas
diásporas. Son muchas las vivencias de destierros y migraciones, con sus luces
y sombras, que hoy siguen estando presentes en el mundo que conocemos.
Con este pasaje en la mano, alguien como Agustín de Hipona, podría
afirmar que Jesús valoraba mucho más el parentesco del alma que el de la carne
y que es más importante para María haber sido fiel discípula de Cristo que
haber sido la madre de Cristo. Pero les invito a que hagan una lectura más
profunda, una lectura donde de ningún modo se desvalorice a María ni a la
familia, sino una lectura para que los discípulos entiendan que no sólo cuentan
los lazos de sangre, pues si así fuera estaríamos todos excluidos de la familia
de Dios, sino que cuentan también y mucho el ser un discípulo. Ser un santo de
nuestros días.
Hoy en día hablar de santidad resulta poco
menos que chocante para la sensibilidad contemporánea, tan ocupada en temas más
importantes. Lo urgente de nuestros días ha relegado la santidad al campo
de lo mítico e incluso de lo anecdótico. De
hecho ya nadie recuerda el significado originario de la palabra santidad. Y de
los santos que hablamos son los que aparecen como seres de leyenda,
cuyas pálidas imágenes adornan los oscuros rincones de muchas capillas y
catedrales.
Para muchos bautizados el tema de la santidad
se presenta no menos que como un horizonte lejano y ajeno, como un ideal muy digno, pero totalmente
inalcanzable. En nuestro cristianismo existe una profunda veneración y respeto hacia aquellos hombres y
mujeres que hicieron de su vida cristiana un testimonio heroico. les llamamos héroes de la fe; pero también
se les percibe como un grupo de elegidos, una suerte de aristocracia espiritual
para quienes están exclusivamente reservados los más altos montes donde habita el sr. Dios. ¿Y nosotros qué? ¿Podemos ser santos?
¿Qué decimos cuando proclamamos, si es que alguna vez lo hacemos?: creemos en la
comunión de los santos Pues estamos diciendo a los cuatro vientos dos cosas:
queremos caminar con Dios y queremos estar cerca de nuestros hermanos. Y es que
nos hemos creído cuando la Palabra de Dios dice en Hebreos 12: 14: sin santidad
nadie verá a Dios.
Pero en un mundo con nubes grises en el cielo y
noticias de división y luchas entre hermanos nosotros, esta noche y aquí
establecemos una señal: hablamos del sol que saldrá mañana entre los Pinares de
Venecia. Hablamos de buenas noticias. Compartimos lo que Jesús está haciendo
con nosotros. Oramos juntos, sabiendo que allí donde hay dos o tres reunidos en
el nombre de Jesús, él está presente.
Esos que hablan del sol mientras caminan bajo un
cielo nublado son los santos de nuestros días. Esos, que a pesar de los espinos
y las ortigas hablan de la esperanza son los santos de este tiempo. Necesitamos
gente así. Aquí y ahora.
Augusto G. Milián
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