Nunca diremos que nuestra iglesia es la única verdadera. Hay demasiadas
que lo dicen. Hay demasiada gente que pretende ser poseedora de la
verdad absoluta para que nosotros también lo hagamos. Esta es una
característica de las sectas o de las actitudes sectarias, de la que hay
tantas en nuestra sociedad. Nuestras cosas, por ser nuestras, nunca son
totalmente verdaderas. Sólo podemos aspirar a ser aproximaciones a la
verdad, sin ir más allá. Por tanto, cuando hablamos de nuestra iglesia,
hablamos de aquellos que hemos sido llamados, en esta comunidad, a ser
seguidores de Aquel que sí es la verdad y, todavía más, el Camino y la
Vida.
La verdad nunca la poseemos. Podríamos decir que ella nos posee,
en el sentido de que nos cautiva y nos invita a buscarla con todo el
corazón. En nuestra comunidad, como en aquellas tan conocidas del
Apocalípsis, El, Jesús, es el Testigo fiel y verdadero. Seguirlo a El es
nuestra tarea y nuestra voluntad, aunque en este camino no todo son
rosas ni victorias y, a veces, las tentaciones y las tribulaciones del
mundo presente nos hacen tambalear.
La Iglesia es, pues, la
comunidad de aquellos que han sido llamados por Jesucristo. Algunas
denominaciones tratan de evitar la palabra iglesia, que es una transliteración de la palabra griega ekklesia
que es la que usa el Nuevo Testamento. Hablan de la Asamblea, que es la
traducción de la palabra mencionada, y esto parece correcto porque el
rasgo a enfatizar es que hemos sido convocados. Cristo nos ha convocado,
uno a uno, paso a paso, con aquella forma personal que tenía de hacerlo
cuando estaba entre nosotros: Sígueme. Y lo hemos hecho. Hemos decidido hacerlo. El nos ha dado los medios y las fuerzas para decir sí y amen a su mensaje salvador.
Ahora
somos discípulos. Los cristianos viejos y antiguos y los nuevos que
entran en la comunión de la Iglesia. Todos nosotros. Unos tendrán más
experiencias que otros, ocuparán lugares de mayor responsabilidad,
tendrán ministerios a desarrollar o habrán descubierto dones del Señor
en su vida que ponen a su servicio. Pero, fundamentalmente, todos somos
iguales: seguidores de Jesús. No somos sus mejores seguidores, pero
queremos serlo. Nuestra tarea es simplemente esforzarnos en el
seguimiento de Jesús y pedirle día tras día la fuerza para hacerlo.
Ninguno de nosotros es verdaderamente importante en la comunidad,
aunque, por otro lado, todos lo somos. Nuestro centro es Cristo, el que
nos precede y nos enseña a vivir.
Ahora bien, ser iglesia
–recordémoslo- es ser comunidad. No somos cristianos aislados que van
por su cuenta y se reúnen el domingo o entre semana para el culto. Hemos
sido convocados por Cristo –ya lo hemos dicho- para que creemos un
espacio de amor y de libertad. Y esto es importante recordarlo. La
Iglesia es, aquí y ahora, el proyecto de Dios para este mundo. No es su
proyecto final. Cuando llegue el fin, se acabe la historia y haya pasado
este mundo, veremos el Reino de Dios: la nueva sociedad presidida por
la justicia y la solidaridad. Es, y será, su Reino. El libro del
Apocalipsis lo llama la Nueva Jerusalén, que baja del cielo. Pero ahora,
en este tiempo presente de lucha, tiempo provisional de la paciencia de
Dios que nos invita al arrepentimiento y a la fe, su proyecto es la
iglesia. No tanto una gran iglesia estructurada universalmente presidida
por jerarquías y con un gran aparato burocrático. El proyecto de Dios
es la comunidad cristiana, la iglesia local, donde primero han de
aparecer los signos distintivos de toda iglesia que tenga a Cristo como
centro y cabeza. Una iglesia católica en el sentido de universal que tiene esta palabra, es decir, abierta a todo el mundo. Una iglesia apostólica,
en el sentido de que en su seno se conserva con fidelidad la doctrina
que ellos, los apóstoles, nos transmitieron y tenemos en la Biblia. Una
iglesia santa. No en el sentido de perfección humana, sino en el
hecho de hacer punto y aparte del camino del mundo para inaugurar uno de
nuevo. Empezar a caminar el camino de Cristo y hacer del seguimiento un
espacio, un camino, una realidad en la que se ponga de manifiesto la
obra transformadora de Cristo en el corazón de los hombres.
Por
tanto, la iglesia y los que la formamos, hemos de tener muy claro que
nos es preciso encarnar el evangelio en la realidad de cada día y que
una comunidad cristiana sólo tiene sentido si en su vida diaria refleja
de alguna forma la realidad hoy intangible, pero segura y cierta, del
Reino de Dios.
Enric Capó
No hay comentarios:
Publicar un comentario