Nuestra comunidad cree que es posible una Cena del Señor abierta. Inclusiva. Pero no nos quedamos sólo en la parte confesional del asunto. Pues no. No sólo creemos, sino que la prácticamos el primer domingo de cada mes.
Cuando los adultos y los niños nos reunimos alrededor de la mesa y uno de nosotros rompe el pan y lo ofrece a los demás creemos que somos restaurados. Que algo cambia dentro de nosotros. Que se abren nuevas ventanas para que entre el viento. Que algunos tabiques son echados abajos y se pintan de colores vivos algunas habitaciones. Y es que somos reformados como individuos y como comunidad. Es como si el Sr. Dios intentara matar a dos pájaros de un tiro con una simple comida. Con un simple pan redondo de un kilo de peso. Con ese pan nuestro de cada día que siempre estamos pidiendo.
Pero en realidad nuestra comunidad está formada por individuos muy heterogéneos. Unos son de aqui, de toda la vida, otros son de allá; también de toda la vida. Algunos somos altos, otros pequeños. Algunos son blanco como el papel, otros negros como el carbón y los otros, bueno los otros somos ese color que se mueve entre el tostado y el marrón descolorido. Pero nuestras historias personales tambien son diversas. Como lo son nuestras tradiciones familiares. Nuestros dolores. Nuestras risas.
Y a pesar de todo esto, llega un momento en nuestra celebración dominical que nos olvidamos de los colores, de las ideas, de las edades y de la cantidad de cosas que atesoramos en casa y nos transformamos en una entidad que se quiere y se cuida, que se emociona, que reflexiona, que se aprieta las manos y se mira con compasión. Y todo eso, cuando la familia come pan.
Como vereís el pan puede ser un alimento peligroso. No se trata de magia. No. El pan sigue siendo pan. El de toda la vida. Ese que contiene trigo molido, agua, sal y levadura. Pero hay algo, poderoso e invisible, que se hace presente y nos calienta el corazón cuando nos reunimos alrededor de la mesa. Nosotros creemos que se trata de Dios Junior.
Augusto G. Milián.
Cuando los adultos y los niños nos reunimos alrededor de la mesa y uno de nosotros rompe el pan y lo ofrece a los demás creemos que somos restaurados. Que algo cambia dentro de nosotros. Que se abren nuevas ventanas para que entre el viento. Que algunos tabiques son echados abajos y se pintan de colores vivos algunas habitaciones. Y es que somos reformados como individuos y como comunidad. Es como si el Sr. Dios intentara matar a dos pájaros de un tiro con una simple comida. Con un simple pan redondo de un kilo de peso. Con ese pan nuestro de cada día que siempre estamos pidiendo.
Pero en realidad nuestra comunidad está formada por individuos muy heterogéneos. Unos son de aqui, de toda la vida, otros son de allá; también de toda la vida. Algunos somos altos, otros pequeños. Algunos son blanco como el papel, otros negros como el carbón y los otros, bueno los otros somos ese color que se mueve entre el tostado y el marrón descolorido. Pero nuestras historias personales tambien son diversas. Como lo son nuestras tradiciones familiares. Nuestros dolores. Nuestras risas.
Y a pesar de todo esto, llega un momento en nuestra celebración dominical que nos olvidamos de los colores, de las ideas, de las edades y de la cantidad de cosas que atesoramos en casa y nos transformamos en una entidad que se quiere y se cuida, que se emociona, que reflexiona, que se aprieta las manos y se mira con compasión. Y todo eso, cuando la familia come pan.
Como vereís el pan puede ser un alimento peligroso. No se trata de magia. No. El pan sigue siendo pan. El de toda la vida. Ese que contiene trigo molido, agua, sal y levadura. Pero hay algo, poderoso e invisible, que se hace presente y nos calienta el corazón cuando nos reunimos alrededor de la mesa. Nosotros creemos que se trata de Dios Junior.
Augusto G. Milián.
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