viernes, 5 de julio de 2013

A comenzado el tiempo de abandonar las catedrales.

Son muchos los que afirman que los cristianos estamos en una situación de caos religioso, de manera que la solución sería retornar de manera fundamentalista a posturas (¿imposturas?) antiguas, en las que todo se resuelve desde arriba. Se trata de un fenómeno explicable:
Cuando han caído las antiguas referencias sociales y eclesiásticas, y no se han cumplido las promesas de paz y concordia que la Ilustración y el mismo cristianismo oficial habían ofrecido, muchos sienten la necesidad de refugiarse en modelos fuertes de seguridad, simbolizados en la imagen de una catedral, donde todo está en orden, con un religión jerarquizada y acciones reguladas desde arriba.
Pues bien, pienso que ha llegado el tiempo de abandonar esa catedral llena de seguridades, para iniciar el camino de Jesús desde el bazar de la vida.
Las catedrales son hermosas para desarrollar una religiosidad jerárquica, una liturgia sagrada, donde la obediencia es el pilar fundamental; pero este modelo corre el riesgo de impedir la creatividad espiritual.
Sin negar el valor artístico e histórico de las catedrales, quiero decir que la comunidad de Jesús debería parecerse más al bazar de los mil intercambios de la vida, como en los antiguos atrios de las iglesias, donde mujeres y hombres hablaban y se comunicaban experiencias y aprecios.
La universalidad cristiana sólo es posible donde todos se miran y encuentran de modo directo, pues los temas de la vida no están hechos y resueltos de antemano (ni pueden resolverlos otros), sino que se van resolviendo a medida que los creyentes se dan y reciben la vida (Mateo 25, 31-46).
Este zoco o mercado de la iglesia es un lugar donde nadie triunfa ni se impone, pues no existe nadie o nada que domine por encima de los individuos, ni siquiera Dios, pues no es dominio sino servicio y Vida infinita, que actúan en cada uno, haciéndolos capaces de comunicarse de un modo personal.
Jesús no vino a imponer sobre los creyentes el imperio de una ley sagrada mejor que las anteriores, ni a proclamar un talión universal (como principio de juicio), sino a ofrecer su vida creadora y recreadora, para que en ella vivamos y creamos (y creemos, del verbo crear…).
En una iglesia-catedral no se puede crear, porque todo está ya construido con piedras pesadas, todas en su sitio e inamovibles. Hasta su reforma es complicada, pues mover una de sus bases significaría el riesgo de que todo se caiga por su propio peso. Hay que recuperar la imagen de la iglesia-bazar, o iglesia-atrio, en la que la comunicación entre los creyentes, y entre éstos y el Espíritu de la Creatividad de Dios, convierte a la comunidad en un organismo vivo, lejos del anquilosamiento y el fijismo de la catedral, que crea y recrea situaciones dinámicas, y aporta soluciones a los problemas que surgen. Es decir: una iglesia-comunidad en la que todos son igualmente libres, y todos igualmente responsables.
Juan Ramón Junquera.

2 comentarios:

  1. Gracias por compartirlo, amigos. Es una bendición haberos conocido. Abrazos en nuestro común Jesús.

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  2. En estos tiempos difíciles buscamos un fundamento que dé solución a nuestro caos. Hay dos tentaciones que siempre surgen en situación de inseguridad. Una tentación consiste en creer que la causa de nuestros problemas radica en nuestras estructuras, bien por rígidas, bien por permisivas, o por obsoletas. Esta es una manera de localizar el mal en nuestra parte más externa. Nuestras estructuras no son lo intrínseco de nosotros, sólo son nuestra geometría operativa y la piel que ofrecemos a los ojos de afuera. Con un poco de maquillaje o, como mucho, cierta cirujía estética local resolveríamos nuestros complejos y además creceríamos en popularidad. Esta postura es muy ingenua, pero la tentación toma su fuerza porque es postura cómoda, atractiva y, sobre todo, porque siempre hay nuevos arquitectos dispuestos a inmortalizar su proyecto de nueva catedral, sea ésta del ámbito que sea.
    La segunda tentación que se nos va a insinuar es de un calado más profundo, y no nace de las entrañas de la comunidad. Se trata de renovar el propio fundamento. Nos asusta ser pocos. Nos sentimos pequeños al comprobar lo implacablemente bien que el mundo gestiona la información, la técnica y la ciencia. Nos impresiona la fuerza con la que las voces de afuera reclaman sus derechos, exigen una república igualitaria en todos los aspectos de la vida. Nos desarma contemplar que las multitudes pero también las élites preclaras del planeta manifiestan su exigencia de un discurso y de una su verdad con tanta convicción que parecen bien capaces de derogar incluso alguna ley de Dios. No sólo ha de abdicar cualquier autoridad que no reciba su consentimiento en plebiscito; es que incluso el propio Dios tiene que rebajarse al nivel estándar ni no quire ser expulsado por la mayoría. El lema es: "Por un nuevo fundamento". ¿Qué es lo que quiere la gente? Pues démoselo. Que todos los hobres son buenos. Que todas las religiones llevan a Dios. Que el hombre decide soberanamente. Que el infierno no exista ya; infierno abolido. Que no haya verdad ni absolutos. El único absoluto será la relatividad de los designios del corazón humano. Que menos teología y más libertad para imaginar estilos de vida. Que hagamos un nuevo fundamento, que unifique las aspiraciones de todo ser humano, porque nadie ha de decirnos que somos caídos. Y tras colocar al hombre como nuevo fundamento, hágase la catedral más alta que ninguna criatura haya jamás alzado; no con estructuras arquitectónicas sino con esquemas de pensamiento bien conformes a la exigencia del siglo que entra con pie tan firme.
    Y de paso hagámonos una catedral ideológica tan alta que llegue hasta el cielo.
    Por si fuéramos esparcidos.
    Yo me niego a alistarme en esta loca cruzada. Aunque las olas son altas y el ruido es casi ensordecedor, estamos llamados a caminar sin temor. O con él.
    Nadie podrá derribar el fundamento en el que caminamos, vivimos y creemos.
    Ni siquiera nosotros mismos.

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