Juan
21, 1-14
Parece que Juan ha terminado
su Evangelio. Y lo que narra al final es el encuentro de Jesús con algunos de sus
compañeros en la mañana de Pascua. En
este encuentro, Juan resume la esencia de su mensaje. Jesús es
capaz de pasar a través de puertas cerradas para ofrecer su paz y para inspirarnos con su
Espíritu.
La historia que
habíamos leído anteriormente de Tomás indica, todavía, que la fe que Juan
quiere suscitar en sus lectores, nunca está libre de la duda. Después, llega lo
que aparentemente es el final, muchas
cosas podrían ser dichas; las que fueron dichas lo fueron para que vosotros
creáis.
El capítulo 21 es
como un suplemento al Evangelio de Juan. La primera escena parece muy simple y
hermosa a primera vista. No sólo somos escogidos por Cristo, sino que también
somos alimentados. El nos recibe en la orilla cuando regresamos cansados y
frustrados de nuestro trabajo para darnos nuevos ánimos, nos ofrece un
desayuno.
Pero podemos hacer
otras miradas. Podemos mirar los detalles. Jesús llama a cinco discípulos por
sus nombres. ¿Por qué esos? ¿Y los otros? Los hijos de Zebedeo, por ejemplo, no
aparecieron en el texto hasta ahora. Tampoco se menciona al discípulo amado que
mientras tanto juega un rolo tan importante en el Evangelio. Pero están Pedro y
Tomás. Pienso que lo que une, por lo menos, los tres primeros, Pedro, Natanael
y Tomas, es que ellos dudaron e hicieron una confesión de su fe en Jesucristo,
como Salvador y Señor.
Con eso, a mi manera
de ver, Juan ya indica su interés principal en ese texto: de prevenir, a sus
lectores, de un malentendido peligroso y la de pensar que la fe en la resurrección
de Cristo lleva a una vida triunfal, a una caminada de victoria en victoria. Pero
no. La realidad es otra. La vida de la fe es y es portadora, también, de dudas.
Tiempos de gran confianza suceden a
tiempos de poca certeza, de confusión – algo que todos y todas que caminan con
Jesús podrán confirmar. Juan no quiere que los cristianos estén tentados a
creer que se puede maquillar la vida cristiana.
Por eso, Juan juega
con otros contrastes que, al mismo tiempo son equívocos en su texto: Entre la
noche y el albor de la madrugada. Entre el no reconocer y el conocer. Entre el
fracaso y el éxito milagroso de la pesca.
Pero Jesús les está
esperando en la orilla del lago. Y los acoge. Tiene el fuego encendido. Y hay
un pescado para desayunar. Pero no los acoge como adultos. Les da el
tratamiento de niños. Hijitos.
La palabra aquí
utilizada, en griego, significa niños pequeños.
Son aquellos que aún dependen de sus padres, no hijos e hijas adultas,
independientes. Esta denominación va contra nuestras aspiraciones de autonomía.
De independencia.
Si, en la orilla del
lago Jesús ha preparado el desayuno. Hay brasas. Y este es un detalle que no se
nos puede pasar por alto. Es un detalle muy extraño, pero importante. Dos veces
en su Evangelio, Juan menciona explícitamente las brasas. Primeramente, hay brasa
en el patio del sacerdote Caifás, donde Pedro niega tres veces conocer a Jesús. Y hay brasa ahora, en la
orilla del lago.
Quizás podamos a
partir de ahora tener un nuevo símbolo de Resurrección: las brasas. Las brasa
del perdón. La brasas de la purificación. Las brasas que nos quitan el pecado
que tan fácilmente se pega a nosotros como una sanguijuela.
Y al final, antes
que acabe el capítulo hay una anotación de Juan interesante. Dice que ninguno preguntó. En su discurso de despedida, Jesús anuncia que ya no tendremos preguntas.
Y es que el encuentro con el Resucitado nos permite entrar y ver algo de lo que
es la vida eterna. Si, definitivamente, delante de Dios no tendremos más
preguntas. Y es que El es la respuesta a todo.
Benedic Schubert
Pastor
Peterskirche Basel
Zaragoza, 14 Abril, 2013
No hay comentarios:
Publicar un comentario