miércoles, 8 de mayo de 2013

Amanecer en el lago



                                                                                                           Juan 21, 1-14

Parece que Juan ha terminado su Evangelio. Y lo que narra al final es el encuentro de Jesús con algunos de sus compañeros  en la mañana de Pascua. En este encuentro, Juan resume la esencia de su mensaje.  Jesús  es capaz de pasar a través de puertas cerradas para  ofrecer su paz y para inspirarnos con su Espíritu.
La historia que habíamos leído anteriormente de Tomás indica, todavía, que la fe que Juan quiere suscitar en sus lectores, nunca está libre de la duda. Después, llega lo que aparentemente es el final, muchas cosas podrían ser dichas; las que fueron dichas lo fueron para que vosotros creáis.
El capítulo 21 es como un suplemento al Evangelio de Juan. La primera escena parece muy simple y hermosa a primera vista. No sólo somos escogidos por Cristo, sino que también somos alimentados. El nos recibe en la orilla cuando regresamos cansados y frustrados de nuestro trabajo para darnos nuevos ánimos, nos ofrece un desayuno.  
Pero podemos hacer otras miradas. Podemos mirar los detalles. Jesús llama a cinco discípulos por sus nombres. ¿Por qué esos? ¿Y los otros? Los hijos de Zebedeo, por ejemplo, no aparecieron en el texto hasta ahora. Tampoco se menciona al discípulo amado que mientras tanto juega un rolo tan importante en el Evangelio. Pero están Pedro y Tomás. Pienso que lo que une, por lo menos, los tres primeros, Pedro, Natanael y Tomas, es que ellos dudaron e hicieron una confesión de su fe en Jesucristo, como Salvador y Señor.
Con eso, a mi manera de ver, Juan ya indica su interés principal en ese texto: de prevenir, a sus lectores, de un malentendido peligroso y la de pensar que la fe en la resurrección de Cristo lleva a una vida triunfal, a una caminada de victoria en victoria. Pero no. La realidad es otra. La vida de la fe es y es portadora, también, de dudas.  Tiempos de gran confianza suceden a tiempos de poca certeza, de confusión – algo que todos y todas que caminan con Jesús podrán confirmar. Juan no quiere que los cristianos estén tentados a creer que se puede maquillar la vida cristiana.  
Por eso, Juan juega con otros contrastes que, al mismo tiempo son equívocos en su texto: Entre la noche y el albor de la madrugada. Entre el no reconocer y el conocer. Entre el fracaso y el éxito milagroso de la pesca.
Pero Jesús les está esperando en la orilla del lago. Y los acoge. Tiene el fuego encendido. Y hay un pescado para desayunar. Pero no los acoge como adultos. Les da el tratamiento de niños. Hijitos.
La palabra aquí utilizada, en griego, significa niños pequeños. Son aquellos que aún dependen de sus padres, no hijos e hijas adultas, independientes. Esta denominación va contra nuestras aspiraciones de autonomía. De independencia.
Si, en la orilla del lago Jesús ha preparado el desayuno. Hay brasas. Y este es un detalle que no se nos puede pasar por alto. Es un detalle muy extraño, pero importante. Dos veces en su Evangelio, Juan menciona explícitamente las brasas. Primeramente, hay brasa en el patio del sacerdote Caifás, donde Pedro niega tres veces  conocer a Jesús. Y hay brasa ahora, en la orilla del lago.
Quizás podamos a partir de ahora tener un nuevo símbolo de Resurrección: las brasas. Las brasa del perdón. La brasas de la purificación. Las brasas que nos quitan el pecado que tan fácilmente se pega a nosotros como una sanguijuela.
Y al final, antes que acabe el capítulo hay una anotación de Juan interesante. Dice que ninguno preguntó. En su discurso de despedida, Jesús anuncia que ya no tendremos preguntas. Y es que el encuentro con el Resucitado nos permite entrar y ver algo de lo que es la vida eterna. Si, definitivamente, delante de Dios no tendremos más preguntas. Y es que El es la respuesta a todo.

Benedic Schubert
Pastor
Peterskirche Basel
Zaragoza, 14 Abril, 2013

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