Dentro de las múltiples definiciones para etiquetar al hombre
postmoderno hay para todos los gustos: hombre plástico, hombre objeto,
permisivo, despersonalizado, sin cultura, irracional y alienado de sí, errante
en medio de una sociedad que también se encuentra alienada en los más diversos
planos.
Ciertamente, nadie podría regocijarse de estar viviendo una
nueva época que nos ofrece el espectáculo de estar viendo a personas gastando
dinero en comprar píldoras para adelgazar antes que para comprar libros. La
solidaridad y la colaboración ya no prosperan tan fácilmente y todo rasgo
comunitario se abandona, aún pese a que pequeños grupos persisten en ello como
un mínimo estado de referencia.
El hombre posmoderno se ha transformado en un hombre
desvinculado de casi todo aquello que le rodea, totalmente descomprometido
excepto con su televisor y con los diversos productos que consume vorazmente.
En otras palabras, un individuo rebajado a la categoría de un objeto, de una
mera cosa.
En lo general, el hombre posmoderno es un individuo errante que
antes o después se irá quedando huérfano de humanidad. Sin referencias y
completamente desorientado ante las inevitables interrogantes de la existencia
será aplastado por los grandes problemas y por las más mínimas cosas. De ahí se
explica que se le haga difícil soportar o llevar una vida conyugal estable o
asumir con dignidad cualquier tipo de compromiso más o menos serio. Sumido en
una vida familiar que obedece a una cultura que es cada día más nihilista y
donde el hombre va perdiendo sus vínculos hasta con las cosas que les son más
propias, incluso sus familiares más directos. Vivirá solo para sí mismo,
pensando en el placer sin restricciones, enseñanza de modelo que, sin duda,
asimilarán prontamente sus propios hijos.
Su permisividad pasa a constituir es uno de sus rasgos
patológicos más característicos, que va de la mano con su desinterés y
descreimiento. Esta actitud pasiva describe un estado predeterminado del dejar
hacer no importando lo que otros hagan, así se venga el mundo abajo. Con esta
actitud pasiva no posee antecedentes de referencias mínimas, transformándose en
un dato humano aislado de equilibrio inestable, dejándose llevar por los
tirones de las fuerzas encontradas que lo empujan en las más distintas
direcciones.
Su tolerancia es la forma para preservarse en un mundo social
pluralístico en donde todos deben respetarse. Pero esta tolerancia, más allá de
sus principios que pretenden justificarla, representa, ni más ni menos, la
aceptación de todo y de todas las posibilidades de lo real, aunque esta
aceptación perjudique a unos y otros. La actitud pasiva del hombre posmoderno
es solamente el síntoma de una alienación llevada a su grado extremo. Así,
siendo pasivo no se relaciona activamente con el mundo y se ve obligado a
someterse a sus ídolos y a las exigencias de éstos. Se siente, por tanto,
impotente, solo, angustiado. Posee escaso sentido de su integridad y de su
propia identidad. El conformismo parece ser el único recurso para eludir la
angustia intolerable de ya no tener ideas.
El hombre postmodemo vive al compás de las urgencias de las
máquinas, con su utilitarismo y su eficacia, con sus ciudades industriales que
enferman, con sus cultos a la salud y a la belleza, con sus supermercados
frenéticos y sus numerosos espectáculos. En suma, un hombre pos-moderno ávido
de goces intensos, despojado de toda espiritualidad y haciendo culto de la
droga y del sexo, un hombre desamparado en esta sociedad de consumo, a la vez
hastiado y hambriento.
El hombre posmoderno, con su ansia de goce insatisfecho y
consciente de sus propias limitaciones, termina por darse cuenta de que no es
capaz de realizar todo lo que quiere y, le surge, entonces, la necesidad de
mimetizarse en otras referencias. De allí surge lo sobrenatural, lo supremo, en
los que delega la tarea de colmar la fractura entre lo que se desea y lo que se
puede conseguir. Ese Ser Supremo explota en una multitud de creencias totalizante
y de poderes misteriosos que lo guían en su frustración para lograr hacer lo
que él nunca ha podido.
La sociedad sin límites del pensar postmoderno nos ha hecho
olvidar que nos encontramos en este mundo en un estado de transitoriedad y
fragilidad que cada día que pasa se nos hace más patente. El solo hecho de
encontrarnos desprovistos de fines y proyectos y faltos de certidumbres nos
ponen en un punto en que cada uno de nosotros sólo se encuentra viviendo lo
transitorio. Vivir, entonces, nuestros días sin pasado en el cual contemplarnos
y sin futuro en el cual proyectarnos nos hace sentir que los acontecimientos
que se suceden a nuestro alrededor se toman efímeros y, por tanto, la temporalidad
se nos estrecha unilateralmente. Podemos decir que nos encontramos en un mundo
que ha hecho tabla rasa de sus escrúpulos, para convencemos de que las
aspiraciones del espíritu deben dar paso a las necesidades del éxito y del
dinero. No nos queda tiempo para recordar que la humanidad posee una gran
reserva, que es esa gran certidumbre de su evolución espiritual como única
garantía para acercarla a la plenitud de la realización de su sueño. Sin
embargo, las posibilidades do nuestras certidumbres se han visto franqueadas
por la mezquindad de oportunidades, por la indiferencia ante el sufrimiento
ajeno y por el cálculo frío de la medición de las estadísticas que acallan
nuestros espíritus y ensordecen la libre expresión de nuestros ideales. Hemos
olvidado que la humanidad ha dado más avances cuando se ha aproximado a la
verdad con Sócrates, Cristo, Marx o Galileo.
El hombre, que nunca ha sabido tener una seguridad completa
acerca de sí mismo cae en nuestro tiempo en una orfandad del todo insostenible.
La velocidad de los cambios que trae aparejado el desarrollo de la ciencia y la
técnica hacen imposible la comprensión y asimilación del presente inmediato y
un desconcierto en la mirada para atisbar el futuro más inmediato. No pareciera
ser indicio muy promisorio el que la gente se encuentre rechazando la
racionalidad y el conocimiento científico para buscar alternativas que precisan
de una fe ciega que aniquila toda razón.
¿Por qué resulta hoy más fácil creer en lo mágico que en lo
científico? No podríamos estar seguros que se deba tan sólo a la imposición de
la ley del menor esfuerzo. Su razón fundamental es, de seguro, que la humanidad
se encuentra en un estado de incomprensión y desilusión tal, que la hace
perderse a sí misma. Si percibimos que nos encontramos viviendo en un nuevo
mundo que se quiere reconocer como postmoderno y desconocemos, a la vez, lo que
ese mundo es en su esencialidad, entonces, lo que importará saber es, en
definitiva, cuál es el papel que jugamos cada uno de nosotros en medio de todo
este desconcierto. Todo parece indicar que nos hemos convertido en simples
números o en valores de cambio o cualquier otra cosa, pero menos en seres
humanos.
Hernan Montesinos.
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