viernes, 29 de junio de 2012

Dios no condena a nadie.


Si alguno oye mis palabras y no las guarda, yo no lo condenaré  (Juan 12,47). 
No hace falta ninguna sentencia, ningún juicio. El que no cree ya está juzgado (Juan 3,18). ¿Qué necesidad hay de imaginar un Cristo juez? El Cristo de la Capilla Sixtina es un juez en plena actividad, ejecutor él mismo de la sentencia, iracundo, violento. No me convence. La interpretación de Fray Angélico me parece mucho más verosímil (y también más terrible) que la de Miguel Ángel. Pintó un juez que es lo menos parecido a un juez: el Hijo del Dios con la túnica abierta y mostrando mansamente sus llagas. No hace nada, no dice nada. Los pecadores apartan la vista de él y marchan sobre sus propios pasos. Él quiere que todos los hombres se salven (1Timoteo 2,4). No quiere que nadie perezca (2Pedro 3,9). 
Salvación y reprobación no están en el mismo plano, no son acciones correlativas. Aquí quiebra aquella correspondencia o proporción entre el cielo y el infierno. El cielo es un don divino, pero el infierno no es una venganza divina. No son verdades del mismo rango ni pertenecen al mismo nivel. No hay simetría entre una cosa y otra. No hay un doble ofrecimiento de salvación y condenación, como si se tratara de dos destinos parejos. Dios sólo ofrece la salvación, y el hombre puede aceptarla o rechazarla. Los reprobos se apartaron de Dios por su propia voluntad, y seguirán eternamente apartados de Él por su propia obstinación. La persistencia de este rechazo es la que explicaría en última instancia la eternidad del infierno. Si se dice que la gravedad del castigo responde a la gravedad de la ofensa, hay que decir que su duración responde a la duración de la misma. El castigo no cesará nunca porque tampoco va a cesar el pecado. También aquí la explicación parece muy forzada, elaborada artificialmente por esa manía apologética de justificar o excusar a Dios. 
Sin embargo, si aceptamos la posibilidad de una opción libre y absoluta contra Dios, debemos reconocer que el infierno se limita a confirmar esa opción. Lo que llamaríamos alejamiento irreversible de Dios respecto del pecador se debe únicamente a que éste así lo quiso cuando dio carácter absoluto y, por tanto, irrevocable a su ruptura con Dios. En definitiva, aunque parezca extraño, aunque parezca escandaloso, habrá que decir que el pecador continúa en el infierno porque quiere. La puerta del infierno está cerrada para siempre, pero está cerrada por dentro. Esta eterna aversión hacia Dios, eternamente renovada, no deja de ser contradictoria. Por propia voluntad el réprobo se apartó de Él, pero ha quedado herido por la visión de su rostro para toda la eternidad. Herido y fascinado. Ni siquiera allí lo terrible anula lo fascinante. Para que el condenado pueda sufrir por la ausencia de Dios es menester que la valore: hace falta que se sienta atraido por Dios a la vez que rechazado. En correspondencia, él debe experimentar, junto a esa irresistible atracción, un aborrecimiento sólo comparable a ella. Y esta contradicción lo traspasa, lo desgarra. En la medida en que tal atracción pudiera entenderse como una patética forma de amor involuntario, la respuesta divina no sería un gesto de cólera, sino algo peor, un rehusarse desdeñoso: No os conozco.
 José M. Cabodevilla.


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