Nosotros [los satisfechos] no necesitamos creer. Somos los que damos por supuesto que lo que importa es amar, ser buena gente, que es mejor dar que recibir. Y algo de cierto hay. Sin embargo, eso que damos por supuesto salta por los aires con la irrupción del mal […] Cristianamente, creer es anunciar que hay vida tras la catástrofe. Y la hay porque ha habido vida después de la muerte: […] ―He recibido el perdón de mi víctima‖… Sólo los salvados pueden creer. Y creer es también anunciar. Por eso, la acción cristiana es una respuesta a la redención, no una ascesis que pretenda alcanzar la pureza de una vida simple. Sin la experiencia de haber sido salvados, la acción cristiana no es diferenciable de una buena acción, de un compromiso moral. El cristianismo no es una ONG. Josep Cobo
En esta segunda ponencia intentaré plantear de qué manera podemos articular lo que se nos anuncia en el evangelio de la gracia en un mundo sin Dios. Es decir, hablaremos de lo que podría significar que profesemos al Dios que se anuncia en ese evangelio. Una vez que hemos considerado brevemente las dos preguntas previas (dónde estamos y dónde está Dios, es decir la cuestión del mundo y del Dios que se revela en el crucificado), podemos abordar el contenido de lo que cristianamente se profesa respecto a Dios.
Y una profesión de fe no puede sino consistir en la palabra y la acción que tienen lugar en ese anuncio del evangelio. Veremos, por tanto, el significado de la palabra y la acción que el cristianismo profesa, cuando afirma que Dios se ha revelado en el Cristo crucificado y cómo esa profesión puede tener lugar en el mundo de nuestro siglo.
0. Partimos del silencio de Dios
Si lo planteado en la ponencia anterior es medianamente acertado, o se puede considerar como propio de la revelación bíblica, entonces tendríamos que partir de un lugar diferente a lo que plantea la religión, puesto que:
La religión es la legitimación suprema del sentido […] la religión, desde el punto de vista de la sociología religiosa, se presenta como legitimación suprema del sentido. Por cuanto el sentido mismo tiene función legitimadora, la religión aparece como el sentido del sentido, como ―sentido supremo‖ […] El sentido debe hacer posible, además, la capacidad de acción del hombre [… el hombre moderno] es contemplado como […] actor, como hacedor, como actuante: Yo soy mi acción. Por el contrario, la doctrina cristiana de la justificación concibe al hombre como aquel que no es capaz de hacer absolutamente nada por su salvación.2
Eberhard Jüngel señala que, a diferencia de la religión, la fe cristiana no es una respuesta al sentido, al menos no primordialmente, y tampoco consiste en ofrecer un sentido alternativo para la vida en el mundo: algo así como ―esta vida tiene sentido en función de la vida en el más allá‖ o, visto de una manera más progre, considerar la fe cristiana como ―la utopía que nos llama a construir un mundo mejor‖, lo cual es necesario y es importante, pero eso no es lo propiamente cristiano.
¿De qué va entonces la fe cristiana? Va de la verdad, pero de la verdad entendida en el sentido bíblico, es decir como aquello que acontece y que tiene una capacidad de transformación, la de dar vida donde no la hay. Pero si hablamos de dar vida es porque lo que nos encontramos es otra cosa: la realidad de la muerte y, por tanto con el poder efectivo del mal en el mundo. Y el mal en su efectividad (no sólo su banalidad) es lo que hace que todas las religiones se estrellen y se muestren como nuestro fracaso cuando queremos hablar de Dios, porque ―la religión, en la medida en que ofrece una respuesta en nombre de Dios a estos dos interrogantes –por qué el mundo, por qué el mal–, termina por falsear la experiencia misma de Dios. […] La religión, inevitablemente, toma el nombre de Dios en vano al hacer de Dios un objeto de una cierta experiencia o saber‖.3
Partimos, hablando desde la fe bíblica, más bien de la ausencia de Dios o, si se quiere, de una presencia que sólo se comprende en su silencio. Y este silencio nos lo hace reconocer la misma palabra revelada, pues ―Dios está en la palabra [en su Palabra] presente como ausente‖4. Este punto de partida problematiza necesariamente lo que se considera una experiencia religiosa, que más bien tiene que ver algo ilusorio, con la conexión a una presencia divina que opera como:
2 Cf. Eberhard Jüngel, El evangelio de la justificación del impío como centro de la fe cristiana. Estudio teológico en perspectiva cristiana, Salamanca: Sígueme, 2003, pp. 300–302, énfasis original. 3 Cf. Josep Cobo, en Javier Melloni y José Cobo, Dios sin Dios…, op. cit., p. 115. 4 Cf. Eberhard Jünel, Dios como misterio del mundo, Salamanca: Sígueme, 1984, p. 242, énfasis original.
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…un ―dios tutelar‖. Esto se ve claramente en una película como La guerra de las galaxias. La saga de Lucas es lo más cercano que podemos tener hoy en día a la antigua experiencia religiosa. El protagonista nace de una virgen fecundada por la fuerza. El sentimiento de pertenecer a algo más elevado está presente en toda la historia. Existe el lado oscuro de la fuerza, así como también el sabio, el que conoce el secreto de la fuerza. El ―que la fuerza te acompañe‖ no dista mucho del ―que el Señor te acompañe‖. Hoy no podemos ser genuinamente religiosos porque ya no nos podemos tomar La guerra de las galaxias en serio. Es como si el sentimiento básico del homo religiosus solo pudiera sobrevivir modernamente en los mitos fantásticos. Como si estos mitos fueran el repositorio de la antigua sensibilidad. Y esto es ya, de por sí, un síntoma de nuestra situación como hombres y mujeres modernos.5
Me parece importante señalar que el silencio, o la presencia de Dios como ausencia, es un punto de partida de la misma revelación bíblica. No se trata de un planteamiento que venga del ateísmo, que proclama el dato de la no existencia de Dios, en lo cual tiene razón y, sin embargo, se equivoca al confundir el dato con la realidad. Tampoco se trata del fracaso de la teodicea, que ha construido un Dios lleno de atributos de plenitud y, con todo, ha fracasado ante la imposibilidad de un Dios omnipotente e incapaz de responder al problema del mal.
El silencio del que partimos es lo que afirma la revelación bíblica desde los relatos de creación y se puede rastrear en el Antiguo Testamento. En efecto, ya desde Génesis la revelación bíblica desdiviniza todo lo que existe (desde el lenguaje mítico, el Génesis desmitifica el mundo) y habla del Dios del séptimo día, es decir el Dios que está en el tiempo como el final de los tiempos, es decir como promesa. Es el silencio que se le antepone al profeta Elías, en el monte Horeb frente a todas las expresiones teofánicas (1 Reyes 19), cuando se lamentaba de la desolación que le rodeaba, impotente ante el poderío de los Dioses cananeos y la infidelidad de Israel. Es también el silencio que rodea toda la experiencia de Job, delante de un Dios que brilla por su ausencia delante del sufrimiento del inocente.
Frente a todo este silencio, en el sentido de una presencia de Dios como ausencia, ha dicho Metz que ―en el Israel bíblico nos encontramos con un pueblo que parece incapaz de dejarse consolar o calmar con mitos o ideas‖6. Metz dice que el Dios bíblico es el Dios que adviene, que está por venir, que se da como promesa y esto pone todo el acento, no en el espacio, sino en el tiempo.
5 Cf. Josep Cobo, op. cit, p. 117. 6 Cf. Johann Baptist Metz, Memoria passionis…, op. cit., p. 132.
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Pero lo más asombroso de ese silencio, desde la revelación bíblica, lo hallamos en el relato del evangelio, cuando Jesús de Nazaret ora en el Getsemaní, clamando a su Padre en la hora más oscura. Desde la enjundiosa investigación de Joachim Jeremías es bien sabido que la palabra abba, que es una palabra infantil que significa papá, expresa una gran intimidad con Dios7. Joachim Jeremías ha querido demostrar que este logia de Jesús expresa el núcleo de la fe en Dios que era la fe de Jesús8. Se ha señalado que el único pasaje donde la palabra abba está puesta en los labios de Jesús es en el Getsemaní, en el evangelio de Marcos (14, 36). Y precisamente en dicha situación:
¿Qué le pide Jesús a su papá? Recordad que Jesús es el hombre que venía de Dios, que contaba con Dios, que creía que Dio estaba de su lado. Lo que le pide ahí es, precisamente, un sentido: ―Dime que lo nuestro es verdad‖ ¿Y qué escucha? Absolutamente nada. Qué fácil hubiera sido decir: ―Tu muerte tiene sentido, redimirá a los hombres.‖ No escucha esto, como tampoco escucha: ―Tranquilo, al tercer día nos veremos.‖ Jesús muere como un abandonado de Dios. Y me parece que esto es muy serio, pues de desde este silencio que cristianamente decimos que no hay otro Dios que el que muere en esa cruz. Si cristianamente podemos reconocer a Jesús de Nazaret como el Señor es, precisamente, porque nada de Dios se da con Dios mediante.9
De este silencio, o mejor dicho, de esta ausencia que nos deja perplejos, partimos para profesar una palabra y una acción que nos resulta posible solamente desde el evangelio de la gracia, o como lo dice Jüngel, desde el evangelio de la justificación del impío. Sólo en base a éste evangelio se pueden configurar la palabra y acción de la fe cristiana.
1. La palabra que profesamos es la palabra de la cruz
La profesión de fe que hacemos tiene, necesariamente, un contexto polémico. Esto significa, llanamente, que al profesar la fe cristiana el mundo nos odia (Jn 14, 18ss). Es por eso que siempre se tiene que ir con cuidado al intentar salir de la marginalidad de minoría protestante hacia el reconocimiento público, porque en la medida que se logra ese reconocimiento, es posible que ya no estemos profesando la misma fe, aún cuando se mantenga el ropaje o la cáscara de la identidad protestante.
Se puede decir que el cristianismo subsiste, y ha subsistido, de las componendas y de los ajustes frente a las exigencias de la sociedad, que se 7 Cf. Joachim Jeremias, Abba y el mensaje central del Nuevo Testamento, Salamanca: Sígueme, 1981, pp. 37 – 73. 8 Ibid, p. 72. 9 Cf. Josep Cobo, op. cit., p. 122.
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orienta más a su existencia que al testimonio al mundo del evangelio de la gracia. Sin embargo, cuando se trata de aquello que tiene una importancia radical, de aquello en lo que se juega todo (y por eso la confesión de fe se articula en el testimonio de los mártires, de los reformadores, de la iglesia confesante) entonces no podemos conformarnos con esas habilidades de adaptación, al precio de errar en lo fundamental, de perder ese todo que se juega en la profesión de nuestra fe.
Porque el todo que se juega es la identidad de Dios. ¿De qué Dios hablamos cuando profesamos la fe cristiana? Y, asimismo, ¿de qué Dios testificaremos en un mundo líquido, secular, parcialmente ateo y exigido por los nuevos Dioses10? Con los reformadores, decimos que se trata del Dios que hace justo al impío por medio de la palabra de la cruz. Y esa es la palabra que profesamos, la palabra de la cruz. Intentaré explicitarla, para nosotros, hoy, con respecto a tres términos: acontecimiento, pecado y alteridad.
La palabra de la cruz acontece en el mundo
Nos equivocamos cuando comprendemos las doctrinas desde sí mismas, como formulaciones indiscutibles, olvidando que son lenguaje que pretende responder a un acontecimiento y que, si bien está de por medio la experiencia, lo decisivo está en otro lugar. En otras palabras, una doctrina cristiana es pertinente con respecto a nuestra experiencia, pero sólo puede ser verdadera con relación a lo que quiere hacer inteligible.
Esto pasa con la doctrina reformada de la justificación del pecador, que no se explica meramente como la experiencia de Lutero (o de los reformadores), que fuera tan impactante como para convertirse en el ―artículo con el que la iglesia se mantiene en pie y se derrumba‖ (articulus stantis e cadentis ecclesiae)11. No fue su experiencia, la de Lutero, sino el acontecimiento o, mejor dicho, la palabra de la cruz que aconteció en el mundo, lo que hace verdadera la doctrina evangélica de los reformadores.
El libro de Eberhard Jüngel ya citado (El evangelio de la justificación…) es muy valioso y nos ayuda a comprender la centralidad de esta doctrina. En el pasado Sínodo del año 2007 el profesor Juan Sánchez presentó una estupenda 10 Como vimos en la ponencia anterior, estamos en un mundo líquido pero en un sentido que ha pervertido la flexibilidad para afinar los mecanismos de explotación en el ―homo competens‖ (Bauman, lo dijimos, usa el relato del Faraón del Éxodo bíblico que acusaba de holgazanes a los esclavos hebreos); estamos en un mundo secular donde las creencias (y las no–creencias) son posicionamientos individuales y problemáticos que no se sujetan a nada radical (se puede creer, o no, pero siempre se tiene que seguir de largo y confiar en las propias capacidades); estamos en un mundo donde el ateísmo puede hallarse ―como en casa‖ y, sin embargo, no se comprende bien que no todo mundo es capaz del ―verdadero ateísmo‖ (la capacidad de vivir cada instante, siempre, sin buscar ningún significado ni esperando sentido alguno, porque no lo hay); pero lo que expresa mejor la injusticia del mundo sea la forma religiosa del capitalismo, donde el gobierno del dinero tiene toda la pinta de una auténtica deidad que exige sumisión. 11 Cf. Eberhard Jüngel, El evangelio de la justificación del impío…, op. cit., p. 37ss.
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ponencia (―Justificados por gracia. La justicia: un impulso apremiante hacia el otro‖) que sigue el libro de Jüngel y yo les pedí que la re–leyeran para esta Pastoral. Quiero hacer dos comentarios de lo que dice Juan Sánchez con respecto a la ―justicia de Dios‖, uno positivo y el otro crítico. Primero el positivo: me parece totalmente acertado que Juan Sánchez nos diga que el concepto de ―la justicia de Dios‖ que Pablo enseña en la carta a los Romanos (y que Lutero descubre en el verso 1, 17) no se refiere a una justicia punitiva, referida a un juez que tiene que aplicar la ley como la condenación que le corresponde al pecador. Esto lo dice claramente Jüngel:
Dios sería justo en su comportamiento con el hombre, si recompensara al hombre justo y, por contrario, castigara al hombre injusto […] esta comprensión de la justicia, por la cual Dios mismo es justo, significaría necesariamente que el hombre habría de experimentar al Dios justo como un Dios castigador, como un Dios encolerizado. Pero es así precisamente como no hay que entender los enunciados paulinos centrales acerca de la justicia de Dios […] ―el concepto paulino… no significa nunca justicia punitiva‖.12
Esta aclaración es importante para evitar, por ejemplo, el planteamiento de aquellos folletos de evangelización que hablan del pecador que merece la muerte y que Dios le condena, puesto que Dios es justo, pero que dado que también es misericordioso ofrece a su Hijo en sustitución para redimirnos. Es evidente que tales folletos son una fiel popularización de la explicación de Anselmo de Canterbury (s. XI) sobre la expiación de Cristo, puesto que mantiene a Dios intacto en su honorabilidad, mancillada por el pecado, pero nos deja una idea esquizofrénica de Dios: es misericordioso pero es justo (o al revés), como una especie de Dr. Jackyll y Mr Hyde, pero en divinidad. Anselmo era brillante, pero su argumentación, vista bíblicamente, está equivocada.
Por tanto, muy bien, la justicia de Dios no es justicia punitiva, ni retributiva, pero entonces ¿cómo se entiende? Y aquí viene el comentario crítico a la ponencia de Juan Sánchez, pues me parece que Juan dice algo cierto, pero no dice lo esencial: dice que Dios es justo al hacer justo al ser humano13. Y al decir esto, que es correcto, se deja lo fundamental (lo que no dice): que la manera como Dios realiza su justicia consiste en una gracia que sólo puede entenderse en el crucificado:
Tan sólo en la identidad con el Cristo crucificado, con el Cristo hecho impío por excelencia en su muerte maldita, actúa de tal modo la justicia de Dios, que los hombres que se hacen a sí mismos impíos, son
12 Ibid, pp. 85–86, énfasis original. 13 Dios es justo al hacer justo al otro, es como lo escribe Juan Sánchez.
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justificados (es decir, se convierten en personas que se hallan en consonancia con Dios).14
La palabra de la cruz (1 Cor 1, 18) es el acontecimiento que Lutero descubre como la fuente inagotable de alegría y de gratitud para el pecador justificado, puesto que le permitió advertir que la justicia de Dios no se ha de comprender de manera filosófica ni jurídica (como ―justicia positiva‖, a la Aristóteles, que consiste en dar a cada uno lo que merece) sino como algo totalmente nuevo. Y no se trata simplemente de un nuevo punto de vista (y a mí me parece que Juan Sánchez adopta un nuevo punto de vista, que considera la justicia de Dios como una posición de ―máxima benevolencia‖) sino que se trata de otra cosa, de algo que afecta a Dios mismo y, por tanto, al mundo entero.
Quizá sea útil comentar aquí la parábola del hijo pródigo, de Lucas 15, que precisamente Juan Sánchez usa para ejemplificar ese perdón ilimitado del padre, como muestra de la justicia de Dios que hace justo al pecador. Pero si algo provoca (o debería) en nosotros la parábola es escandalizarnos, pues hace evidente la tremenda injusticia de aquella alegría del padre hacia el hijo que había sido un infame (si se escucha con oídos judíos el relato lleva de escándalo en escándalo) y, sin embargo, es cierto que allí está el perdón incondicional.
Pero nosotros perdemos la dimensión escatológica, que era parte del Sitz im Leben de los textos evangélicos, y que permite reconocer la dimensión del juicio final: los muertos han de resucitar para que todos puedan ser juzgados. Esta dimensión del juicio de Dios está implícita en los reproches que hacen los fariseos y escribas a Jesús, quien comía y se hacía amigo de publicanos y pecadores (Lc 15, 1–2). Visto así, se entiende que el padre le diga al hijo mayor que su hermano estaba muerto y había vuelto a vivir. Es decir que la parábola muestra lo humanamente inadmisible del proceder del padre, lo escandaloso para nuestro tiempo (y para el tiempo de Jesús), pero que sólo se comprende si ocurre en los tiempos finales y ante un Dios que se arriesga al rechazo de la gente de bien. Como lo expresa Josep Cobo:
Para hacernos una idea del carácter humanamente inaceptable del asunto, podemos imaginar al hijo pródigo no como aquél que ha dilapidado su fortuna —la vida que ha recibido— con rameras, sino como quien invirtió su herencia en el negocio, pongamos por caso, del tráfico de blancas. Aquello que resulta inaceptable para el hombre de bien es que el pasado no cuente a efectos del ajuste de cuentas. Como si el mal fuese reparable con la mera conversión del hijo de puta. Pero ¿es que Dios no quiere que hagamos el bien? Ciertamente… en
14 Cf. Eberhard Jüngel, El evangelio de la justificación del impío…, op. cit., p. 104, énfasis original.
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principio. Sin embargo, tal y como han ido las cosas de los hombres, lo que ahora quiere Dios es que todos se salven. Pues ni siquiera el justo —tal es la convicción del profeta— se encuentra justificado ante Dios. Como dice Pablo citando al salmista, en verdad no hay justos. Todos existimos de espaldas a Dios. Esta y no otra es nuestra situación antes de topar con el perdón del Crucificado.15
En suma, la parábola del hijo pródigo apunta, sin resolverlo todavía, a la manera como Dios es justo en su escandalosa identificación con el crucificado, es decir con Jesús de Nazaret, quien es parábola de Dios. Es por eso que se puede decir que ―la predicación cristiana habla de la unidad de Dios con el ajusticiado Jesús de Nazaret. En el crucificado, Dios mismo ha venido al lenguaje […] Precisamente en ese auto–vaciamiento [Filipenses 2], en el que la gloria de Dios se expone a la caducidad en favor del hombre caduco o perecedero, reconoce la fe el sentido y el motivo o fundamento de la realidad histórica particular del hombre Jesús‖.16
Lo nuevo, por tanto, es el acontecimiento que Pablo denomina ―la palabra de la cruz‖, como ya mencioné, pero cuyas consecuencias quizá no hemos alcanzado a comprender o tal vez preferimos una visión más bien gnóstica, que, como dice Metz, es la perenne tentación de la iglesia.
La palabra de la cruz revela nuestro pecado como pecado del mundo
Quise hacer la nota crítica a la ponencia de Juan Sánchez porque me parece que esa pequeña omisión se desliza fácilmente hacia una manera muy actual de comprender el evangelio, que además encaja bien con nuestra sensibilidad moderna (orientada a la exigencia de los derechos y el celo por la autonomía), y que consiste en plantear que Dios perdona incondicionalmente y ya está, que la muerte de Jesús fue una terrible injusticia debido a la intolerancia frente a su gran bondad y práctica de la justicia, que estamos llamados a seguir su ejemplo y su utopía de ―otro mundo es posible‖.
Esto es algo que dice, por ejemplo, un teólogo de la talla de José María Castillo, quien habla de dos teologías del N.T. que se contraponen: una teología especulativa, la de Pablo, y otra narrativa, la de los evangelios17; entonces –argumenta Castillo–según la teología de Pablo la muerte de Cristo se explica como la expiación de los pecados18, mientras que la teología de los 15 Cf. Josep Cobo, blog La modificación, ―el hijo pródigo‖, entrada del 15 de marzo de 2013, https://kobinski.wordpress.com/2013/03/15/el-hijo-prodigo/, énfasis original. 16 Cf. Eberhard Jüngel, Dios como misterio del mundo, op. cit., pp. 252–253. 17 Cf. José María Castillo, ―De la victoria sobre el pecado a la victoria sobre el sufrimiento‖, blog en Religión digital, entrada del 21 de marzo de 2016, http://www.periodistadigital.com/religion/opinion/2016/03/21/jose-maria-castillo-no-es-facilentender-la-pasion-iglesia-religion-dios-jesus-papa-evangelios.shtml 18 Dice Castillo que según Pablo, Cristo murió en la cruz «porque "los pecados se expían por la sangre", lo que se refiere a Cristo que soporta la ira desatada de Dios sobre todos los
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evangelios explica la muerte de Jesús por motivos religiosos y políticos, y los evangelios entienden la salvación como ―remediar el sufrimiento humano‖. Pero esto es, cuando menos, bastante debatible porque no creo que una lectura atenta del N.T. permita hacer una separación así de radical entre las cartas de Pablo y los evangelios.
Antes bien, los mismos evangelios insisten de modo extenso en la pasión y la muerte de Jesús como el acontecimiento que va más allá de un final trágico para el maestro o líder de un movimiento. Es el acontecimiento de la cruz y el retorno del crucificado lo que se muestra como un trastrocamiento salvífico para toda la humanidad. En el evangelio de Juan, por ejemplo, la glorificación o exaltación de Jesús apunta claramente a la cruz y, al mismo tiempo, al hecho de que el resucitado es el crucificado. Decir que los evangelios no entienden la muerte de Jesús como acontecimiento de salvación, incluyendo la noción de muerte en lugar de todos los pecadores, es imponer una visión más propia de nuestra sensibilidad moderna. Y creo que por allí tira José Ma. Castillo, equivocadamente, me parece.
Esa palabra de la cruz, o el acontecimiento de la resurrección del crucificado, es lo que hace posible la justificación del impío, es decir, de nosotros19. Es un acontecimiento que nos incluye, pero que también nos revela la condición de pecadores y, en ello, nos muestra el pecado del mundo.
Aquí hemos de reconocer que la noción de pecado no es de nuestro agrado, no casa bien con la sensibilidad contemporánea. Pero cuando se examina el modo polémico en que se revela en la Biblia la noción de pecado20, entonces podemos decir que quizá nunca ha sido agradable ni susceptible de encajarse la noción bíblica de pecado. Porque el pecado remite siempre a la mentira en que habitamos, en tanto vivimos de espaldas a Dios. Lo que se revela por medio de la gracia, en esa palabra de la cruz, es que somos pecadores:
pecadores (Rom 3, 19-20. 25). Así, sobre el Crucificado cayó el juicio destructor de Dios, que, con la muerte de Jesús, condenó "el pecado en su carne" (Rom 8, 3). Lo que representa que, para san Pablo, Jesús se hizo "maldición" (Gal 3, 13) y "pecado" (2 Cor 5, 21) por nosotros. En definitiva, la teología de Pablo viene a ser la aceptación del principio sobrecogedor que presenta la carta a los Hebreos: "sin derramamiento de sangre no hay perdón" (Heb 9, 22).» 19 «Que ese Hombre muriera por nosotros, que él en el lugar del suplicio se hiciera maldición por nosotros, sólo puede ser afirmado en virtud de un acontecimiento que interprete positivamente el abandono por parte de Dios que hubo en esa muerte […] Para poder añadir a la ―maldición‖ ese ―por nosotros‖ la cruz de Jesús tiene que ser interpretable como cruz de Cristo, como cruz del Hijo de Dios. Mediante ese por nosotros, el ser der Jesús es anunciado de ahora en adelante como la nueva comunión con Dios», cf. Eberhard Jüngel, Dios como misterio del mundo, op. cit., pp. 460–461, énfasis original. 20 Lo polémico se reconoce ya, por ejemplo, en la primera pregunta de Dios al ser humano en Génesis 4, que le dice a Caín, «¿dónde está tu hermano?». Y en la respuesta, la auto justificación de Caín, «no sé ¿soy yo acaso guarda de mi hermano?», se muestra la realidad del pecado no como una información, como un dato, sino como una interpelación.
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En efecto, el Evangelio es –en su centro– la palabra de la cruz (1 Cor 1, 18). Y la cruz es un patíbulo. La cruz habla de muerte y de perecer. Si el Evangelio de la gracia de Dios se identifica con la palabra de la cruz, esto quiere decir que la justicia de Dios no transige llegando a compromisos con la injusticia de este mundo, sino que ha condenado esa injusticia en la persona de Jesucristo, destinándola a perecer. Precisamente por eso la muerte de Jesucristo es la muerte del pecador.21
Pero, ¿somos capaces de profesar esto que se nos revela, la muerte como salario del pecado, dado que nos pone en confrontación con nuestra sensibilidad moderna? La discusión teológica contemporánea ha reconocido la importancia de volver a revisar la enseñanza bíblica sobre el pecado y revisar críticamente la herencia de siglos con respecto al pecado original22. También se tiene que hacer este trabajo con miras la práctica pastoral y contra la comprensión del pecado, habitual en muchas predicaciones y prácticas, como las acciones típicamente condenadas por la moral.
Para esa tarea pendiente tenemos una especial ayuda en el cuarto capítulo del libro de Eberhard Jüngel que venimos comentando23, donde articula una cuidadosa explicación teológica sobre ―la mentira del pecado‖. Aquí solo apunto brevemente ciertos aspectos relevantes: 1) el pecado es revelación y, por tanto, es algo que se reconoce únicamente desde la experiencia del perdón, es decir a partir de la justificación del pecador (el impío ya redimido); 2) el pecado se comprende bíblicamente como acción humana y como poder sobre el ser humano, por lo que tiene una naturaleza bipolar que funciona simultáneamente como mala acción y como existencia bajo un poder que esclaviza24; 3) los reformadores, y en concreto Lutero, recuperan el sentido bíblico del pecado, y de los pecados actuales y personales, como pecado de raíz (peccatum radicale) que permite entender mejor la noción teológica de ―pecado original‖, en cuanto la ―incapacidad absoluta‖ del ser humano para estar delante de Dios por sí mismo; 4) el pecado, tal como se revela en la palabra de la cruz, se
21 Cf. Eberhard Jüngel, El evangelio de la justificación del impío…, op. cit., p. 110. 22 Cf. Barbara Andrade, Pecado original ¿o gracia del perdón?, Salamanca: Secretariado Trinitario, 2004. En especial resultan valiosos sus análisis de los textos del Antiguo Testamento, sobre la experiencia de fe en Israel como liberación de la culpa y el análisis de Romanos 5, sobre la gracia que sobreabundó donde el pecado abundaba. Es también muy valioso el análisis de la manera como San Agustín formula la clásica doctrina del ―pecado original‖ y la historia de su recepción. Me parece que, sin embargo, y debido a su esfuerzo para comprender y justificar el Concilio de Trento, Barbara Andrade no se da cuenta del viraje que representa la comprensión de Lutero con respecto al pecado original (o peccatum radicale). 23 Cf. Eberhard Jüngel, El evangelio de la justificación del impío…, op. cit. 24 «…el hecho de que Aquel que no conocía pecado (2 Cor 5, 21), cargue sobre sí –como Cordero de Dios– con el pecado del mundo (Jn 1, 29), hace ver claramente lo poderoso que es ese poder. En efecto, Dios mismo, en la persona del Hijo de Dios, tuvo que ponerse bajo ese poder, para qubrantarlo (Gal 4, 4ss; Rom 8, 3 y passim).», cf. Ibid, p. 146.
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muestra como pecado del mundo, en tanto opera como una falsificación o como mentira de la vida y, por tanto, no es otra cosa que la incredulidad.25
Creo que el trabajo de Jüngel es fundamental para esa tarea necesaria de volver a trabajar la noción de pecado en la fe que profesamos. Me parece que la noción de ―pecado del mundo‖ (y ―el pecado de raíz‖ o peccatum radicale) son importantes frente a desafíos pastorales contemporáneos (como ha sido, por ejemplo, en nuestros debates sobre el tema de la homosexualidad y la homofobia). La teología latinoamericana de la liberación recuperó algo de esa noción en su concepto de ―pecado estructural‖26, pero creo que en estos tiempos, y en nuestro contexto sudeuropeo, hemos de ir más allá del debate sobre las estructuras (hemos de ir al reclamo de la alteridad radical).
Pero si nuestro pecado (y el pecado del mundo) es revelación desde la palabra de la cruz, esto nos mete en problemas a los ―cristianos satisfechos‖, por no decir habituados al cristianismo burgués, puesto que nuestra condición no es la de los ciegos, sino la de quienes decimos que ―vemos‖, que tenemos una visión que nos permite ser capaces por nosotros mismos. Y el cristianismo se muestra como justificación, como redención del pecado, para quienes viven bajo la oscuridad de la muerte, cegados bajo el dominio de Satanás, como auténticos condenados. Y si no es seguro que nosotros nos hallemos en dicha condición, ¿cómo puede ser que se nos revele la palabra de la cruz?. Esta es la cuestión, si queremos hablar del pecado. O, como lo dice Josep Cobo:
El cristianismo no está hecho para el hombre satisfecho. Para quien ha encontrado un lugar en este mundo —quien aún es capaz de confiar en sus propias fuerzas—, las declaraciones cristianas (que si encarnación de Dios, que si resurrección de los muertos, que si Juicio Final…), no dejan de ser un despropósito. Por eso, el hombre satisfecho no puede evitar hacer de su cristianismo una variante de la idolatría. Que solo el pobre sea capaz de Dios significa que solo él llegará a comprender las formulaciones de la fe, o cuanto menos intuir por dónde van los tiros. Será verdad que solo dentro de la oscuridad nos encontramos en manos del otro.27
La palabra de la cruz excluyente (los “solo”), que interpela en el otro
En éstos tiempos que las instituciones parecen haber naufragado (y el cristianismo como institución ha naufragado estrepitosamente en occidente), en
25 Incredulidad que Lutero considera la ―raíz y fuente de todo pecado‖, ibid, p. 166. Y de esa incredulidad se derivan el orgullo, la estupidez y la ingratitud del ser humano, ibid, pp. 172–176. 26 Cf. José Ignacio González Faus, ―Pecado‖ en Ignacio Ellacuría y Jon Sobrino, Mysterium Liberationis. Conceptos fundamentales de la teología de la liberación, Madrid: Trotta, 1990, tomo 2, pp. 98–102. 27 Cf. Josep Cobo, blog La modificación, ―Satisfaction‖, entrada del 30 de marzo de 2016, en https://kobinski.wordpress.com/2016/04/30/satisfaction/, énfasis original.
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medio de los pecios de la religión cristiana, ha cobrado relevancia hablar de la espiritualidad, de una espiritualidad sin religión e incluso una espiritualidad sin Dios. Con ello, se ha vuelto muy atractivo el budismo, la meditación, la visión de una búsqueda que trascienda las ilusiones de la realidad y nos ponga en contacto con una totalidad de la que, se dice, todos somos parte. Frente a las diversas espiritualidades orientales que se propagan en occidente, la fe cristiana (de raíz judía, por cierto) tiene la particularidad de que no comparte esa visión, no llama a la ascesis espiritual que va en pos de la conexión con un océano al que todos los ríos confluyen (aunque no excluya unas prácticas o disciplinas espirituales). Lo que la fe cristiana dice es que el evangelio de la gracia te hace rehén del prójimo, que el Dios bíblico interrumpe tu vida por medio del extranjero, que Dios se te aparece en la viuda y en el huérfano. Y eso no mola. Es la salvación de la que habla el evangelio de la cruz, pero no mola. No obstante, confesamos que es verdadero.
Me parece que esta radical interpelación que viene desde el otro, esa demanda que interrumpe la vida acomodada (Dios es interrupción, dice Metz) no se puede comprender sin la afirmación de los ―solo‖ de la reforma: la justificación del impío acontece a partir de Solus Christus, solo verbo, sola gratia y sola fide. La exigencia de la alteridad, que es consustancial con el evangelio de la gracia, sólo se comprende como algo que acontece fuera del campo de lo ordinario, que acontece como lo extra–ordinario y, por tanto, como una fe que simplemente es in–creíble. Y esto únicamente se entiende a partir de la exclusividad que configuran los ―solo‖ de la reforma.
Nuevamente recurro a Jüngel, quien tiene una formidable exposición de los ―solo‖ de la justificación del impío28, es decir lo necesariamente ―excluyente‖ de la palabra de la cruz. De modo conciso lo señalo, intentando advertir cómo se relacionan con un Dios que nos interpela en el otro, en la alteridad:
Solus Christus. La más radical exclusividad es que la justificación del impío aconteció tan solo en Jesucristo, y –dice Jüngel– es únicamente Cristo porque es únicamente Dios quien allí acontece, lo que supone decir lo mismo que dijo Lutero: en esa cruz es Dios mismo quien muere, Dios murió, cuando murió el hombre que era uno, o una sola persona, con Dios29. En otro lugar, Jüngel ha mostrado esa identificación absoluta de Dios con el crucificado30; y me parece 28 Cf. Eberhard Jüngel, El evangelio de la justificación del impío…, op. cit., capítulo 5 ―El pecador justificado. Sobre la importancia de las partículas exclusivas (recalcadas por los reformadores), pp. 181–298. 29 Ibid, pp. 186–187. 30 ―el kerygma de la resurrección de Jesús afirma que en la muerte de Jesús sucedió algo […] en esa muerte aconteció Dios mismo. Duro pensamiento […] un pensamiento que la teología cristiana constantemente ha dejado de lado. Pero es un pensamiento necesario. La resurrección de Jesús de entre los muertos está afirmando que Dios se ha identificado con ese hombre muerto. Y esto quiere decir inmediatamente que Dios se ha identificado con el abandono que sufrió Jesús por parte de Dios.‖ Cf. Eberhard Jüngel, Dios como misterio del mundo, op. cit., p. 462.
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que tal identificación es básica para entender qué quiere decir el Nuevo Testamento cuando confiesa que la muerte de Cristo es una muerte sacrificial padecida vicariamente, en favor nuestro. Y es importante porque no podemos aceptar el uso popularizado de la interpretación de Anselmo (Cristo es la víctima que satisface, en nuestro lugar, la ira del Dios justo), pero tampoco podemos aceptar, me parece, la interpretación que considera la muerte de Cristo como una injusticia sobre el hombre Jesús y que, por tanto, no es muerte expiatoria ni vicaria, sino tan sólo una inspiración para luchar contra las injusticias31.
Eberhard Jüngel despliega una cuidadosa argumentación sobre la muerte expiatoria y vicaria de Cristo, que no repetiré aquí; pero en su exposición es fundamental tener en cuenta lo dicho previamente: en el crucificado acontece Dios y, por tanto, es Dios quien se da, quien reconcilia consigo al mundo, quien se sacrifica y, dicho en otros términos, se pone en las manos de los hombres hasta la muerte y muerte de cruz. Esta exclusividad, solus Christus, es lo único que permite la inclusión de todos los pecadores, es decir, del mundo entero.
Solo gratia. La fórmula solo gratia remite al Dios que es clemente, que tiene misericordia, que está actuando de manera salvífica porque quiere que el ser humano viva32. La exclusividad de la solo gratia muestra, por otro lado, que el ser humano es incapaz de Dios, es decir que sólo puede recibir; y que participa pasivamente (―mere passive‖33) en su justificación. Jüngel debate, con cierto detalle con las concepciones sobre la gracia en el Concilio de Trento y en Tomás de Aquino, un debate que es interesante si uno piensa en la manera como se ha debatido en otras tradiciones evangélicas (como el metodismo o el presbiterianismo) y que, muchas veces, en el mundo protestante prevalece más la idea de una gracia parcial, que se complementa con la participación del ser humano, al modo de una sinergia con Dios, para poderse salvar. A veces, también, se considera la gracia de Dios como una especie de energía que se nos da para que actuemos con bondad (lo que se ignora es que esa concepción es auténticamente tridentina, es decir católica). Pero la fórmula 31 Como hace José María Castillo, a quien le escandaliza el principio de los sacrificios cultuales que menciona Hebreos 9, 22, que dice que ―sin derramamiento de sangre no hay perdón‖. Cf. nota supra. Con todo, el verso citado de Hebreos, indica que tal es el principio de la ley, que quedó abolido con el sacrificio único e irrepetible de Jesús el Hijo de Dios. 32 Considero valioso el trabajo de Barbara Andrade, teóloga alemana–mexicana, por su recorrido en el Antiguo y Nuevo Testamento, pero también en la tradición teológica, para mostrar al Dios de una misericordia–sin–medida, el Dios (que está) en medio de nosotros. Cf. Dios en medio de nosotros. Esbozo de una teología trinitaria kerigmática, Salamanca: Secretariado Trinitario, 1999. Cf. también su Pecado original ¿o gracia del perdón?, op. cit. 33 En una larga e interesante nota de pie de página, Jüngel dice que la pasividad del hombre, que expresa su total exclusión del acontecimiento de su justificación, se debe entender como una pasividad cuyo modelo está en el ―sábado‖ del A.T., donde el ser humano queda colocado en una inactividad viva, creativa y el pecador puede decir como María ―hágase en mí según tu palabra‖. Y por tanto – dice Jüngel – «el hombre deja a Dios el espacio que Dios se toma, que Dios crea […] no es el hombre quien se abre a Dios sino que es Dios quien abre al hombre» Cf. Eberhard Jüngel, El evangelio de la justificación del impío…, op. cit., nota no. 77, pp. 21 –219.
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reformada lo que remarca es la total dependencia del pecador con respecto a Dios, al Dios que se convierte al pecador (Dios viene, ha venido en el crucificado). La gracia es el gozo de Dios por el pecador amado y que se da de modo eficaz como libertad liberadora34.
Solo verbo. Esta fórmula es la misma que sola Scriptura, pero aquí se precisa que para los reformadores no se trata de la Biblia per se, sino de la palabra de Dios y, sobre todo, de su vinculación con solus Christus, porque Cristo es la palabra encarnada y es la palabra de la cruz. Al decir solo verbo se entiende que la palabra de Dios es revelatoria, es decir que es una palabra que interpela, que ordena y que promete, pero que en ello se muestra creadora y transformadora al declarar (= hacer) justo al impío. La fórmula solo verbo es excluyente también en el sentido de que significa sólo el evangelio y, por tanto, esto determina toda nuestra lectura de la Biblia: leemos las Escrituras siempre desde el evangelio de la justificación del impío, es decir, como palabra de la cruz. Jüngel también demuestra cómo esta fórmula se liga a la expresión de Lutero de que el cristiano es al mismo tiempo justo y pecador (simul iustus simul peccator)35.
Sola fide. Aquí está la nota principal del artículo reformado: ―justificados únicamente por la fe‖, pero esto no se puede entender como acto de decisión humana, en el que se constituya el ser del justificado. Esto sería un retorno a la salvación por obras o por mérito humano. En términos prácticos es así como se entiende en muchas iglesias evangélicas que ponen el acento en la respuesta al evangelio (por ejemplo, al rebautizar y/o denostar el bautismo infantil). Pero los reformadores entienden sola fide como el sí que viene de un corazón que ha sido transformado por la palabra de Dios. La fe es descubrirse como alguien nuevo en virtud del crucificado; es un olvido de sí mismo porque la fe se confía a la gracia y la palabra, se expresa como certeza de la salvación, como capacidad de esperar en Dios, en comunión con los otros creyentes36.
Ningún solo se sostiene de modo aislado37, pero en su mutua relación muestran la radicalidad de la palabra de la cruz, que señala algo inadmisible para cualquier sensibilidad religiosa, al revelar quién es Dios. No siempre advertimos las consecuencias de que Dios haya acontecido allí, precisamente en el resucitado que es un crucificado: hace ver que Dios se da en un hombre abandonado, en la máxima debilidad pero también en un farsante, en un maldito y, por tanto, en aquello que no puede recibirse como un Dios sin más.
34 Ibid, p. 234. 35 Ibid, pp. 253–263. 36 Ibid, pp. 277–298. 37 Por eso es un error debatir, por ejemplo, sobre el sentido de sola Scriptura o la autoridad de la Biblia, si se le desconecta del solus Christus, sola gratia, sola fide. Así entonces, los debates del fundamentalismo sobre ―inerrancia‖ o ―inspiración plena‖ o ―parcial‖, no tienen sentido alguno, porque se olvidan de esa interrelación de todos los sola de la Reforma.
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Como dice Josep Cobo, Dios se pone en manos de los hombres38 y, por tanto, Dios se nos muestra en el clamor de los hambrientos, en el perdón de la víctima a su verdugo, en el impío que no se merece el perdón pero que lo ha recibido como un don (Zaqueo, el publicano, ―también es hijo de Abraham‖). Es decir, que Dios nos interpela desde el otro.
2. La acción a que se nos llama es la espera en Dios
Dios se muestra como promesa. Como dice Metz: ―en las tradiciones bíblicas, todos los predicados de Dios –desde la autodefinición de Dios en el relato del Éxodo hasta el dicho joánico de que «Dios es amor»– son portadores de un índice de promesa… («seré para vosotros el que seré», «me mostraré a vosotros como Amor»)‖39. Y lo revelatorio de esa promesa, es decir toda respuesta posible a esa promesa que define al Dios bíblico, se reduce a una extraña forma de acción que es la espera. Por eso, la acción de los cristianos sólo puede consistir en esperar en Dios, como el creyente que derrama lágrimas, bajo el agobio de la pregunta de sus detractores ―¿Dónde está tu Dios?‖, sólo atina a confesar esto: ―espera en Dios; porque aún he de alabarle / Salvación mía y Dios mío‖ (Sal 42).
Decir que la acción de la fe cristiana consiste en esperar en Dios, significa ubicarnos en el sí de Dios que es Jesucristo, el Hijo de Dios (2 Cor 1, 19 – 20). Y, por tanto, la acción cristiana carece de todo aquello que suele asociarse con la acción misma: libertad, autonomía, poder, posibilidades, ser aquello que hacemos… pero la acción cristiana no se conjuga así en la fe bíblica, puesto que depende enteramente de lo que se revela como Dios en la palabra de la cruz. El tema es amplísimo, y algunas implicaciones de la confesión de esa palabra de la cruz fueron enumeradas ayer, al final de la ponencia, pero ahora quisiera solamente apuntar, muy brevemente, algunos modos en la acción que se profesa como espera en Dios: en la obediencia, en la memoria de las víctimas, en la oración y en el culto.
La acción se profesa como espera en Dios en la obediencia
Un creyente es aquel que se halla enteramente sujeto a la palabra revelada, al Dios del crucificado. Si la revelación bíblica desmitifica el mundo y nos habla del Dios presente como ausente, también nos dice que Dios habla por medio del mandato, de una palabra que interpela, que llama con la pregunta ―¿dónde está tu hermano?‖ o que ordena ―amarás a tu prójimo como a ti mismo‖
38 «Pues solo un Dios que es capaz de admitir el carácter sagrado del hombre puede, como quien dice, ponerse en sus manos. Es la humillación de Dios la que confiere dignidad a ese perro que es el hombre.», cf. Josep Cobo, blog La modificación, ―una de negros‖, entrada del 16 de diciembre del 2015, https://kobinski.wordpress.com/2015/12/16/una-de-negros/ 39 Cf. Johann Baptist Metz, Memoria passionis…, op. cit., p. 35.
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(después de prohibir la venganza y ordenar que no se guarde rencor al prójimo). Esto significa que la acción que profesa al Dios de la palabra revelada no puede ser más que la acción que padece ese mandato. Aún cuando toda la ley se resume en el mandato de ―amar a Dios y amar al prójimo‖, tal como Jesús respondió a los maestros de la ley (Mc 12, 28–31; Mt 22, 34–40), la Biblia no oculta la im–posibilidad del mandato del amor: ya el Levítico 19 lo indica al poner el rencor y la venganza junto al mandato de amar al prójimo; los relatos evangélicos ponen junto a ese mandato la parábola del samaritano (Lc 10, 29–37. Un impío que se convierte en prójimo de un muerto en una cuneta) o, si se quiere ver, el alejamiento de Dios por parte de un rico que era en verdad una buena persona (Mc 10, 17–27).
Esto significa que el amor bíblico, que se revela como mandato de Dios, está fuera de las posibilidades del ser humano, fuera de la confianza en sus competencias. Por eso se ha dicho, más allá de las imágenes contemporáneas dulzonas sobre el amor, que ―el amor toma rehenes. Se te mete dentro. Te come vivo y te deja llorando en la oscuridad‖40. Es lo mismo que dice Levinas, cuando afirma que somos rehenes del otro en su clamor, en el grito que pide pan o suplica que no se le mate, puesto que el otro es una demanda infinita.
Y eso, precisamente, dice Jesús después de señalar que primero pasa el camello por el ojo de la aguja que un rico entra en el reino de Dios (Mc 10, 25), que es im–posible y, sólo por ello, es Dios quien lo hace posible. Lo que significa que sólo es posible la obediencia allí donde acontece Dios, es decir en el crucificado: en el que es abandonado por Dios pero que, en su clamor desesperado, no abandonó a Dios.
Por tanto, la obediencia que se hace rehén del hermano no es, estrictamente hablando, una obra caritativa, sino el efecto colateral de quien está mirando al crucificado en el pobre, en el condenado, en el maldito. Esta obediencia no es, por tanto, una acción sino la espera del juicio de Dios, bajo el signo del juicio ya dictado en el Gólgota: la palabra que dice que la injusticia no debería ser, mientras muere perdonando a sus verdugos.
La acción se profesa como espera en Dios en la memoria de las víctimas
Johann Baptist Metz41 dice que no podemos dejar el contenido apocalíptico de la fe bíblica en manos de los fundamentalistas (que usan el lenguaje de la catástrofe para explotar, mitológica y mágicamente, el miedo de la gente) y tampoco hemos de quedarnos con esa escatología ligera y suavizada se hace llevadera en un cristianismo burgués. Metz dice que la mirada apocalíptica es un mensaje sobre el tiempo: nos revela que el tiempo no puede ser ilimitado,
40 Neil Gaiman, citado por Slajov Zizek, ―La verdad duele‖, del libro Acontecimiento, en http://festivalambulante.blogspot.com.es/2015/04/la-verdad-duele.html 41 Cf. Johann Baptist Metz, Memoria passionis…, op. cit.
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que hay un final y que ese final es ya la misma irrupción de Dios en el acontecimiento de la cruz–resurrección. Pero, asimismo, la mirada apocalíptica es el desvelamiento del rostro de las víctimas, del sufrimiento que se oculta bajo la ―despiadada amnesia de los vencedores‖42. Metz relata que a los 16 años de edad, al final de la Segunda Guerra Mundial, se encontró con los rostros inertes y apagados de los muertos de su compañía, que habían perecido bajo el ataque de las bombas43. A partir de allí, del desmoronamiento de todos los sueños de su infancia, comenzó su gran interrogante sobre cómo hacer teología después de Auschwitz, sobre la primacía del sufrimiento ajeno, sobre la fe bíblica como la rememoración del sufrimiento de los otros, como memoria de las víctimas.
Eso mismo, y no otra cosa, es lo que anuncia la palabra de la cruz: que Dios está donde cuelga un hombre muerto y que se trata precisamente de un sufrimiento en razón de Dios. Porque la fe cristiana habla de redención también para los muertos y no sólo para los vivos. Esto tiene que ver con los perdedores de la historia, con todos aquellos que sufrieron y murieron de modo injusto.
Comentaba yo en la ponencia anterior mi perplejidad por la cultura del olvido, predominante en éste país, que proclama el pragmatismo de ―pasar página‖, que considera irremediable lo que ―ya está hecho‖ y de nada vale remover las heridas. Es un ejemplo de la impiedad que tiene la amnesia, no sólo de los vencedores, sino de los hijos de las víctimas que sólo quieren ―seguir adelante‖ con su vida. El trabajo de la memoria que está pendiente, la memoria passionis que propone Metz, con respecto a las víctimas de las injusticias es la única manera de poder hablar de un perdón imposible44 que sólo puede afrontarse de manera apocalíptica, como la acción de la memoria por el sufrimiento olvidado de las víctimas y que espera en Dios (Ap 6, 10).
La acción se profesa como espera en Dios en la oración
Precisamente de esa mirada hacia el sufrimiento ajeno es que se advierte que las oraciones son el lenguaje del clamor humano. No se trata de saber orar o de hacerlo de una manera ―convencida‖, como tampoco se trata de las oraciones orientadas a las experiencias de poder en términos narcisistas (aunque no se niegue que, efectivamente, muchas prácticas de oración puedan proveer de sensaciones que animan, quitan el estrés o generan una experiencia de ―conexión‖ con una energía especial). Pero, bíblicamente hablando el creyente espera en Dios cuando ora a partir del clamor, de la
42 Ibid, pp. 140–141. 43 Ibid, pp. 99–100. 44 En esto, tiene razón Derrida, y es más fiel a Levinas, frente al ―perdón difícil‖ que propone Paul Ricoeur. Cf. Paul Ricoeur, La memoria, la historia, el olvido, Buenos Aires: FCE, 2000, ―Epílogo: El perdón difícil‖, pp. 585–646.
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impotencia y la debilidad extrema. Quizá debamos reconocer que los satisfechos, quienes podemos confiar en nuestras posibilidades, no oramos a Dios, en el sentido de esperar en Dios. Metz, de nuevo, dice que en la oración del Padrenuestro Jesús nos enseña a pedir ¿y qué nos enseña a pedir? Y Metz nos advierte que ―tal vez no hayamos escuchado con suficiente atención y paciencia. Pues al final de su enseñanza sobre la oración, y en orden a explicar su promesa [Lc 11, 9], a modo de resumen, por así decirlo Jesús añade […] «vuestro Padre del cielo dará Espíritu Santo a quienes se lo pidan». Pedir Dios; pedirle a Dios el Espíritu Santo; pedirle, pues, a Dios que se nos dé Él mismo; pedirle Dios a Dios‖45
La oración como espera en Dios, que contrasta con la manera como se plantea hoy día la mística (que aunque sea cristiana se encamina más hacia la visión oriental), la oración propiamente cristiana es la que se hace en la alteridad, con los ojos puestos en el sufrimiento ajeno o, como lo llama Metz, una mística de ojos abiertos46.
Aquí, nuevamente, me parece que lo expresa muy bien el profesor Josep Cobo:
Nuestro niño sigue invocando a Dios, pidiéndole amparo y bendición. Nuestro niño, sobre todo si es un niño cristiano, sigue relacionándose con Dios como si fuera un mega-ángel de la guarda. Nuestro adulto, sin embargo, le cierra el paso: en eso ya no puedes creer seriamente. Nuestra situación, como hombres y mujeres de hoy en día, es la de quienes ya no pueden ser, religiosamente hablando, unos niños. De ahí que no falten quienes digan que la verdadera oración es la contemplativa. […] Somos nosotros, los que hemos alcanzado la mayoría de edad y, por eso mismo, podemos confiar en nuestras posibilidades, los que somos incapaces de Dios. Somos nosotros los que, hinchados de mérito, no nos encontramos en la situación del niño y, por tanto, ya no sabemos qué hacer con un Dios personal […] Ahora bien, quien entiende esto último, entiende que no vuelve a ser como un niño quien quiere, sino quien puede, por aquello de las cosas (duras) de la vida. De ahí que nosotros, los que nos encontramos a una cierta distancia de nuestra infancia, solo podamos honestamente dirigirnos a Dios, si en la soledad de la habitación o de la celda, nos hacemos eco de clamores que no son los nuestros. Pues si nosotros, los que podemos con nuestra alma, podemos dirigirnos a Dios es porque ellos, los desalmados, rezan por nosotros.47
45 Cf. Johann Baptist Metz, Memoria passionis…, op. cit., p. 101. 46 Ibid, p. 168. 47 Cf. Josep Cobo, blog La modificación, ―esos rezos‖, entrada del 11 de diciembre de 2012, https://kobinski.wordpress.com/2012/12/11/esos-rezos/, énfasis original.
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La acción se profesa como espera en Dios en el culto
Dice Jüngel que en el culto es donde mejor se expresa nuestra incapacidad, nuestra falta de acción eficaz, para estar delante de Dios, porque allí participamos comunitariamente en la celebración del don recibido inmerecidamente48. Por eso el culto es espera en Dios en modo de gratitud. Y si se trata de gratitud, entonces el culto se realiza igualmente con alegría, y una extraña alegría por cierto, puesto que también el culto tiene una dimensión apocalíptica en tanto recoge el clamor por la venida de Dios, para que sea el juicio del final de los tiempos. Es llamativo que cuando Pablo habla de la oración y de la comunión de los creyentes, presente la alegría como una orden: ―¡alegrense!‖ (Fil 4, 4) y casi enseguida recuerde que ―el Señor está cerca [en su venida]‖ (Fil 4, 5). Y no puede menos que pensarse que las comunidades paulinas celebraban el culto en el marco de esa expectativa apocalíptica que suponía la visión de los muertos sufrientes, en la venida del Señor, con la imagen negativa de la ausencia de lágrimas y de dolor. La orden de alegrarnos es el llamado de la palabra de Dios a los clamores sordos de los olvidados y a la promesa de redención del final de los tiempos.
La otra dimensión del culto, que profesa la espera en Dios, es la proclamación de la Palabra y la práctica de los sacramentos. Y ambas cosas apuntan al misterio que aconteció en el crucificado, puesto que palabra y sacramentos remiten a eso, al acontecimiento salvífico de la cruz. No es poca cosa que, por cierto, la celebración de la Santa Cena sea, como lo dice Jüngel, la autopresentación del Cristo crucificado49 y que en el pan que se come y la copa que se bebe, se anuncie su muerte hasta que el venga otra vez (1 Cor 11, 26). También en esa acción de espera en Dios que es el sacramento, somos cogidos en traspié, puesto que se rememora que la entrega de Jesucristo tiene lugar en medio de la traición, delante de los hombres que han dado la espalda a Dios. Es por eso que la mesa del Señor no puede ser la mesa para los justos, sino para los pecadores.
En el culto se profesa, en suma, el acontecimiento que es Dios mismo viniendo en el crucificado, de modo que ―Dios interrumpe de tal manera la totalidad del mundo, que desciende hasta nosotros y nos eleva hacia Él. Con este gozo los creyentes elevan sus corazones, es decir, se hallan con sus corazones junto al Dios trino y uno‖50.
48 Eberhard Jüngel, El evangelio de la justificación del impío…, op. cit. pp. 305–307. 49 Cf. Eberhard Jüngel, El ser sacramental en perspectiva evangélica, Salamanca: Sígueme, 2007, p. 88ss. 50 Ibid, p. 97.
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La profesión de la fe cristiana anuncia vida después de la muerte…
Con estos apuntes creo que podemos trabajar en la revisión de nuestra confesión de fe, como Iglesia Evangélica Española. Me parece que pueden plantearse varias líneas de trabajo y seguramente las preocupaciones pastorales, con respecto a las diversas situaciones de nuestras comunidades de fe, pueden variar.
Pero opino que nos movemos más o menos en el mismo contexto de un mundo secular y religioso, moderno y sometido a los Dioses de éste siglo, donde la pregunta sobre qué Dios se confiesa, en nuestras palabras y acciones, es de lo más relevante.
Y creo que solamente podremos decir que se trata de una confesión verdadera (no idolátrica, no mitológica) si se trata de la palabra de la cruz, la cual es locura y escándalo, ciertamente, pero nosotros creemos que es poder y sabiduría de Dios (1 Cor 1, 23 –24). Pero esa es la cuestión: ¿creemos?
A modo de cierre, recuerdo aquí el epígrafe del inicio:
Cristianamente, creer es anunciar que hay vida tras la catástrofe. Y la hay porque ha habido vida después de la muerte: […] ―He recibido el perdón de mi víctima‖… Sólo los salvados pueden creer. Y creer es también anunciar. Por eso, la acción cristiana es una respuesta a la redención, no una ascesis que pretenda alcanzar la pureza de una vida simple. Sin la experiencia de haber sido salvados, la acción cristiana no es diferenciable de una buena acción, de un compromiso moral. El cristianismo no es una ONG.
Victor Hernandez Ramirez
Ponencia 2 Pastoral 2016 Jaca