martes, 1 de abril de 2014

Mi iglesia es tan cómoda que no quiero salir de ella.


Ustedes son la sal de la tierra...
Mateo 5:13

Cuando llegué a Zaragoza para servir como pastor, me pregunté ¿Qué cosas necesito para iniciar el trabajo en la iglesia?  La respuesta era sencilla si hacia una lista de las cosas que había y las que no había.
Ya existía, por ejemplo, un edificio con una cruz en la fachada. Había un pastor que dirigiera el culto dominical como bien habían enfatizado los miembros del Consejo local cuando habíamos tenido la entrevista previa. No había un sistema de sonido en la capilla; pero si un viejo órgano eléctrico. Teníamos un aula para el cuidado de niños y así no molestaban a los adultos en la capilla. Y había una oficina con dos librerías donde armar un buen sermón.  
Había otras cosas que yo deseaba según mi eclesiología reformada y otras que las hubiera tirado a la basura directamente, pero éstas, que puse en la lista, eran las esenciales. No podemos tener una iglesia sin ellas: un local, un culto dominical, una escuela dominical.  Todos los cristianos saben que  necesitan un edificio, un buen sermón, una alabanza y un programa para niños.  Otros elementos son discutibles, pero estos son los imprescindibles. No sé si lo había dicho antes, pero para entonces en la iglesia de Zaragoza había diez y seis adultos y una niña de cinco años.
Pero había otra pregunta que me ha estado acosando en los últimos años y no me deja cerrar los ojos cuando la noche llega: ¿Son estás cosas lo que dicen las Escrituras que es la iglesia?  No responderé a esta pregunta. A veces no responder es la mejor manera que tenemos de decir que no.
La iglesia de Zaragoza y yo simplemente repetíamos el modelo que otras iglesias de medio mundo poseen.  Reproducir lo que conocemos. Por años no pensé ni una sola vez acerca de esto. Simplemente me dí a la tarea de repetir lo que me ofrecía seguridad. Pero cuando miro atrás reconozco que fue un error no haber consultado las Escrituras.  
Si hubiera consultado las Escrituras, probablemente, habría propiciado un grupo que enfatizara el amor de los unos por los otros y el hacer discípulos. Y no nos hubiéramos dedicado en cuerpo y alma en mantener una congregación reformada políticamente aceptada por todos.  Pero en realidad por mucho tiempo nuestra celebración, muy sui generis, dejó poco espacio para las emociones y para la misión.  Y con los años se convirtió en la celebración dominical más concurrida de las iglesias de la IEE del Norte. Fue un éxito.  El problema es que habíamos asociamos el éxito con la asistencia de muchas personas a la celebración, con el disfrute de la misma y con el recibir algún tipo de beneficio personal.

¿Qué es el éxito? ¿Cómo lo definiríamos si la Biblia fuera el único parámetro por el cual juzgáramos nuestra comunidad? 

Hacerse preguntas y remitirse al texto bíblico fue el recurso de los primeros reformados del s. XVI. Despúes se convirtió en uno de los principios protestantes. Esta manera de iniciar un proyecto considerando sólo las Escrituras es lo que comúnmente llamamos exégesis.  Una de las primeras cosas que te enseñan en el Seminario es a hacer una exegesis. Exégesis a partir con un pasaje de la Escritura y extraer el significado directamente del texto, ya sea una explicación práctica o una interpretación crítica.  La exégesis busca la objetividad. Y nos acercamos al texto bíblico sin nociones prefabricadas.

Pero una cosa es estar el domingo en la iglesia y hacer una buena exegesis bíblica y otra, muy distinta, es la vida nuestra de cada día. Esa, la que implica estar fuera del salero.
(continuará)
Augusto G. Milián